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Viernes, 5 de abril de 2013

TRABAJO

Señora de nadie

Aunque la invisibilidad es un estigma para mujeres como ella, que cobran salarios en negro y pautados a dedo para realizar tareas domésticas, el anonimato es necesario para conservar el trabajo. Por eso guarda su apellido y declara un nombre, Soledad, demasiado literal para una historia que, con su trazo particular, pinta la historia de muchas otras. El Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares, que ya tiene categoría de ley, podría empezar a reparar la extrema desprotección de las empleadas domésticas. Pero para eso hay que empezar a nombrar: trabajo al trabajo y “ayuda” –ese eufemismo tan de la clase media– a la que se da desinteresadamente.

 Por Luciana Mantero

En la clase media y alta argentina nadie sabe muy bien cómo llamarlas y, cuando algo es difícil de nombrar, es una mala señal. Solemos decirle la chica que me ayuda, la mía, la empleada, la shikse, la mucama; sólo en ocasiones la señora que trabaja en casa. Y tendemos a “confundir” su ayuda profesional con favores personales (“Esperame un rato más que ya llego, estoy haciendo unas compras”; “¿Te venís más temprano mañana que tengo que salir antes?”). Casi siempre el afecto se atraviesa en el vínculo.

La Ley de Contrato de Trabajo las excluye y el flamante Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares –aprobado en el Congreso por unanimidad el 13 de marzo, a partir de un proyecto presentado en 2010 por CFK– viene a intentar equiparar estas deudas –licencia por maternidad, igual indemnización, 35 horas seguidas de descanso semanal, el pago de horas extras–. Pero como la gran mayoría (el 84 por ciento según el Indec) trabaja en negro, no es parte de la economía formal, no existe, en la práctica no goza de ningún derecho laboral. Es invisible. Su sueldo –que suele ser paupérrimo– se decide “a dedo”.

Y eso que en su usual rol de cuidadoras de niños, escondidas en la intimidad de nuestros hogares, son el sostén casi exclusivo de la masiva incorporación femenina al mercado laboral. El trabajo doméstico es un encuentro entre clases, culturas y en ocasiones nacionalidades (el 40 por ciento de las empleadas de casas particulares que trabajan en la ciudad de Buenos Aires nacieron en países limítrofes o en Perú).

Sentadas en aquel bar de Palermo, nada era demasiado distinto a cada vez que una empleada doméstica abre la puerta de su trabajo: ella estaba en un mundo ajeno, yo en el propio. Ella se llama Soledad –pidió mantener su apellido en el anonimato– y nació en Piura, la quinta ciudad más habitada de Perú, cerca de la frontera con Ecuador y a mil kilómetros de Lima. Vio la luz junto a su hermana Carmen, un primero de junio de 1964. Las mellizas fueron la cuarta y la quinta integrantes de una familia de ocho hermanos, de las más pudientes de aquel barrio humilde. Hasta los once años vivió una vida relativamente tranquila. Sus hermanos estudiaban en la universidad, su madre estaba presente. Después, con la psicosis de su hermano mayor, todo se tornó denso, turbulento, revuelto como un huracán. La madre pasaba la mayor parte del tiempo en Lima cuidándolo y siguiendo sus internaciones. Y volvía a Piura hecha una nube espesa de ira y frustración.

–Se volvió muy violenta, nos pegaba a todas, se volvió muy mala.

Llovía la furia sobre sus hijas mujeres, especialmente contra Soledad: en su versión quien la trajo al mundo fue quien más la hizo sufrir.

Un tiempo después, a sus 15 años, se les vino otra pena encima: su hermana fue violada por un vecino y se convirtió en madre a la fuerza. Soledad fue la encargada de criar al niño, presentado en el barrio como hijo ilegítimo de su abuelo, “para evitar la vergüenza”. Sostuvo la escuela como pudo mientras gerenciaba su casa entre mamaderas y pañales. Aun así logró recibirse de maestra.

–Después vino lo peor. Mi hermano violó a mi hermana, y después me violó a mí. Ahí fue cuando me salí de mi casa –escupe con bronca, torciendo la boca húmeda de lágrimas.

Huyó a trabajar a Tierra Negra, Huancabamba, a ocho horas a caballo de Piura. Pero si una docente primaria ganaba 200 soles (78 dólares) al mes, una empleada doméstica podía cobrar 360 (140 dólares). Duró muy poco en la docencia: el dinero y la idea de vivir en una gran ciudad fueron el estímulo más tentador.

Una amiga le ofreció un trabajo seguro y ella, sin decir nada a nadie, se perdió entre el gentío de la capital y se mezcló con las mucamas de la alta sociedad limeña del barrio de La Molina. Los caserones amplios, las calles tranquilas con rotondas verdes y arboladas le mostraron otra vida posible. Allí, a sus 22 años, arrancó formalmente su “carrera” como mucama.

Empezó trabajando en negro en la casa de un peruano y una italiana de mal carácter y tres hijos. La mucama de un embajador le enseñó, mientras ambas paseaban al perro de sus patrones, a reclamar por lo que le correspondía. Después de dos años de trabajo renunció con juicio y les sacó mil soles.

Entonces entró como cocinera en la casa de los dueños de una compañía de seguros con tres hijos, un jardinero, una lavandera, un chofer y una mucama. Y mientras su “patrona” tomaba clases de pintura o jugaba al tenis, ella tenía tiempo para estudiar de los libros de cocina que iba comprando, y de experimentar. Lomo relleno con salsa de ciruela o al roquefort, pechugas con espinaca al vino blanco, rellenas de azafrán, ostras, ceviche de concha negra...

Ganaba 2000 soles (775 dólares) al mes y tenía algo de dinero ahorrado. Entonces se animó a soñar. Cuando una conocida le habló de las mieles de la convertibilidad argentina (un peso valía un dólar) y le ofreció un trabajo seguro decidió, ese invierno de 1999 que fue su bisagra, que de todas formas se iría al extranjero y tendría éxito. Envió los 2000 dólares que le pedían de adelanto, compró un pasaje de avión “sólo ida” y se dejó llevar a través del continente.

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Un bolso chiquito, un aeropuerto inmenso al que llaman Ezeiza, gente alocada con sus valijas y una mujer exultante y sin plan B. Eran las seis de la mañana de un día fresco de principios de primavera. Soledad se sentó en uno de los asientos del hall y esperó. Esperó. Siguió esperando a que pasaran a buscarla, pero nadie se hizo presente. Las horas pasaron. Se quedó ahí hasta las 7 de la tarde, hasta que, deshecha en lágrimas, se resignó a la idea de que había sido completamente engañada.

Le siguieron nueve meses de oscuridad. Tanta que los cuenta de un tirón y sin parar de llorar. Dice que prefiere así, porque no quiere volver a acordarse. Vivió en la estación de ómnibus de Retiro, en la calle, y comió de Cáritas y de la solidaridad de las personas que iba conociendo. Aprendió a rebuscárselas vendiendo latitas de gaseosas y flores. Nunca se alimentó de la basura ni dejó de enviarle algo de dinero a su familia, aclara. Y recién cuando pudo juntar para el ómnibus Buenos Aires-Lima-Piura, con el orgullo intacto, emprendió la vuelta por sus propios medios.

Pero en Perú la situación familiar volvió a ser insostenible. Recorrió los lugares en los que había trabajado y recurrió a las personas que había conocido. A través de un profesor de la Universidad de Lima consiguió una carta de recomendación para entregar a miembros de una congregación religiosa en Buenos Aires. Y volvió por la revancha.

Trabajó cuidando a una señora mayor en un barrio cerrado de la zona norte del Gran Buenos Aires. La asistió por tres años hasta el día de su muerte. No llegó a encariñarse porque tenía esa fatal sensación de que en cualquier momento volvería a perderlo todo.

En su vida casi siempre trabajó en negro. Tuvo buenas y malas experiencias. “La puerta está abierta. Detrás tuyo vienen otras chicas”, le dijeron una vez cuando se quejó por la cantidad de trabajo. En otra fueron aún menos amables.

–Les dije que me iba a Perú y que necesitaba que me pagara mis vacaciones y mi tiempo de servicio. ¿Qué hicieron ellos? Me mandaron a comprar y cuando regreso no me abrieron la puerta.

Años más tarde otro empleador la dejaría nuevamente en la calle una noche de invierno y sin sus cosas, por haber hecho entrar a la casa a una compañera de un curso que había ido a alcanzarle unos apuntes. Pero ésa es otra historia.

–Yo le pedí a la Virgen el trabajo con el señor Hernán y ella me lo concedió. Le había pedido hacer la experiencia de trabajar con una persona sola, del sexo opuesto, que me cuidara. Porque nunca me he casado y... siempre tengo esa intriga de cómo será convivir. Yo salía de franco un lunes y justo me llamó para tener la entrevista ese día. Dios me lo mandó.

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Soledad tiene una voz aguda y al hablar entrecierra sus ojos negros. Es flaca. Su cara es alargada y el pelo corto y esponjoso. “Es algo rara. Suele ofenderse muy fácil y no quiere trabajar en grupo con cualquiera”, observó una profesora de uno de los cursos de la escuela de Capacitación de U.P.A.C.P (Unión de Personal Auxiliar de Casas Particulares), donde nos conocimos. A veces tiene arranques de furia contra el mundo y maldice desde las entrañas. Otras frunce su boca, mira hacia abajo y se desborda en un llanto tímido, entrecortado. Hace poco intentó con un psicólogo, la derivaron a un psiquiatra. Carga su mochila con recelo y en ella lleva desde fotocopias de documentos viejos, ropa, hasta un alicate. Cuando sonríe su boca grande, expansiva, y su mandíbula hacia adelante la hacen florecer.

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El nuevo empleador se llamaba Hernán Pietric y era broker o financial advisor de Alchemy Sociedad de Bolsa S. A., una compañía financiera.

Cuando se conocieron él pisaba los 40, era huérfano, no tenía hermanos, ni tíos, ni pareja estable; un hombre libre de compromisos que necesitaba alguien –le explicó a Soledad– que se hiciera cargo del hogar y su organización...

–Que ocupara el lugar de la señora de la casa.

Soledad empezó a trabajar de lunes a viernes “con cama”, por 1500 pesos (500 dólares de aquel entonces). Era su primer trabajo en blanco en Argentina y la época en la que empezó a tramitar su residencia legal –la obtendría poco después gracias al Plan Patria Grande que regularizó a inmigrantes del Mercosur y sus estados asociados–.

Al tiempo el señor Hernán se percató de que los fines de semana ella no tenía a dónde ir y le dijo que dispusiera de su casa.

Soledad se fue convirtiendo en la gerenta del hogar. Pagaba las cuentas, hacía las compras en el supermercado, sugería el menú siempre de acuerdo a los designios del estricto método Cormillot al que el señor Hernán se sometía para bajar de peso. Organizó un sistema para ahorrar gastos y mejorar la calidad de los alimentos: una vez por semana se levantaba al alba y, después de dejar el desayuno y la vianda preparados, se iba al mercado central de Liniers a comprar frutas y verduras.

Se esmeraba en lustrar el piso de parquet italiano, en ordenar prolijamente cada una de las remeras en su gaveta correspondiente, en planchar los pantalones de la forma que al señor Hernán le gustaba.

–Yo le compraba las medias, le compraba hasta la ropa interior porque él no tenía tiempo.

Si él quería comer algo en especial, ella salía con su changuito a recorrer el barrio hasta conseguirlo. Lo convenció de probar un champú para bebés que aplacara la grasitud de su pelo y de animársele al ceviche –que se abocó a preparar con esmero y seis variedades de pescado–.

–A veces cocinábamos juntos. Los domingos hacíamos pizza. Y se reía porque yo soy de comer muy poco y él comía mucho. Nunca me voy a olvidar un viernes que estaba baldeando y se me aparece en la cocina con una camisa que él tenía, muy holgada, de cuando era delgado. Estira su mano, se da la vuelta y me dice: “Mire, señora Soledad, ¿cómo me queda la camisa?”. Parecía un matambre. ¡Me hacía reír tanto!

Nunca se tutearon ni tuvieron contacto físico.

–Me respetaba mucho, siempre tuvimos el roce de empleador y empleada. Nunca quiso que regresara al Perú, decía que no me merecía esa suerte. “Usted es muy buena conmigo. Yo la estimo, la aprecio mucho, porque usted se ganó mi respeto, mi cariño y mi amor. Yo la quiero, señora Soledad”, me decía.

El la convenció para que dejara de enviarle dinero a su familia y empezara a ahorrar: anotaban los gastos y él depositaba el excedente del sueldo (que había subido a 2200 pesos) en su cuenta bancaria, en dólares. Lo registraban puntualmente en un cuaderno cuadriculado.

–“Soledad, usted trabajó toda su vida, tiene que poder disfrutar, retirarse y tener su lugar propio donde vivir”, me decía. Me consiguió otros trabajos para los fines de semana en casa de sus amigos.

Contra la opinión de él, ella empezó a prestar dinero a conocidos, como lo hacía su madre. Llegó a juntar en total –dice– nueve mil doscientos dólares.

El la hizo soñar por primera vez con una casa propia.

Pero un día, después de seis años, él se murió en sus brazos.

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A Hernán Petric el corazón se le detuvo para siempre en su casa, un 20 de julio de 2011, en presencia de Soledad.

Se fue de este mundo apretando bien fuerte su mano y con el último suspiro –derrama ella entre recuerdos líquidos– su alma se elevó “como un humito blanco” que la atravesó.

–Los médicos me decían que le hablara. Yo le decía: “No, señor Hernán, no me deje sola, no me deje. Por favor no me deje sola, yo lo necesito”.

Esa madrugada, después del SAME, cuando el cuerpo aún no se había enfriado, llegaron los mejores amigos de Hernán. Según Soledad tomaron algunas cosas que había de valor, a sugerencia de los policías que estaban en el lugar, envolvieron la ropa de ella en una sábana y le pidieron que se fuera inmediatamente, antes de que llegara el juez.

Intentaron volverla invisible, pero ella había firmado el parte médico. La fueron a buscar a los pocos días para que declarara en la Comisaría 33ª y sus palabras –junto a las de ellos– quedaron plasmadas en un expediente judicial.

Después tuvo que llamarlos, insistirles, perseguirlos y rogarles que le devolvieran sus nueve mil doscientos dólares.

–Si yo quiero, no te doy nada –le aclararon. Y ella lo sintió como un golpe en la mandíbula.

Se los dieron –cuenta ella–, contra entrega de aquel cuaderno cuadriculado escrito de puño y letra por el señor Hernán. No le tocó ni un céntimo de indemnización ni de herencia.

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–Mucha gente me lo pregunta. No sé si estuve enamorada. Pero lo extraño mucho al señor Hernán –dice entre lágrimas–. El era muy bueno conmigo. El no me hubiera dejado en la calle.

La última vez que la vi cursaba computación y cocina en la escuela de U.P.A.C.P, tenía varios trabajos de limpieza por hora y, como se había quedado en situación de calle, dormía en un parador del Gobierno de la Ciudad.

Los fines de semana viajaba a la casa de una amiga en La Plata, a lavar su ropa.

Había pasado más de un año, pero todavía lloraba la muerte del señor Hernán.

–Viene todas las semanas, a más tardar cada diez días. Es la única que lo visita –me dijo por ese entonces el cuidador de la galería 24 del Cementerio de la Chacarita, cuando le pregunté quién había acomodado con tanto esmero aquellos lirios rosados y blancos en el nicho de Hernán Pietric.

Sufría algunas confusiones espaciotemporales.

Caminaba por las calles de Buenos Aires como si fuera invisible.

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