las12

Viernes, 10 de octubre de 2003

SOCIEDAD

derechos humanos

Sabina Sotello y Leticia Ramos aprendieron “en la calle” a pelear por los derechos que les corresponden. Y es ese saber el que ponen en juego para enfrentarse a todo tipo de instituciones –desde comisarías hasta cárceles y hospitales– sacudiendo la indiferencia de unos y poniendo en jaque los abusos de otros. En febrero formaron la Organización por la Vida junto a otros familiares de víctimas del gatillo fácil para darle más fuerza a sus reclamos.

 Por Marta Dillon


La empleada del hipermercado de herramientas y objetos para la construcción fue servicial, como siempre. Había visto a las dos mujeres dudar, codearse, reír, tratar de calcular cuál de las cientos de bachas blancas que se acomodan en la sección sanitarios podría ser la que buscaban. Demasiadas variables debían combinarse: el precio, por supuesto, el peso y el tamaño. Tampoco podían salir de allí cargando una loza que podría terminar convertida en elemento contundente, no con algo tan liviano que durara lo mismo que un caramelo en manos de un niño. “Tiene que ser algo así, chiquito pero profundo”, dice Sabina, la mayor a la empleada de uniforme. “¿Como para ubicar en dónde, señora?”, se afana la joven y las mujeres se tientan otra vez. “Y... es para un lugar chico, como te explico, como una habitación...”, intenta Leticia, la de pelo encrespado y largo como una capa caoba que enmarca cuando cae hacia adelante un escote en el que muchas cosas podrían perderse. “¿Un bañito chico?”, quiere entender la solícita chica. “No, no –se cansa Sabina Sotello–, es para un calabozo.” Blanca palidez en el rostro de la empleada que rápidamente mira en derredor en busca de ayuda. Si entre las muchas cosas que las dos mujeres que buscan entre las bachas hicieron en su vida no se cuenta la instalación de una pileta en un calabozo, tampoco en el hipermercado se reciben tantas demandas como ésa.
Lo cierto es que Sabina Sotello y Leticia Ramos consiguieron lo que querían, en flexible pvc para asegurar una larga vida y ninguna peligrosidad, la pileta ahora viaja en una bolsa de plástico y es exhibida delante de las narices de un comisario que tiene el no cosido en los labios. No, no pueden pasar a entrevistarse con las detenidas, no, la comisaría no está, tiene licencia. No, no pueden pasar, ni entregar ninguna bacha. En todo caso que le presenten un escrito y vuelvan otro día. De ninguna manera, Leticia viene de Benavídez, Sabina de su nueva casa en Don Torcuato, y no es la primera vez que llegan hasta la Comisaría de la Mujer de Martínez tratando de que la pérdida de libertad sea la única pena de quienes esperan en el calabozo que algún juez decida su destino. Por algo andan cargando la bendita pileta, porque ya verificaron que las detenidas no tenían dónde higienizarse dentro de los calabozos, que el agua corría sin fin o era cortada sin remedio para evitar la pérdida. Leticia es la primera que amaga con encabritarse, tiene poca paciencia para el abuso de autoridad y ya está poniendo su pecho generoso como un escudo para enfrentar a este uniformado cuando Sabina la codea y la calma con ese solo gesto. “Somos de derechos humanos, señor, usted tiene la obligación de dejarnos pasar”, dice enrostrándole una credencial otorgada por el Ministerio de Justicia de la Provincia de Buenos Aires. Esa es la llave que finalmente abrirá la que conduce a los umbrales de la tumba que se abre tras los barrotes del calabozo. Sabina, por esta vez, dejará que le retengan su credencial, aunque sabe que no tienen por qué hacerlo. No tiene ganas de pelear demasiado y opta por lo que ella llama “la psicológica”: “Yo tomo coraje y los enfrento como ellos entienden. Me hago la sumisa, porque aunque sean un sorete les encanta que los traten de señor, por eso la tengo que parar a la Leti, para que me deje manejarlos a mí”. Cuaderno y lapicera en mano las dos mujeres piden que les abran, al menos, la primera reja, no se puede hablar con las detenidas a tanta distancia. Pero él no está otra vez dispuesto. No va a poder ser. En el mínimo espacio que separa la primera reja de la segunda, suficiente para que entre una silla, una chica de cejas depiladas como mínimas lombrices sobre los ojos pasa horas interminables, demasiado lejos del pequeño televisor blanco y negro que otras dos mujeres intentan sintonizar para que cese la lluvia de rayas horizontales que cubre la imagen. Ahí está desde hace cuatro días Karen, una niña de 15 a quien nadie pudo acercar la partida de nacimiento que podría sacarla de ese encierro mínimo, sin colchón para pasar la noche, sin más que la silla en la que espera desdeque fue apresada en Villa Rosa junto a una prima y a un amigo. “Me duele la panza, doña, dígales que me traigan una buscapina al menos”, pide Karen y Sabina y Leticia anotan, como anotan el resto de los pedidos de las detenidas, “no hay agua caliente”, “necesitamos un plomero porque no tenemos dónde lavarnos las manos o la ropa”, “fíjese si puede averiguar por qué me trajeron porque yo no sé” –dice otra mujer, los brazos extendidos más allá de los barrotes, sin ningún dato sobre su suerte, ni el número de causa, ni el juez que entiende en ella, mucho menos la comisaría que hizo el operativo que terminó con su detención. Sabina y Leticia anotan, la última reprime un lagrimón que desentonaría con su cuerpo de amazona. “No se puede andar llorando –dice la mayor–, para hacer este trabajo hay que estar bien plantada.”


Cuesta creer que sean sólo metros los que separan las coquetas casas de Martínez de ese lugar umbrío por donde se escurre un hilo de agua perenne que no contendrá ninguna pileta. Porque el artefacto sigue colgando del brazo de Sabina Sotello, la presidenta de la Organización por la Vida, la madre de Víctor Vital, “el Frente”, el muchacho asesinado en 1999 por la policía mientras se refugiaba, desarmado, bajo la mesa de un rancho en la villa 25 de Mayo, al norte del conurbano bonaerense. El mismo que otros jóvenes ladrones convirtieron en santo por pura devoción, a fuerza de regar su tumba de cerveza y marihuana en busca de la misma protección que él les daba en vida, cuando repartía en la villa los botines que lograba en sus asaltos y que su madre despreciaba, obligándolo a una generosidad pródiga en yogures para los más chicos y tragos en el Tropitango, la catedral de la cumbia, para los más grandes. “De la mano de Dios se fue un ángel: Frente”, se lee en las escaleras del Tribunal de Menores de San Isidro, por donde Sabina baja sin mirar al costado, sin sorpresa por ver convertido en talismán el sobrenombre que le dio uno de sus hermanos al menor de sus tres hijos. Ella es Sabina y también es la mamá del Frente, ya se acostumbró a eso, qué importa si se ha alterado el orden de la herencia, ella lleva oronda lo que le dejó el hijo muerto. Porque desde ese dolor, desde esa pérdida también ha sabido llenar de sentido su propia fama. Ahí va la mujer de los ojos negros y rasgados, en los que puede verse aun detrás de los grandes anteojos unos ancestros nacidos en la selva chaqueña, de donde se fue demasiado chica y con un hijo a cuestas, después de una golpiza de su padre que le dejó la espalda maltrecha, ese episodio que Cristian Alarcón relata en su libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, sobre la leyenda del Frente Vital. Ahí va Sabina, recibiendo los saludos de los chicos que transitan por esos tribunales, siempre por alguna mala historia, viendo cómo se abren las puertas a su paso. “¿Pero vos te creés que a mí me reciben así por linda?” pregunta ella sin esperar respuesta. No, la reciben porque transita ese lugar desde antes que su hijo fuera asesinado, cuando buscaba ayuda para él; y después cuando volvió buscando ayuda para otros. Leticia la sigue decidida, han hecho una buena yunta, el equilibrio necesario para poner la bronca y la estrategia necesaria para “conseguir los beneficios” que todos se merecen, aunque estén detenidos. “Porque nosotras sabemos que los delincuentes tienen que estar presos, pero no tienen por qué ser torturados”, dicen con lógica implacable. Entonces tocan el timbre de la defensoría 3 de San Isidro, se presentan como siempre, como que son “de derechos humanos” y reclaman por esa chica que está recluida en un espacio en el que es imposible dar más de un paso sin toparse con una reja o una pared. Aquí las reciben, las escuchan, averiguan. El defensor ordena que se comuniquen con la comisaría, le dicen que a la niña la han trasladado a un instituto el viernes. “Pero si hoy es lunes y acabamos de verla”, dice Leticia. Desde la Defensoría vuelven a comunicarse, es verdad, está ahí, todavía no tienen la partida de nacimiento de la joven y hasta que aparezca la tratarán como si fuera mayor de edad. Pero ahora saben que ellas están detrás del caso, eso, dicen, suele agilizar los trámites. Por las dudas,Sabina y Leticia han tomado nota del teléfono de los familiares de Karen, con ellos van a comunicarse para explicarles lo que tienen que hacer para aliviar el cautiverio de la niña.


Es campeona de tae kwondo y cinturón negro de kung fu. Eso fue lo que le permitió a Leticia Ramos “rescatarse”, dice Leticia para explicar que dejó la adicción a las pastillas con que aprendió a drogarse mientras estuvo presa en la cárcel de Los Hornos. De robar había dejado mucho antes, apenas si reincidió una o dos veces después de conseguir su libertad, no quería que se le fuera la vida en la tumba. “Yo te digo la verdad, en un momento tenía dos opciones: o me prostituía o salía a robar. Y el corazón no me dio para prostituirme. No tuve corazón para eso.” Mientras sus cuatro hijas fueron chicas “no les hice faltar nada”. Más de una vez sintió a la muerte corriendo y resoplando detrás de ella, sería ridículo decir que nunca tuvo miedo. Pero pagaba el alquiler, la ropa y la educación de sus nenas, la primera nacida cuando ella tenía 17. Eso la llenaba de orgullo, hasta las pudo mandar a una escuela detrás de la cancha de Tigre donde las chicas podían recibir lo que ella no había tenido: educación, estabilidad, clase. Todo se desbarrancó cuando cayó presa en 1988, abajo de la Panamericana, en el puente de Benavídez. Quien le había enseñado a robar la había entrenado en los “códigos”, esos que muchos extrañan como el signo de tiempos mejores. “Yo sabía que no tenía que cantar a mis compañeros, que no tenía que abrir la boca por mucho que me pegaran. Los códigos también decían que a la mujer había que limpiarla, decir que era una prostituta que habían levantado poco antes de caer.” Es que ellas son las que mantienen a los hombres en la cárcel, las que visitan, llevan paquetes para que se cocinen, para que fumen, para que la reclusión no sea una tortura. “Pero mientras me estaban pegando a mí, mi compañero ya había cantado a todos. Estuve meses en terapia intensiva después de lo que me golpearon, pero yo no canté a nadie. Es más, limpié a los que el otro había ensuciado. Me hice cargo, dije que fui yo y el que había cantado. Por eso yo puedo caminar por cualquier lado sin suciela, es decir, que no soy ortiba”. Donde la golpearon hasta dejarla inconsciente fue en esa comisaría de Virreyes, la Otero, a la que Sabina y Leticia van cuando dejan el Tribunal de Menores en ese mediodía de lunes. Esta vez el comisario las hace pasar a la oficina, les agradece la visita, se jacta de tener sólo 22 detenidos donde en algún momento hubo 60. Y sin embargo cuando las mujeres bajan a ese túnel sin más luz que la mortecina de un par de focos desnudos, sin más aire que el que llega por unos agujeros calados en el techo por donde se puede filtrar la lluvia, es imposible imaginar un hacinamiento peor. ¿Donde estarían los casi 40 hombres que ahora faltan? En esta catacumba, además de barrotes, hay unas rejas de trama diminuta que retienen todavía más el aire. A Sabina la reconocen, es la mamá del Frente. A Leticia la tratan de doña, con respeto, con ese respeto que ofrecen los olvidados por quien llega al último agujero donde es imposible mirar sin que se contraiga el gesto. Es más de la una de la tarde y de calabozo en calabozo los hombres se dicen buen día, como si se encontraran. No hay día ni noche en este lugar donde el pedido más urgente es un ladrillo que calar para incrustarle allí una resistencia que oficie de calentador. La mayoría son jóvenes, Sabina y Leticia les hablan como a hijos, vuelven a anotar pedidos básicos: que la bandeja con comida llegue también por las noches, que los defensores “bajen” a hablar con ellos, que algunos hace nueve meses que están sin saber cómo va su causa. Que necesitan atención médica porque una infección desconocida les abre la piel en pústulas. Cuando salen, las mujeres planean pedir la clausura de esos calabozos. Ya lo han hecho otra vez, cuentan con el aval de la secretaría provincial de Derechos Humanos. “Ellos nos dijeron que nuestro trabajo les sirve –dice Sabina– porque así no tienen que movilizar tanta gente. Es verdad que nosotras hacemos lo que debería hacer el Estado, pero así estamos más tranquilas. Porque ya denunciamos las condiciones de laComisaría de la Mujer en que estuvimos antes, nos prometieron que iban a venir. Y ya viste, todo sigue igual”, y hasta la pileta que ellas compraron con plata de su bolsillo las seguirá en su raid porque no hay voluntad de instalarla.


Sabina sabe manejar armas. Aprendió cuando decidió dejar su oficio de cocinera para incorporarse en las filas de una empresa de seguridad privada. “Es que cuando mi hijo estaba en vida yo buscaba la forma de que él entendiera, que tuviera miedo. Pensaba que si me veía a mí aprendiendo defensa personal y esas cosas iba a cambiar.” Pero Víctor no cambió. La bala que disparó un tal agente Sosa que durante mucho tiempo Sabina buscó para pelearlo sola, lo asesinó antes de que cumpliera los 18. Por eso ella no va a las fiestas que les hacen a los pibes de su barrio cuando llegan a esa edad. Eso la pone mal. Como tampoco va a los velorios, demasiados velorios a los que la participan las mismas madres que llegan a las reuniones que cada fin de semana se hacen en su casa. “La Organización por la Vida la inscribimos el 11 de febrero de este año, pensando cómo hacer para tener más fuerza, para evitar que la policía mate impunemente, para evitar las torturas. Yo no sé por qué no entienden, porque cuando a un pibe lo embolsan, lo atan y le pegan después de haberlo detenido lo único que consiguen es que crezca el odio. Así es como empieza. El policía tiene que evitar los robos, y el que roba tiene que ir preso. Pero ahí se tiene que terminar. Yo me crucé más de una vez con los que piden cadena perpetua y pena de muerte, ¿para qué?, ¿acaso eso termina con la delincuencia? No, eso empeora las cosas. Lo que se necesita es rehabilitación para los chicos”, dice Sabina mientras se ríe de la impresión que deja en la cronista haber bajado hasta los sótanos de la comisaría Otero. “Igual yo sé que hace daño. A veces la Leti me dice, vamos acá, vamos allá, no quiere parar un día. Pero yo sé que tengo que espaciar las visitas porque me hace mal la impotencia, ver cómo los tratan, cómo los verduguean.” Una impotencia que no se termina cuando los detenidos terminan su condena y salen en libertad. Entonces sólo empieza otra, la que da la falta de alternativas. “¿Y qué les voy a decir? Si ellos te dicen: ‘¿qué quiere que haga doña?’ Y yo no sé. Porque es tan fácil comprar el pegamento en una ferretería, es tan fácil encontrar tranzas que están arreglados con la policía. Antes el código era que no había que drogarse para salir a robar, ahora los pibes roban para seguir drogándose.” Sabina tampoco está segura de que el problema sean las drogas o esa violencia que generan las diferencias sociales que en la zona norte golpean con fuerza de puños cerrados. “Es muy triste el invierno en las villas –dice–, vos ves el agua que entra en las casitas, el frío, la falta de todo. Y encima cuando sos pobre la policía te verduguea, se siente con derecho a todo. Porque yo te digo la verdad, yo hice el entrenamiento y sé cómo es. Yo soy vigiladora privada, sigo trabajando de eso y a nosotros nos enseñan que cuando hay gente no hay que disparar, que siempre hay que apuntar de la cintura para abajo, un montón de cosas que la policía no respeta. Yo no meto a todos en la misma bolsa, pero hay algunos que tienen alma de asesinos.” El entendimiento sobre las razones que subyacen a esa situación que ellas intentan equilibrar, poner un freno, alivianar, es algo que va y viene. Pero cuando las urgencias ponen el grito en el cielo hay que acudir, y ya no importan las razones, importa arrebatar a alguien más de esos golpes, “esas verdugueadas” que multiplican la pena encubriendo en el castigo a la venganza. “¿Querés que te diga por qué mata la policía? Por cobardes, porque tienen miedo. Y eso también lo entiendo”, agrega Leticia sin ánimo de discutir.


El teléfono de Sabina suena como una alarma. Ya se acostumbró a que las comidas se interrumpan, que el sueño sea intermitente. No es sólo por problemas relacionados con la policía porque la llaman, los que la conocen saben que ella tiene recursos para enfrentarse también con otrasinstituciones. “Tanto a Leti como a mí nos llaman cuando la gente no sabe cómo defenderse, me acuerdo por ejemplo del otro día que estábamos comiendo ravioles en el fondo, era domingo, y me dicen que había un pibe internado en el Hospital de San Isidro, necesitaba un estudio y nadie le daba bolilla, porque claro, el fin de semana es tierra de nadie. Y salimos corriendo para allá, porque a veces ven que la familia es muy humilde y no sabe qué hacer, entonces nadie hace nada. A mí no me molesta, al contrario, me da placer llegar y decir ‘somos de derechos humanos, doctor’, y ver la cara del tipo que enseguida trata de hacer algo. En el fondo yo siento que podemos, que si nos quieren pisotear vamos a saber cómo defendernos. Es un placer ver cómo arrugan, cómo hacen lo que tienen que hacer.” Puede ser también que las llamen por una pérdida de gas que nadie atiende, por una beca escolar, por cualquier cosa que ellas sienten como una injusticia. Como cruzadas, estas mujeres que aprendieron de la experiencia, de “ese estudio tan lindo que te da la calle”, salen para poner ellas el grito en el cielo, para mover fiscalías, defensores, juzgados, hospitales o escuelas. Lo que ellas aprendieron y tratan de enseñar, en los cursos que da la Organización por la Vida, o en esas charlas que se desenvuelven en las esquinas cuando alguien reconoce a “la mamá del Frente”, es ni más ni menos que a hacer valer los derechos que les corresponden a todos. Derechos Humanos, al fin y al cabo, que ellas no van a dejar que se transformen en letra muerta. “Yo sé que para algo sirve lo que hacemos –dice Sabina– porque la voz corre, ya son muchos los que saben que hay mujeres que recorren las comisarías, que piden clausura para los que tratan a los detenidos como animales, Justicia para los que tienen el gatillo fácil. Y de a poco les vamos a ir poniendo freno. O al menos, los vamos a asustar, para que se cuiden.”

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Sabina Sotello y Leticia Ramos
 
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