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Viernes, 2 de agosto de 2013

VISTO Y LEíDO

La ingle argentina

La educación sentimental de la señorita Sonia, de Susana Constante, vuelve a las librerías en un rescate de Ricardo Piglia para su Serie del recienvenido, del Fondo de Cultura Económica.

 Por Marisa Avigliano

Los asientos de un tren bastan y sobran para adoptar todos los grados de alusión, la privacidad puesta en riesgo agita escenas eróticas privilegiadas. El tren de esta novela va a Niza y los pasajeros en lance son una veinteañera atractiva y un capitán de húsares (¿o de zuavos?). La historia que cuenta Susana Constante (Buenos Aires, 1944, Sitges, 1993) y que ganó a fines de los años setenta el premio La Sonrisa Vertical vuelve a ser novedad de librerías porque Ricardo Piglia la eligió para que fuera de la partida en su Serie del recienvenido (Fondo de Cultura Económica). Quienes la lean celebrarán el rescate descalzo de cuerpo entero inaugurando un premio privado que podría llamarse la ingle argentina.

Sonia, la protagonista sentimental, cumple con cada una de las enseñanzas que el militar despliega en el vagón con sillones de felpa verde (las cenizas y los sudores lo convierten en verde cobalto durante la lectura) cuando irrumpe atrapado entre la cortesía y el honor un joven al que le faltan las palabras, una sombra irreparable dentro de la clase magistral de espesura físico-filosófica precedida por un aforismo del capitán: “Toda conversación es una impostura”, y que se estaba llevando a cabo entre rodillas y comisuras. Maestro y alumna son demasiado listos con ellas, de modo que todo lo demás sólo parece un lento inconveniente, un obstáculo extremo (con el hastío gratuito de la adjetivación) que convierte al intruso en una imprescindible criatura de codicia y deseo”.

El cuerpo sabio que el alma aprovecha (algo así decía J. Donne) hace gala entre las vías cuando se levantan las puntillas de los ruedos y la seda de la media se vuelve piel profunda para que el viajero tríptico pueda gemir a gusto antes de que se haga de día. Cuando están por llegar a destino, a pocos metros de encontrarse con la condesa que los hospedará (fundamental en la trama, binomio perfecto con Sonia) una impasse le contará al lector –a través de un plato de espárragos que Sonia se niega a comer– las primeras clases amatorias que la joven recibió en su cuarto de infancia cada vez que sigiloso y ¿vacilante? la visitaba su padre.

El camarote prólogo espera ansioso desparramar fluidos en la finca de la condesa donde se esconde el objeto más deseado: un hijo mostrado como sobrino y que no es más que un iniciado religioso, un abate en vísperas.

Si es siempre visible en la trama erótica el primer titubeo también es predecible su desorden pletórico, su entrada violenta en la oleada tumultuosa del ambicionado deseo y es especialmente en ese desorden donde Constante –la seducida por Dumas– que zarandeó un no lugar, un tiempo difuso y una privilegiada voz femenina para su novela arma el juego del rechazo y la voluptuosidad. Un artificio sexual que como en la comedia shakespereana entreteje una caza de seductores y seducidos sin correspondencia y donde se acumularán los días en sánscrito aunque se implore en latín, todo sea por poseer al muchachito virgen de la cruz y los rezos.

Un pasajero inesperado devenido en esclavo ferviente (sexual y mucamo), un militar de tenso sueño bruto que desea a quien lo desprecia, una condesa avivadísima con el rabo entre las patas y oficiando una feria de vanidades y una iniciada que acosa a un seminarista tentado por las artes de Edipo son las válvulas de un pentámetro yámbico que se lame a sí mismo componiendo una novela de intrigante maldad que se ilusiona imaginando la impertinencia húmeda del próximo aquelarre.

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