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Viernes, 23 de agosto de 2013

VISTO Y LEIDO

La vara de la soledad

Un personaje en su laberinto es el vaticinio que escoge la novelista Nina Jäckle para marcar el compás de espera hacia la locura.

 Por Marisa Avigliano

Palabras sencillas nombran lo que el narrador no entiende. No entiende por ejemplo por qué su vecina va a la peluquería y por qué tiene una gata. Quizá Zielinski se lo explique. Zielinski es una voz que pita dentro de una caja azul donde prevalece la calma, aunque las preguntas les ganen a las respuestas. Una calma similar a la calma que mantienen los habitantes de esas casas en las que el teléfono suena y suena y nadie atiende, y donde nadie es culpable salvo el teléfono. En las preguntas que hace el narrador y que tendrán respuesta en la voz ronca de Zielinski (si quiere responder y si su aliento por momentos gomoso se lo permite), la culpa la tiene la espera, el compás de espera que retiene la cordura para dejarla ir de a poco. En esa calma que silencia los sonidos habita el esplendor que anticipa la catástrofe que va a contarse en menos de doscientas páginas. Una primera persona dice lo propio y lo ajeno sin descanso, no hay una tercera persona usual porque, si la hubiera, sería más fácil abusar de ella, sería más fácil entrar en el canal, beneficiarse con la tranquilidad del atajo y ser servidamente otro como si se tratara de un juego de salón donde se llega a la salida con la investidura de un encubridor plural. Subordinado al laberinto del significado, el protagonista de la novela de Nina Jäckle (Schwenningen, Alemania, 1966) necesita comenzar en alguien y comienza con sí mismo, con una caja, una silla y con Zielinski, claro, cómo olvidarlo. ¿Qué sería de la primera voz sin la compañía incondicional de su fantasma vivo envuelto en terciopelo azulado? Pero ese camino inicial de falsa realidad lo hace sin captores solícitos, sin testigos. El piensa sólo con Zielinski, los demás no sirven para otra cosa que no sea husmear su diario de confesión o para servirle una ensalada salvaje que lo asfixiaría ni bien se escucharan las primeras palabras dichas en conciencia pura. “Cuando alquilé esta casa me parecía que iba a necesitar más espacio, pensaba que pronto iba a estar acompañado y al ceder una de las habitaciones iba a tener un dormitorio en común. Sin embargo, se comprobó luego que ya había un dormitorio en común, uno que no tenía nada que ver con mi persona. No es tan grave, no tiene por qué haber muebles en cada una de las habitaciones, una habitación vacía tiene su propio encanto y es, por otra parte, una referencia a posibles acciones futuras.”

El Zielinski que habla y el que calla no mide soledades (sea cual fuere la regla con la que se la quiera medir), ni compañías. Este huésped no firmó nunca su tarjeta de recienvenido, está allí sin tiempo, aunque le crezca el pelo y se entere por correo de que ya no tiene trabajo y que tampoco va a seguir teniendo luz. Pero, ¿para qué quiere la luz el inquilino propietario si puede usar velas o irse a dormir apenas oscurece? Claro que no necesita luz, necesita que Zielinski deje de toser o que Zielinski no tenga nada que discutirle, así puede asentir con la cabeza y ponerse tranquilo tapones en los oídos.

La diferencia entre complejidad y complicación queda abolida por la escena que se repite una y otra vez (pero nunca igual) en la novela, y que gracias a Kafka y a Freud –y ahora también a Jäckle, que se suma ambiciosa– permite que el lector descubra que esta ciudad de cajas oscuras no es sólo la descripción opresiva de un desorden nervioso, ni el relato de un hombre que en memoria mutua se vuelve loco.

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