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Viernes, 13 de septiembre de 2013

ENTREVISTA

El inquilino

En pocos días se estrena Wakolda, película de la directora y escritora Lucía Puenzo, basada en la novela de la que es autora. Con un Bariloche sesentista como escenario natural y político, va siguiendo el rastro de Joseph Mengele en su probable paso por la Argentina, infiltrado en una familia a la que seduce con sus conocimientos, dinero y amabilidad para dejarla a merced de sus experimentos.

 Por Rosario Bléfari

Lucía Puenzo aún tiene en los ojos el reflejo del Amazonas y la afinación que produce la unión de los armónicos que emiten todas las especies que habitan la selva, ese sonido ensordecedor que luego produce la calma más profunda. Viene de visitar a su madre que trabaja como fisioterapeuta en una eco-aldea alejada de la civilización tecnológica. Rodeada de monos aulladores, caimanes, hormigas gigantes, jaguares, palmeras caminadoras, pocos días le alcanzaron para descansar como nunca entre sueños profundos y exploraciones nocturnas. Tenía muchas cosas para preguntarle, pero pido permiso para salirme por un momento de los principios del cronista, que luego retomaré. A veces la mejor manera de hablar de otros es hablar de uno. Es sabido que la presencia del observador modifica lo observado. Y en este caso hasta la misma entrevistada me instó a hacerlo.

Cuando entré para ver Wakolda en una sala de proyecciones pequeña, no podía dejar de pensar en eso de la “función privada”. No sabía que iba a vivir la más extraña experiencia que tuve con el cine y que me veo obligada a relatar, primero para que sepan que no puede haber mucha objetividad en estas líneas y, por otra parte, como una posible y breve reflexión. Una familia con hijos se va a vivir a Bariloche a la enorme casa que fue en otro tiempo una hostería, propiedad de la familia de la mujer, con el propósito de reabrirla. En el viaje al sur por tierra vamos del desierto a la verde cordillera con los actores que van presentando sus personajes: la pequeña actriz, Florencia Bado, con una mirada inocente y desafiante a la vez, propia de esa edad; la Oreiro, a cara lavada, austera, una mujer sumisa y algo sufrida, de pocas palabras; Peretti, desconfiado, medio vencido, un poco áspero; Alex Brendemühl, astuto y sigiloso, haciendo un alemán (Helmut Mengele). De pronto aparece el hotel Tunquelén en todo su esplendor, visto desde el lago, un lugar donde viví un corto pero intenso tiempo de mi infancia. No puede ser, pensé, pero enseguida aparté mis referencias autobiográficas y la película me llevó por su sendero; los actores y el guión instalaron la ficción con la convención del lenguaje cinematográfico. De pronto, en la función privada se encendió la luz fotográfica de mis propios días. La luz en la Patagonia, única, diáfana y azulina, la forma en la que se recortan los picos contra el cielo, la vegetación, ese cielo reflejado en el lago, no se parecen a nada que hayamos visto en una película extranjera. Además, aquí la historia la cuenta una mujer, es la película que dirige una mujer argentina sobre la novela que ella misma escribió. Pero no se trata sólo de la luz, se trata también de otra cuestión, la cuestión de la película: la presencia real de alemanes nazis mezclados entre la población, y no sólo eso, respetados, obedecidos, hasta admirados según su cargo, su propiedad y su profesión. El escondite más hermoso para los peores criminales y sus cómplices, y la fuerza de las ideas que sobreviven a todo, ideas sembradas como los libros enterrados en bolsas de nylon que se ven en la película. Todo en simultáneo con la vida de la gente de Bariloche, con los nativos, con los recién llegados, con los de paso, al igual que convivieron siempre, en alto contraste, la vida turística y la pobreza, el disfrute de unos y el trabajo mal pago de otros, algo típico de las ciudades turísticas. Le cuento a Lucía que tuve estas impresiones, que no sé si otros verán la película como yo, no porque no sea mérito de la película un alto grado de verosimilitud sino porque me doy cuenta, a partir de esta experiencia en particular, de que el grado de verosimilitud lo da el espectador, no la idea de lo creíble, ni la historia siquiera. Todos sabemos ahora que hubo alemanes nazis en Bariloche, pero no es sólo el hecho de saberlo, es reconocer cierto clima que se instala cuando algo se sabe a medias, se sabe del todo y se hace caso omiso o no se sabe, pero está presente. Y ese aire llega hasta hoy; me cuenta que muchas locaciones se caían de golpe, cuando ya estaban por filmar, porque había corrido el rumor de lo que trataba la película, y llamados oportunos de integrantes de la comunidad alemana instaban a los propietarios a desertar del alquiler de los lugares a último momento.

Un espectador porteño cualquiera podría llegar a sentir, viendo Wakolda, una atmósfera de irrealidad, algo demasiado definido o dibujado en las locaciones, en los personajes, en la historia, en el hidroavión. Alguien me dijo alguna vez que no le gustaba el sur porque consideraba que su belleza era “demasiado”. La medida de la belleza es relativa a lo que nos fue dado ver. Pero para otros espectadores la verosimilitud resultará abrumadora, y en más de un sentido. Alguna vez tuve la absurda fantasía de ver algunas escenas de mi infancia de las que no tenía ningún registro, como si alguien por casualidad las hubiera filmado aunque sea de forma indirecta, es decir, los lugares, tal como los había visto, y en todo caso podría ser yo la extra casual de alguna escena protagonizada por otras personas. Pero si existieran esas imágenes, tendrían el tono que la tecnología de la época hubiera permitido. Los recuerdos no tienen proceso vintage, el recuerdo asociado al proceso de la imagen filmada o fotografiada según la tecnología y estética de la época es el recuerdo de los soportes. El recuerdo empatiza más con una imagen al día; lo otro, el retro, es el recuerdo de los registros. La posible representación del pasado podría tener la máxima definición a la que hemos llegado. Pero hay otra variable: el mundo que cambia. ¿Cómo filmar hoy, con la lente-ojo de hoy, el mundo de ayer? El Bariloche de hoy no tiene los mismos colores.

Mientras Lucía me escucha, entiende, y de pronto recuerda algo y se da cuenta de que le suena lo que le digo porque se lo contó mi padre el día que me fue a visitar a la grabación de un piloto que dirigían sus hermanos. Era en Chacharramendi, mi padre viajó desde Santa Rosa para visitarme y mientras yo actuaba, charló con Lucía hasta que se puso el sol. Allí le contó mil historias de Bariloche y de nuestras vidas. A medida que vuelve todo a su memoria presente, Lucía me dice que en algún lugar todo eso quedó cuando escribía, que recién ahora se da cuenta. “Tu papá es un gran narrador, sin querer hice la película ambientada en los recuerdos de tu infancia.” Eso explica la extraña sensación que tuve en la función privada. Y sí: la hostería de la película es el Tunquelén, no sólo se filmó la película ahí sino que el equipo vivió ahí durante todo el rodaje, por cinco semanas. Yo había estado en todos esos lugares. Me dice entonces que hay alguien que le dijo lo mismo que yo respecto de la fotografía, que recuperó los brillos, colores y contrastes de su infancia: es Carlos Echeverría, el director del documental Pacto de silencio sobre Priebke, el rector del colegio alemán Primo Capraro, una personalidad respetada por la comunidad barilochense, quien –como es sabido– resultó ser un criminal nazi de incógnito. Echeverría fue a ese colegio y vio ese Bariloche; algunas de las escenas de Wakolda están tomadas de su vida, son cosas que le pasaron: los libros enterrados con textos abiertamente nazis, el castigo por traicionar el secreto, el pacto de silencio. Carlos Echeverría fue una pieza importante en la película, ya que colaboró muchísimo con la investigación al escribir la novela y estuvo muy cerca durante la preproducción y la filmación.

Voy a empezar por un objeto que aparece mucho en Wakolda, esa especie de “cuaderno de artista” que va llevando Mengele con sus anotaciones y dibujos. Hay una relación entre las ideas nazis y el arte desde la búsqueda de la perfección y la pureza.

–Todo eso lo armó Andy Riva, quien también hizo los dibujos de Infancia clandestina y ahora va a hacer una exposición en el Palais de Glace con todos los dibujos. Las libretas esas existían: Mengele viajaba con libretas, están colgadas en Internet, y son más perversas que las que se ven en la película, porque los dibujos son más infantiles. Nos tomamos una pequeña licencia al poner los dibujos y anotaciones al límite de un cuaderno de artista. La novela tenía la monstruosidad de este tipo en su voz y yo quería traerla a la película; con las libretas quise que se viera un poco su cabeza, fue la manera de mostrar eso. Desde el principio del trabajo en la novela había tres cosas que me fascinaban y me producían rechazo: la relación del nazismo con el arte, con la genética y con el esoterismo, toda la cuestión de los superhombres; llegaron a decir que iban a hibernar en ciudades subterráneas, había diseños de naves espaciales, de submarinos hibernando debajo de la tierra. Todo el origen, de dónde deviene el nazismo, en la novela está mucho más desarrollado, la relación de elementos de esa cosmovisión con los de otras culturas. Lo de los superhombres, por ejemplo, aparece también en la cultura mapuche, sólo que el nazismo es como el hermano fanático, oscuro y perverso. Y el costado de la genética donde creían que iban a modelar una raza perfecta. Un endocrinólogo muy famoso con el que me reunía a hablar me decía que las hormonas de crecimiento que se utilizan hoy día son las mismas que utilizaba Mengele. Yo me preguntaba: pero no fue sólo Mengele, ¿cómo hicieron que cientos de médicos se transformaran en criminales? Médicos que siguieron trabajando después; todo eso está desarrollado en la novela. Siempre al terminar una novela me da un poco de pena, pero cuando se terminó ésta, aunque después me metí en la película, es cierto, estuve un tiempo no queriendo saber más nada porque es muy tóxico todo.

¿Entonces para el guión tuviste que dejar muchas cosas de lado en la adaptación de la novela?

–La novela hace muchas digresiones, es más exhaustiva con cada tema, la historia de los niños, el universo de los mapuches, por ejemplo, que en la película aparece reducido al encuentro con esa familia donde pasan la noche de tormenta, y todo el estudio de los orígenes de las ideas nazis, lo esotérico, la búsqueda de la pureza, la complicidad de la medicina. En la novela, la relación de la nena con el tipo llega más lejos, pero no quería poner eso en escena para evitar erotizar demasiado esa relación y desviar la atención; en definitiva, el objetivo de él son los gemelos. En la novela, esa línea tiene otros tiempos y un desarrollo.

¿Cómo fue la elección de los actores?

–Empecé con la nena y con Helmut (Mengele). Era un casting dificilísimo, pero a Alex lo conocía, lo había visto en una película basada en Rabia –una novela de Sergio Bizzio y me encantaba–, y en otra película donde hacía de un personaje muy angelado y un asesino al mismo tiempo, sabía que tenía un espectro muy amplio, además es perturbadoramente parecido a Mengele, salvo que Mengele no tenía los ojos celestes, y encima habla perfecto alemán y español. Vos ponés una foto al lado de la otra y se te hiela la sangre. Podría no haber existido alguien así, tranquilamente; así que le mandamos un mail pidiendo por favor que aceptara porque era el único, y aceptó y le encantó hacer ese personaje. Pero a la nena estuvimos siete meses buscándola. Finalmente la encontramos a la salida de un colegio de la zona sur: me llamó un día María Laura Berch, que estaba a cargo del casting muy confiada en que la iba a encontrar, y me dijo: “La estoy viendo, estoy viendo a Lilith en este momento”. Lo más sorprendente fue Natalia Oreiro, que me dijo: “Si me das dos meses, puedo hablar alemán”. Se puso a entrenar y en una escena que estaba en la cama llorando, con los dos bebés dándoles de amamantar, en medio de eso pedía un minuto para sacar el grabador que tenía escondido en la cama, escuchar la frase y repetir la fonética exacta. La escucharon expertos y aseguran que habla perfecto un alemán de alguien que aprendió alemán, como su personaje, de sus padres y en la escuela. Lo mismo Elena Roger, que estaba haciendo Evita en Estados Unidos y se puso con profesores de hebreo y alemán, y fue y vino en dos ocasiones para filmar y aprendió a hablar entrenándose.

¿Su personaje está basado en alguien que existió?

–Ese personaje es real. Nora Edloc está en los libros de Historia, y su cadáver fue encontrado en el arroyo López con los ojos abiertos, como se menciona en la película. Gente de la embajada israelí va a buscar su cuerpo, se llevan los papeles, todo, y dicen algunos que era una colaboradora del Mossad y otros que era una turista, una esquiadora. Lo que es también un elemento real es que Mengele vivió en la Argentina, en Buenos Aires: su nombre incluso figuraba en la guía como José Mengele y se lo veía en fiestas importantes, tenía una farmacéutica incluso. Cuando el Mossad viene a buscarlo a Eichmann, hay desacuerdos en la cúpula con respecto a quién agarrar, si a los dos o primero a Eichmann. Se resuelve que a Eichmann, y ahí Mengele se evapora y reaparece en Paraguay un tiempo después: ése es el momento en el que muchos historiadores dicen que pudo haber estado en Bariloche. Otros elementos, como el hidroavión, es una imagen que yo había visto de chica, cuando íbamos de vacaciones a Bariloche a una casa desde la que se veía ir y venir uno; se decía que en otras épocas se utilizaban para entrar y sacar alemanes nazis a una propiedad cercana. Esos veranos también fueron importantes, como las historias de tu papá, que ahora me doy cuenta de que colaboraron mucho para empezar a escribir la novela y después hacer la película. Que venga al estreno, tenemos que invitarlo.

Yo sabía de qué se trataba la película, había visto el trailer, no leí la novela, pero nunca una función fue tan privada, y necesitaría verla de nuevo para ver si, ahora que sé todo, persiste esa sensación de familiaridad y extrañeza, la vivencia de lo siniestro que está en el argumento, que está en la historia de Bariloche, de la Argentina y del mundo, y que está presente en el hecho a la vez maravilloso de la fuerza de los relatos, de cómo los artistas están atentos y están trabajando, aun cuando están simplemente escuchando, mirando, prestando atención a la vida misma para rearmar otro mundo, a veces muy parecido, muy probable, y meterlo empecinadamente, por ejemplo, en la oscilación hipnótica y perdurable del cine.

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