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Viernes, 18 de octubre de 2013

La niña laica

INTERNACIONAL La adolescente paquistaní Malala Yousafzai, mencionada para el Premio Nobel de la Paz y flamante ganadora del Sajarov que entrega el Parlamento Europeo, proyecta un futuro como política, escritora y, sobre todo, estratega: todavía carga sobre sí con la condena a muerte de las milicias talibán, que en octubre de 2012 atentaron contra su vida.

 Por Roxana Sandá

Malala Yousafzai no cree en aniversarios, pero se enciende cuando le preguntan si es consciente de que se cumplió un año desde que fue baleada a la salida de su colegio, en el valle de Swat, por una condena talibán que todavía emite mensajes de muerte contra esa adolescente impugnadora de leyes divinas, en defensa de los derechos de las mujeres paquistaníes. Flamante ganadora del premio Sajarov y nombre pasible para el Nobel, la hija de Ziauddin, el hombre que nunca advirtió en su real dimensión el poder que encierra un libro en manos de una mujer, denuncia desde los 10 años la densidad de los abusos que comenzó a advertir en 2007, cuando los talibán tomaron Swat y establecieron la sharia, el código islámico por el cual se ejecutan infieles frente al pueblo, se obliga a las mujeres a usar velos, se prohíbe la compraventa de música y respirar aquellos estímulos culturales que consideran contaminados. Los balazos en la cabeza y la espalda en octubre de 2012 no le arrancaron, sin embargo, la ambición: hoy quiere dedicarse a la política y se ríe de su amiga Moniba, compañera de ruta en las lecturas a escondidas de Crepúsculo, la saga adolescente de amores imposibles entre humanos y vampiros. Se ríe de su amiga porque, el día en que los talibán entraron al pueblo, ambas concluyeron que los vampiros finalmente habían desembarcado.

En una entrevista concedida al diario español El País, advierte que “lo importante es que si preguntas a los niños aquí de qué tienen miedo, te van a contestar que de un vampiro, de Drácula o de un monstruo, pero en nuestro país tenemos miedo a los humanos. Los talibanes son seres humanos pero son muy violentos y hacen tanto daño que cuando un niño oye hablar de un talibán le entra miedo, igual que si fuera un vampiro o un monstruo”.

Ahora proyecta dejar Gran Bretaña, donde reside, para volver a Pakistán y dedicarse a un activismo más orgánico, aun cuando la acusen de no ser musulmana, de no permanecer en purdah –estado de reclusión de las mujeres–, de trabajar para los Estados Unidos y por extensión para las agencias CIA o ISI (el servicio de inteligencia paquistaní). El anhelo es firme, contrasta con la incredulidad que la tomó el día del ataque. “Nadie creía que los talibán fueran a atacar a una colegiala”, resopla, pero admite que no sonaban como agua de estanque sus discursos y escritos contra la prohibición de la educación femenina.

Al chico que le disparó, un miliciano de 20 años que esperó el autobús escolar con un fusil entre los brazos, no lo imagina ni con un rasguño. “Creo en la paz, en la misericordia”, dice por toda respuesta cada vez que le recuerdan a su agresor. “Es difícil tener un arma y matar. Pero a la gente le lavan el cerebro, por eso hacen cosas como atentados suicidas y asesinatos.”

Una placa de titanio en la cabeza y un dispositivo auditivo son los fetiches que la acompañan desde su recuperación en el Hospital Reina Isabel, de Birmingham. La escritora y periodista Rosa Montero le preguntó si no la agobian las expectativas que el mundo deposita en ella. La chica sonríe serena, otros relojes le marcan el pulso a su vida. Le explica que está entregada a una causa a la que piensa dedicarle la vida, sin importar el tiempo; el derecho a la educación de niñas, niños y mujeres son un norte en el que vale la pena empeñar la vida. “Me enorgullezco de eso”, insiste, ¿con un mohín robado al personaje de Betty la fea, su sitcom preferida del canal Sony? Es probable, más de una vez se paró frente al espejo para emular a esa latina con brackets que probaba suerte y eficiencia en una revista de modas neoyorquina. “Me encantó y soñaba con la posibilidad de ir algún día a Nueva York y trabajar en una revista como ella”, revela en su libro Yo soy Malala (Alianza Editorial).

No sueña con mundos líquidos pero juega a imaginarse en un horizonte más liviano que la despoje de ciertos lastres. “Me gustaba pensar en otro mundo, donde el mayor problema era la moda, quién viste qué ropa, qué sandalias, qué color de lápiz de labios usa tal chica –dijo en su entrevista de El País–. Mientras por otro lado las mujeres se mueren de hambre, y las azotan, y aparecen cuerpos decapitados.”

A los 11 años comenzó a escribir un blog para la BBC no sólo desde la clandestinidad sino en urdú. Allí narraba lo indescriptible con el lenguaje descarnado de lxs niñxs. Protestaba por lo que la rodeaba y asfixiaba; en una sociedad partida en mil pedazos un espacio bloguero se convertía en algo así como los origamis de Blade Runner. “En mi camino a casa desde la escuela escuché a un hombre gritando: ¡Te mataré! Apresuré el paso... pero para mi gran alivio vi que estaba hablando por su móvil y que debía estar amenazando a otra persona.” La contención de un seudónimo duró poco porque siempre le urgía la denuncia, el irse de boca en complicidad entrañable con su padre, los dos pateando puertas de radios y canales televisivos por idealismo. “No sabíamos lo que el futuro nos deparaba, queríamos hablar pero no sabíamos que nuestras palabras nos conducirían al cambio, que nos escucharían en todo el mundo. No estábamos enterados del poder que encierra un lápiz, un libro.”

Malala recibió el premio Sajarov a la libertad de conciencia en honor a la suya propia. El Parlamento Europeo suele impresionarse con estos ejemplos de vida que irradian jóvenes de piel aceitunada y ojos profundos. Es un progresismo viejo al que aún lo estremecen las niñas arrojadas, tan extrañas a estos dinosaurios del orden mundial. Es cierto que ella se sabe emblema del derecho a la educación, proyectada a formatear nuevas inclusiones y equidades siempre negadas a las mujeres de su geografía. Su nombre suena fuerte para el Premio Nobel de la Paz.

Pero el brazo de la condena es muy grande: Shahidulá Shahid, el portavoz de las milicias talibán en Pakistán, denunció que la niña “no hizo nada” por su país. “Los enemigos del Islam le entregaron este premio, ya que abandonó la religión musulmana y se volvió laica. Los talibanes tomarán como blanco a Malala tanto si está en los Estados Unidos como en el Reino Unido.” ¿Le importan a ella semejantes declaraciones? “Hay que morir alguna vez en la vida”, le dijo a Rosa Montero. Hay un plus: ama a Dios “porque me ha protegido” y se adelanta en un diálogo que tendrán ambos el día del juicio final, cuando él le pregunte qué hizo por defender los derechos de las niñas y ella le cuente sobre una sitcom llamada Betty la fea.

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