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Viernes, 1 de noviembre de 2013

RESCATES > MARY MEERSON ¿1900? - 1993

La celadora

 Por Marisa Avigliano

“No importa mi pasado”, dicen que decía mientras clasificaba las películas que el dragón Langlois –como lo llamaba Cocteau– había salvado del fuego nazi, de la guerra y del olvido. Henri Langlois fue el fundador de la cinemateca francesa y Mary, su última mujer. A mediados de los años ’30, Langlois había creado un cineclub junto al director Georges Franju y luego estuvo a cargo de la cinemateca hasta que lo despidieron (al enterarse del despido, Godard y Truffaut decidieron boicotear el Festival de Cannes colgándose del telón, para impedir que se proyectaran las películas).

Cuando Henri murió, en enero de 1977, Mary, el corazón del amparo, siguió archivando y mirando películas con quien quisiera verlas: las obras maestras estaban ahí para los desconocidos insólitos que iban en busca del tesoro. Fue ella, la mujer con voz de barítono –cuenta con afinada elegancia Margarita Fernández– la que le dio una copia de El demonio y la carne (la película que Greta Garbo filmó en 1926), advirtiéndole que vería una de las mejores escenas eróticas del cine alrededor de un cigarrillo. Fue ella la que vendió sus pinturas de Braque, Léger y Picasso para pagar los gastos de la cinemateca inicial; fue ella la que volvía locos de amor a los abonados de Montparnasse, la que posaba para Cartier-Bresson, la que organizaba las cenas de las cuatro de la mañana y la que chequeaba que el proyector no arruinara la cinta que un rato antes protegía una lata redonda pintada de azul.

¿Cuál era el pasado que no importaba en Mary? Sólo el que ella había olvidado: el de las zapatillas de punta y el grand jeté de la Bulgaria soviética de Diaghilev. Un pasado que olvidó –el relegamiento incluía su fecha de nacimiento– cuando llegó a Europa como figurín en una gira y dejó después de una función –más de una– un retrato suyo en el atelier de Oskar Kokoschka y su cuerpo en las calles de París que recorría sin prisa ni equipaje. Maria Popova, el nombre con el que nació la bailarina mudada en generosa curadora del séptimo arte, se quedó en Francia y se casó con el diseñador, pintor y escenógrafo Lazare Meerson, el hombre que revolucionó el estilo de los sets de filmación y con quien Mary vivió hasta que Lazare murió en Londres, en junio de 1938. La viuda modificó apenas su nombre y guardó como propio el apellido de su difunto marido. El cine realista francés había inaugurado un templo y la primera de sus guaridas. La cueva cinéfila llegaría tiempo después con Henri, el coleccionista de ojos saltones que sólo comía helado y atesoraba películas. Junto a él, la modelo extravagante se transformó en la celadora experta de una mansión de celuloide, en la reina de un castillo de triacetato morada de elencos, planos y bandas sonoras. Los archivos enlazan idiomas y Mary los hablaba todos, el primero de la lista biográfica solía ser el yiddish ruso, y el chino mandarín, el último.

La costurera de la luz de tungsteno dejó que la silueta de su excentricidad se perdiera entre el empapelado de películas enlatadas o detrás de un escritorio que despedía como lava, apuntes, libros, cucharas y el tubo de un teléfono siempre descolgado en un piso no muy alto de la rue de Chaillot. Allí, cuando madame Meerson dejaba la cama (no lo hizo muy a menudo durante cuatro años) y abría la puerta, llegaba tras sus pasos la pantalla más grande que jamás haya exhibido alguna vez una sala de cine.

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