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Viernes, 15 de noviembre de 2013

VISTO Y LEíDO

Loba suelta

Como un animal salvaje, Majo Moirón va rumiando sus cuentos a un ritmo desquiciado y propio, tan particular como un Lobo rojo, título de su primer libro.

 Por Flor Monfort

La primera impresión en la lectura de Lobo rojo (Blatt & Ríos) es que su autora escribe mal. A medida que pasan las primeras frases pareciera que pone mal los puntos y las comas, arma oraciones dislocadas, sigue diciendo cuando parece que va a detenerse y se detiene cuando una quiere más. Y no es que mal aprendió las reglas gramaticales, pareciera que nunca supo de su existencia. También podría pensarse que una autora nacida en 1985 escribe con el pulso de un chat desenfrenado en el que “respetar la lengua” está out of fashion. Pero lo cierto es que Moirón construye con una coherencia que se descubre pronto, un sistema propio que sorprende, obliga a volver a leer y a pensar. Pensar profundamente. Como cuando dice: “Fruncí la boca envuelta en un ataque de bruxismo que me agarra cuando nadie me escucha: en mi familia soy la menor, una infancia lejana a la que nadie llega”. O “Nos despertaban sus relinchos, así que desde temprano papá iba a controlar el trabajo de los peones que nunca se entiende lo que dicen, hablan idioma a viento”.

En Lobo rojo hay una familia, varias parejas, una narradora femenina que si bien es otra según el relato, es una niña que se vuelve adulta, una adolescente sensible, a veces un varón, casi siempre una mujer joven mirando el mundo. Hay hijos y amigos, de esos que se vuelven hermanos por la pasión púber, como Justina, la rubia enferma que supura su rabia hablando mal de los otros. Y sobre todo un entorno natural mirado desde el visor urbano, pero con lupa. Las rutas con escarcha, los árboles que se elevan como brazos en caminos solitarios, la cápsula fuera del tiempo que se arma en los autos cuando se corta el aire entre los viajantes.

Sus relatos nos sobrevuelan en la cabeza cuando terminamos de leerlos como las aves que revolotean la casa de una pareja gastada en “La empatía”. Un universo habitado por un padre ancho que se enriquece de manera sospechosa, una niña que lo observa y lo compadece, hermanas crueles que parecen no entender nada y una madre torpe, tratando de ser aceptada, pero sobre todo, personas muy tristes que asumen esa tristeza con naturalidad, sin escándalos. La intimidad de esos vínculos deformes se pone de manifiesto en la compra de una cámara, en la pose de un retrato en la otra punta del mundo. Es que a sus personajes Moirón les saca la foto: movida, extraña, teñida por alguna película vencida, pero una foto hermosa y sensible, terrible y sensual, insoportable, como el caminar de una familia cualquiera, la que cría perros como quien cuida a toda la especie humana, la que viaja a Sudáfrica cuando ya no queda nada que salvar. Así, una moto de agua es la peor pesadilla de la niña que va narrando un extraño viaje a Paraguay y una chica se encariña con un cachorro y rompe en llanto frente a la experta vendedora, sólo porque sabe que está tan sola como ese perrito que tiene que devolver a su jaula.

A punto de cumplir 28, Moirón dice que las suyas son historias de amor, donde los ’90 son un marco que se desliza por debajo de los textos, la brillantina inevitable de su propia infancia transcurrida en esa época, pero lo que más resalta es esa atmósfera donde parece que va a pasar algo muy grave y no pasa nada, y eso es lo que termina siendo peor. Dice que escribió sin parar durante un par de años y de repente paró, como una tormenta tropical. Recién ahora vuelve a escribir con la intensidad que la llevó a terminar estos cuentos, pinturas de vidas que corren con la singularidad de un lobo rojo.

Más info: blatt-rios.com.ar

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