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Viernes, 22 de noviembre de 2013

CINE

Mi madre, mi monstruo

En Bloody Daughter, Stéphanie Argerich traza una película realizada a partir del material que coleccionó desde pequeña con una cámara que le regaló su madre, Martha Argerich, la célebre pianista.

 Por Rosario Bléfari

La decisión-impulso de jugar con un material vivo, cambiante aún, como puede ser la propia vida misma, es elemental en la pieza que entrega Stéphanie Argerich, y que resulta clave a la hora de enriquecer el género del autorretrato y la observación de las diferentes formas en que los artistas pueden llevar su vida y sus afectos, incluyendo las solicitadas convenciones –algunas por los mismos miembros de esa familia– que no pueden ejercer o asumir, al amar y convivir. Claro que esto acapara la atención, pero la forma de revelarlo es la ventana que se abre en una habitación encerrada y cargada, como es la del tratamiento del vínculo madre-hija. Que hay relaciones conflictivas ya lo sabemos, pero ¿qué relación en definitiva no lo es? ¿Cuántas maneras de ocuparse y amar a los hijos existen?, ¿se es madre –bien– sólo de determinada manera? El irritante calificativo “madraza” que suele blandirse al referirse a famosas que han sido madres suena como una especie de aclaración: “ojo que no parece pero es buena madre”. ¿Quién quiere tener o ser una “madraza”? Detestable término que anula y espanta. Bloody Daughter, a diferencia de ficciones cargadas de pathos prescripto, deja correr el archivo que ya empezaba a atesorar en su infancia una niña que no sabía que estaba filmando su primera película y así sigue, certera y sin medir consecuencias posibles, sumando más registros que se van descifrando y volviendo a codificar ante cada espectador. La mejor manera de ver es no comprender. Lo difícil es la interpretación que algunos se sienten obligados a hacer. ¿Cómo es posible que en una nota sobre la película una frase como “mi madre es un monstruo” sea cuatro veces repetida como cita, en el título, en el cuerpo dos veces y en el epígrafe de la foto? y con el juicio emitido: “duras confesiones”. ¿Qué es un monstruo?, podría una preguntarse, y ¿qué son duras confesiones? La idea del artista creador y destructor abunda en las biografías con referencias a las “postergaciones” que sufre la familia, y no sólo son toleradas sino hasta bendecidas en algunos casos por considerarse “renuncias” en favor de toda la familia humanidad. Generalmente los artistas perdonados son hombres. Hay algo de cierto y algo de mito en los dos ejes, vínculos y artistas, acá reunidos. En la supuesta renuncia o descuido y en la fuerza, esa energía que pone el mundo a girar alrededor de sí. Esa energía no es indefectiblemente algo maligno, es más que nada fuerza. Pero cuando la fuerza es femenina pareciera que se trata de una fuerza perversa, el oxímoron que provoca miedo. Mujer y fuerza parece que no pueden asociarse, y cuando por imposición ocurre, inevitable, en los casos en los que un talento y una personalidad destacan, debe ser declarado algún drama, alguna novela que ficcionalice y así reste, tranquilizando a la manada.

Películas y familias muy distintas, la película comparte con Papirosen, de Gastón Solnicki, el consecuente exorcismo de dolores localizados, y ambos directores se han manifestado mutuamente los múltiples puntos en común. Dice Solnicki, amigo de la directora y consultado al respecto, que la película no se esfuerza constantemente por ser bella o formalmente orientada según los cánones del cine contemporáneo. Eso sería un mérito y además, tanto Martha como personaje –aquella adolescente que Perón mandó a Viena– como –sobre todo– la insistencia de Stéphanie en concentrarse en madre e hijas, hacen de Bloody Daughter una pieza cinematográfica imperdible. Quedan dos funciones. l

Bloody Daughter, Stéphanie Argerich, Francia, Suiza 2012, 95 minutos. Sábado 23 y sábado 30 de noviembre a las 22.00. Avenida Figueroa Alcorta 3415, (11) 48086500.

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