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Viernes, 22 de noviembre de 2013

EXPERIENCIAS

Desconocidas gigantes

Todo empezó con un bachillerato popular, en Villa Fiorito, donde mujeres de diversas edades se inscribieron en amplia mayoría. Esa nueva meta de terminar el secundario les exigió reorganizar sus vidas, hacer lugar a las expectativas propias, protagonizar revoluciones individuales que no hubieran podido hacerse sin apoyo de un colectivo y sin una reflexión sobre cómo los roles de género articulan la vida cotidiana. De eso se trata la experiencia del taller de género de Villa Fiorito: poner herramientas en común para desnaturalizar la violencia, pensar en grupo, actuar solidariamente y replicar lo que escribieron en la bandera que se agita en las murgas: “No hay patria liberada con mujeres violentadas”.

 Por Laura Rosso

“Me han estremecido mujeres que la historia anotó entre laureles. Y otras desconocidas, gigantes que no hay libro que las aguante”(“Mujeres”, de Silvio Rodríguez)

Ayelén invita a sumarse a la ronda de mate ese sábado a la tarde, en Villa Fiorito, donde el calor quiere empezar a quedarse. Tiene veintidós años y va dos veces por semana a dar clase al Bachillerato Popular Tierra y Libertad, o el Bachi, como lo llaman en el barrio. Es profesora de las áreas de salud y ciencias naturales, en tercer año. Después de presentar a sus compañeras y compañeros de militancia, quiere mostrar el trabajo recién terminado en las aulas. Antes avisa que corrieron de lugar las plantas que tienen en los bidones de plástico (pimientos y aromáticas) para que no se estropeen con el sobrante de los materiales, algo de arena, cal y piedritas. Orgullosa y contenta, muestra los baños nuevos (“con botón para tirar y luz”) y las puertas de los cuatro salones recién pintadas de blanco. De chica vivió experiencias parecidas, esas que parten de un enfoque colectivo, humano y vital. Tenía once años cuando acompañaba a su mamá María Fernanda Ruiz a alfabetizar a Ciudad Oculta y a la Villa 31. Por eso, María Fernanda también está hoy aquí, por invitación de su hija. La fuerza que puede alcanzar un proyecto colectivo deslumbró a Ayelén. Como si se hubiera dado vuelta la taba, llevó a su mamá a ver lo que pasaba en Villa Fiorito. Más precisamente lo que pasaba con el bachillerato, que después de ocho años de existencia logró nuclear una cantidad de actividades educativas que tienen el objetivo de transformar la realidad del barrio. En ese mismo lugar, donde se dicta el secundario para adultos, hay un taller de género, una murga, una orquesta, se hace una revista que se llama Corta la bocha, junto con la Universidad de Lanús, y funciona el área de salud, que trasciende a la institución y donde se atiende todo el barrio. “Es como una eterna construcción, siempre a pulmón”, dice con un suspiro Ayelén. “El sueldo nuestro, el de los profesores y profesoras, va a un pozo común para cubrir todas las necesidades que van apareciendo. Nadie cobra como docente por venir a trabajar”, desliza mientas baja la escalera del salón donde está tocando la orquesta.

María Fernanda, que es docente de comunicación y psicóloga social, aceptó la iniciativa y fue a conocer el barrio. Ella es quien coordina desde principios del 2012 el taller de género. Esa experiencia territorial en la que se sumerge sábado a sábado le permite estar presente y poner el cuerpo para “materializar prácticas concretas que ayuden a romper los muros que el patriarcado levanta violentamente”. Sobre esos comienzos del taller cuenta: “En el barrio empezó a emerger una enorme necesidad de trabajar los problemas de violencia de género. En ese sentido, un problema recurrente que aparecía en el área de salud del Bachi era la violencia de género manifestada en somatizaciones de mujeres, niños y niñas en cuyos hogares se vivían situaciones de violencia muy grandes. Así acordamos conformar un taller educativo que tiene como objetivo político erradicar la violencia del barrio. Aprovechamos que había mujeres ya formadas como promotoras de salud, como María y Gisel, que habían egresado del Bachi, y otras mujeres que hoy son grandes protagonistas del taller”. Todas ellas, unas diez mujeres, tuvieron un año de formación para conformar este colectivo que es muy heterogéneo en cuanto a las edades: desde Tania que tiene 15 años, hasta mujeres adultas, como Daniela, de 45. La apuesta era pensar la problemática de la violencia de género como un tema de derechos humanos. Trabajaron juntas durante todo el 2012 y lo que va de este año. Al poco tiempo de empezar a trabajar pensaron que al taller de género había que ponerle un nombre. No fue fácil elegirlo. Después de una larga jornada de discusión que sembró sus frutos, decidieron llamarse Desconocidas Gigantes, por esa canción de Silvio Rodríguez que una de ellas escuchó alguna vez. La bandera que lleva adelante el taller es que Fiorito sea un territorio libre de violencia. Que sea un barrio donde hay un colectivo social que impugna ciertas prácticas, un barrio donde la violencia no tenga lugar. Ahora y gracias al trabajo realizado por el taller en estos casi dos años, hay en el barrio una escucha diferente respecto de esa palabra que había sido enmudecida.

Pero para poder romper ese silencio tiene que haber alguien que escuche esas palabras que empiezan a nombrar lo que pasa. Hace poco más de un mes tuvieron la primera jornada donde se invitó al barrio a compartir eso que hacían las mujeres en el taller de género, con una pregunta convocante: ¿Qué hacen “las de género”? “Mujeres que se juntan, que toman mate, que charlan, que lloran, que se ríen, que bailan, que hacen obras de teatro. Todo eso ocurre ahí. Bueno, esa curiosidad –relata María Fernanda– la aprovechamos para generar una jornada que tuvo una enorme participación de varones y mujeres y donde quedó plasmada la posibilidad de un trabajo a futuro abierto a toda la comunidad. Durante ese día las y los jóvenes pudieron no sólo entender sino tomar partido y decir: vamos a salir a militar con una pala, con un libro y con la bandera que dice ‘No hay patria liberada con mujeres violentadas’.” Ese texto surgió en el momento de pintar la bandera. Una bandera que ya es símbolo de una práctica de diálogo. “Hay una noción muy consciente de que con las palabras estamos construyendo la realidad”, sintetiza María Fernanda.

Destapar la olla

“Por las dudas no la cierres, que recién la pusieron”, dice María y deja abierta la puerta del salón donde se juntan los sábados. Es el aula donde funciona el taller de género al que asiste junto con Tania, Gisel, Daniela, todas del barrio, y Lute, Ayelén y María Fernanda, “el núcleo duro”. Llegarán más tarde (después de jugar un partidito de fútbol) Ximena Arriola y Paula Seminara, médica y docente, y socióloga y directora del Bachillerato de Fiorito, respectivamente. Ya sentadas a la mesa y con el mate que va y viene, escuchamos hablar a Tania. Con 15 años, Tania participa tanto del taller de género como de la murga Los rebotados de Fiorito. Sólo con hablar demuestra su fuerza, su solidez y la conciencia que tiene respecto de las diversas violencias que sufren las mujeres. “La desigualdad de género se presenta en todos lados, en la vida cotidiana. Tratar de combatir eso es muy difícil si no hay un grupo armado. No es lo mismo ser una que ser siete o diez mujeres tratando de desnaturalizar lo que ya está tan naturalizado. En la murga se ve mucho eso. Yo estoy constantemente con pibes de mi edad y veo un montón de situaciones que son incómodas. Por eso pienso: si acá no hacemos algo esto va a seguir así. Es necesario porque el día de mañana puede ser peor. Desde que vengo acá empecé a darme cuenta de un montón de cosas que tenía naturalizadas y que me hacían creer que era así. Ese proceso fue como un cambio cultural adentro de mi cabeza. Ahora trato de trasmitir eso a otras personas, a un maestro, a una amiga, a mi papá. Al ver situaciones así en la murga y al tener esta herramienta que es tan poderosa, obviamente vas a querer utilizarla para cambiar las cosas.”

“Las chicas del taller de género que también van a la murga –describe María Fernanda– empiezan a tener una escucha especial respecto de las problemáticas de género, de noviazgos violentos, de imposiciones respecto de la sexualidad, de los controles –como por ejemplo del celular– que están naturalizadas completamente.” La charla continúa en el taller y María Fernanda, con su voz clara y certera, reflexiona en el grupo: “Siempre estamos destapando la olla con el problema de la violencia de género, ¿no? Y acá en el barrio ya no son tres locas las que están en contra de algo que ocurre desde hace siglos –y que hay gente aferrada a que eso siga siendo algo silenciado– sino que cada vez somos más, por eso queremos proteger esta experiencia y abrirla a la comunidad. Pero no solamente hablamos de la violencia que ocurre dentro del hogar sino también de otras violencias, como la de los medios de comunicación. Es una dimensión transversal a todo. Me acuerdo de que una vez vino un marido a quejarse porque su mujer estaba acá en el taller, en una actividad en la que supuestamente iba a haber sólo mujeres, pero al mismo tiempo, en otra aula, había varones estudiando guitarra...”.

¿Qué cambió en este tiempo de trabajo colectivo?

Ayelén: Algo que dicen mucho las compañeras y también los compañeros que se están acercando al taller es que, una vez que incorporás la mirada de género, ves el mundo midiendo con esa vara, y la tenés muy presente. Entonces ves cuándo es violenta una situación en la televisión, cuándo es violenta una situación en una pareja, cuándo es violenta por algo cultural que está establecido. Una vez que incorporaste esa mirada, esa forma de ver el mundo, ya está, ya no podés ni mirar una publicidad de detergente sin enojarte.

Lute: A mí me pasó de tener como una especie de ciclo en el momento de la incorporación de esa mirada. Primero sentí mucha bronca e irascibilidad, no poder mirar la tele tranquila porque todo te está insultando. Decía: me están hablando a mí, me están tratando de estúpida. Después lo analizás y ya no te dan ganas de romper todo sino de cambiar las cosas (risas).

Llegan transpiradas después del picadito, Ximena y Paula. Además de sus roles como docente y coordinadora del bachillerato, ambas integran este colectivo que quiere proclamar al barrio libre de violencia. “Es una batalla tan grande la que hay que dar que tenemos que generar estrategias que tiendan a resolver los problemas de violencia. Militar con la bandera, reestructurar los vínculos...”, dice Ximena y Paula continúa: “Nosotras –quiero decir, yo como coordinadora del bachillerato y mis compañeras docentes– venimos viendo que la violencia de género es desde hace mucho tiempo un problema acuciante. Siempre pensamos en cómo destapar la olla, y cuánto íbamos a poder como institución bancarnos lo que venía después. Las compañeras del taller vienen haciendo un trabajo sostenido, que me parece es la clave de nuestra inserción en territorio. No podés venir, probar y si no te gusta irte. Nuestra matrícula en el bachillerato es mayoritariamente de mujeres, con algunas diferencias de edades. Hay compañeras más grandes, con hijos, y otras más chicas. Por ejemplo, en primer año son todas mujeres y un varón. Con lo cual nuestras estudiantes están necesitando reorganizar sus relaciones en función de una nueva tarea que es terminar el secundario –para lo cual nosotras las fuimos a buscar–. Tratamos de generar el ámbito en el barrio para que eso pase. Y eso implica siempre una reorganización en clave de género, de sus vidas, de su organización familiar, de sus discusiones con el sistema patriarcal que les organiza la vida. Para eso fuimos convocadas a trabajar con el aporte de las compañeras del taller”. Como dice María Fernanda, este taller es un taller educativo, es un grupo que aprende, se forma, y que también cura las heridas. Daniela se asume como una sobreviviente. Llega al taller con las uñas cuidadas y pintadas de rojo y su pelo lacio entrecano. La reciben con mucho cariño, abrazos y besos. “Nosotras nos contenemos mutuamente, aprendemos entre todas, cuenta entre lágrimas. Todas somos sobrevivientes de la violencia de género. Si yo tengo un problema enseguida me llaman todas.” María y Daniela confiesan que fuera del grupo hablan un montón. “Lo bueno es que somos un grupo, si alguna está mal o le pasa algo mandamos un mensaje y enseguida alguna va a ver qué pasa, funcionamos como grupo.”

Juntas supieron tejer una red y consiguieron cosas difíciles de revertir. Haber vivido situaciones de maltrato supone aprender a construir otras relaciones, entre pares, entre docentes y estudiantes, entre amigas y parejas. Como subraya Ayelén, pensar que la violencia de género es una violación a los derechos humanos de las mujeres implica entender que la solución es colectiva. No hay chance de que sea de otra manera.

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