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Viernes, 7 de febrero de 2014

DEBATES

BANANAS

La carta publicada por Dylan Farrow sobre los abusos cometidos por su padre habla en nombre de todxs lxs niñxs víctimas de violencia sexual. No sólo por el nivel de explicitación del horror, sino por la trascendencia de una figura mundialmente célebre por sus taquilleras películas, retratos puntillosos de la clase media ilustrada donde ocurrió ese mismo abuso que se denuncia. Pero Mia Farrow lo viene diciendo hace años, quizá tantos como los que calló. ¿Cómo se articula esta carta con la violencia sexual como crimen que se silencia y prescribe con los años? ¿Por qué cuesta tanto creer en la palabra de una niña violentada puertas adentro de su casa?

 Por Cristina Civale

“Desde que tengo memoria, mi padre hizo cosas conmigo que no me gustaban. (...) No me gustaba cuando me hacía chupar su dedo pulgar y me lo metía en la boca, no me gustaba cuando me hacía meterme en la cama con él cuando estaba en ropa interior, no me gustaba cuando apoyaba su cabeza entre mis piernas desnudas e inhalaba y exhalaba. Me escondía debajo de la cama o me encerraba en el baño, pero él siempre me encontraba.” Estas palabras forman parte de la carta abierta escrita por Dylan Farrow, hija adoptiva de la actriz Mia Farrow y del director de cine Woody Allen, y publicada en el blog de Nicolas Kristoff, editor de The New York Times, el último sábado.

Sin embargo, estos hechos denunciados por primera vez en primera persona por la ahora adulta Dylan, una mujer casada de 26 años, salieron a la luz públicamente mucho antes. Por primera vez en 1992 (en una extensa nota publicada por la revista Vanity Fair) y luego en la autobiografía de Mia Farrow, Hojas vivas, publicada en 1997. La historia del abuso de la pequeña Dylan fue empañada por el escándalo que ocurrió casi en paralelo, cuando Mia Farrow descubrió en la casa de Woody Allen, sobre una repisa, un puñado de polaroids donde su hija adoptiva –hija del anterior matrimonio de Farrow con el músico André Previn–, Soon Yi Previn, aparecía desnuda, con las piernas abiertas, la vulva en primer plano y más atrás su cara.

Desde hacía un par de años Farrow venía encontrando en su hija Soon Yi un nuevo comportamiento. La chica retraída que conoció a Allen cuando tenía cuatro años y que nunca había salido con ningún chico ni demostrado ningún interés por ello, aunque por entonces ya tenía 20 años e iba a la universidad, la chica diagnosticada con problemas de aprendizaje y un nivel intelectual por debajo de la media y con problemas para socializar, cambió completamente su manera de ser y estar en la familia. Dos días a la semana decía que se iba a encontrar con una amiga mayor. Mia Farrow se sintió feliz porque su hija por fin lograse hacer un giro en su vida, pero nunca imaginó lo que realmente estaba sucediendo. Hechos por todxs conocidxs. Pero en trazo grueso. Algunos detalles menos difundidos: apenas fue descubierto, Allen –llamado de urgencia por Farrow– se presentó en la casa de ella y durante horas pidió disculpas sin parar de monologar, como en tantas de sus películas, aduciendo que lo que había hecho le podría venir bien a Soon Yi, que la incentivaría a “acostarse con otros hombres” y que lo sucedido podría ser un nuevo comienzo para la relación de ambos, de Mia y él, todo según consta en la biografía; allí también se dice, escribe Mia mejor, que él le juró que la amaba, que había sido un error, que se había dejado llevar, que no volvería a suceder. Rogó y rogó por horas hasta que Mia, luego de aceptar ser besada por él, confusa y devastada por la situación, logró que se fuera. Sin embargo, esa noche –fue el lunes 13 de enero de 1992– Allen se presentó a su casa a la hora de la cena y se sentó a la mesa con un lacónico “hola”. Todos los chicos se levantaron de la mesa llevando los platos consigo a sus propias habitaciones.

Mia lo echó de su casa ese día, una vez más, pero Allen siguió concurriendo como si nada hubiese sucedido durante dos meses, tiempo que necesitó la actriz –que luego reconoció su dependencia emocional absoluta con Allen y el miedo de perderlo y perder su carrera– para mandar a la niñera a pedirle la llave de su departamento a los estudios donde estaba editando Maridos y esposas, la última de 13 películas que hicieron juntos y por las que Farrow siempre cobró la módica suma –módica para los parámetros de Hollywood– de 200 mil dólares. Al ser su mujer, ella permitía estar en completa disponibilidad, sin que su tiempo extra se midiese en dinero, como suele suceder en la industria cinematográfica.

Parte de lo que sucedió después es historia conocida: Allen se casó con Soon Yi, con quien adoptó dos hijos y todavía viven aparentemente felices, como una familia tipo. Ella lo acompaña a todas sus giras promocionales, aunque él las odie –o diga odiarlas– y concede ir a Cannes –un sitio muy alejado de su alegado ascetismo– porque dice que a su mujer le encanta la Costa Azul.

En sordina, detrás del insuperable primer acto de “marido” que tiene relaciones sexuales con la hija adoptiva de su esposa y después la desposa, sucedía la vida de Dylan, la niña abusada, la que le chupaba el dedo gordo al padre a su pedido, la que se dejaba –porque no podía otra cosa– oler y lamer la vulva entre las sábanas de su cama, la que era obligada a soportar los abrazos extemporáneos de su padre a pesar de su disgusto y sobre todo a pesar de que su madre estaba al tanto. Sí, Farrow lo sabía.

Mia Farrow confiesa en sus memorias haber advertido esta conducta impropia por parte de su marido, al principio no quiso pensar en nada fuera de lo corriente hasta que, por primera vez, juntó coraje e increpó a Allen, que negó toda mala intención. Este hecho fue también percibido por la analista de Allen. La doctora Oates, en una de sus visitas a la casa del director, logró ver entre la bruma e inmediatamente se lo informó a la madre. Juntas lograron que Allen se tratase, con su comprometida aceptación, sobre lo que estaba sucediendo. Mia volvió a creer que las cosas se encarrilarían y que vivirían juntos por siempre jamás. Realmente lo creía y lo deseaba.

Todo el círculo íntimo de la pareja notaba cómo Allen estaba obsesionado con la niña Dylan y esto era aún más notorio, ya que el director despreciaba sin ocultarlo al resto de los hijos de Mia, con quienes establecía apenas un mínimo contacto y jamás ocultaba su fastidio al estar con ellos, incluso con su propio hijo biológico, Ronan.

En plena disputa por el régimen de visitas de sus dos hijos adoptados –Dylan (cuyo abuso todavía era un chisme de familia) y Moses– y su hijo biológico, Ronan, sucede lo que relata en primera persona ahora la Dylan adulta. Hechos que eran sabidos desde que sucedieron y denunciados por su madre en su momento, aunque ella siempre supo que tardíamente y nunca negó su torpe complicidad.

UN PEDOFILO SUELTO

En una visita arreglada judicialmente, Allen ve a sus hijos en la casa de Mia en Conneticut y allí sucede la situación del desván, la violación tan puntillosamente narrada por Dylan en su carta reciente.

Luego de que todo sucede, se lo cuenta a su madre. Mia la graba para llevar la grabación al juzgado, al psicólogo y al pediatra. Nunca a los medios. Inmediatamente pone una denuncia por abuso sexual donde la disputa ya no es por las visitas sino por la tenencia de sus hijos. Mia poco antes había firmado un testamento por el cual legaba la patria potestad de sus hijos a Allen en caso de morir, ahora lo cambia inmediatamente a favor de sus hijos mayores. Su intención es quitarlo para siempre de la escena.

Allen perdió la custodia y tenencia de sus tres hijos. Dice el dictamen con respecto a Dylan: “Se deniega la petición del señor Allen de obtener un inmediato régimen de visitas para Dylan. No está claro que el señor Allen llegue a adquirir la capacidad de discernimiento y buen criterio necesarios para que se relacione con Dylan según unas pautas apropiadas”.

El mismo dictamen es ambiguo en cuanto al asunto del abuso sexual para el que un fiscal de Conneticut encontró duda razonable para llevar a juicio a Allen, pero dada la aducida fragilidad de la chica sugirió no hacerlo. Y allí otro pedófilo quedó suelto en la alianza macha del poder, el prestigio del acusado, su dinero –es un hombre millonario– y el prestigio que podían perder quienes osaran acusarlo. Farrow se quedó sin carrera como actriz y la nena abusada, como una chiquita loca dominada por su madre resentida, demente y vengativa. El cuadro de la bruja perfecta dibujado con ignominia sin pensar ni por un segundo que había una nena abusada sexualmente, a la que no se le dio el derecho de la duda que sí se le otorgó a Allen. Ella fue condenada por fabuladora; él, absuelto en nombre de dos locas.

La doctora Oates, terapeuta de Allen que advirtió la “conducta impropia”, fue alejada del caso para el que sí se obligó a Dylan a hacer terapia, no así a Woody Allen.

Mia Farrow, como la mayoría de las madres de los niñxs abusadxs, no quiso ver lo que sucedía delante de sus ojos hasta que perdió una hija ante lo que ella misma luego llamó “el depredador”. Farrow pidió disculpas privadas y públicas a todxs sus hijxs por su proceder ciego, esperando ella perdonarse algún día.

Dylan pasó años atroces, yendo de terapia en terapia, indigestándose con su silencio mientras veía cómo el tipo que le había metido dedos en todos sus orificios era venerado y premiado y amado por la elite del cine mundial y por su público fiel. ¿Quién iba a creerle a una pendeja aislada cuando ni siquiera su madre hizo nada por ella mientras veía lo que sucedía?

Ella lo sabe y lo declaró ahora en su carta: “Es su palabra contra la mía. Es un caso de ‘él dijo, ella dijo’, pero yo sé que hay blanco y negro porque yo estuve ahí”.

Farrow hizo dos o tres películas intrascendentes luego de su ruptura con Allen. El asunto le costó su carrera como actriz. Hoy es una activista por los derechos humanos, embajadora de la ONU, para Darfur y Chad, acciones que lleva adelante junto a su hijo Ronan, el único hijo biológico de Allen, el que ahora apoya sin tregua a su hermana Dylan, sobre quien todavía se ciernen dudas. “Niña despechada con recuerdos implantados por su madre”, “pendeja fabuladora, hace esto justo antes de los Oscar”, “si no lo veo no lo creo”, “hay que separar al autor de su vida privada”. Comentarios de este tipo se pueden leer en las redes sociales desde el sábado y ponen en evidencia esa conducta austera frente a la denuncia de lo que se recorta entre las cuatro paredes de uno de los departamentos más célebres de Manhattan. En nuestro caso, es la misma conducta de indiferencia frente al condenado abusador Héctor “Bambino” Veira, que es celebrado y hasta convocado para programas y publicidades varias por su fama de bon vivant hilarante. No es Woody Allen, es el patriarcado echando a correr sus motores en una de sus maniobras más efectivas: la fama de un buen hombre. Porque además de un creador, Allen parece inofensivo, pacífico, piola, progre. Parece del equipo de los buenos, debe serlo, nadie se lo quiere imaginar deslizándose en puntas de pie por la piel de una niña que vive una guerra muda en su propia casa.

Al día de hoy, Allen a través de su abogada, niega los hechos y la palabra de Dylan, habla de calumnia, mientras la Paramount, productora de Blue Jasmine, su última película nominada al Oscar, abre el paraguas y no lo defiende, dice que el cine es un trabajo de equipo y más allá de Allen, todo ese equipo merece ser considerado para los premios.

Allen nunca irá preso porque ya no hay modo de incriminarlo. Sólo podría sufrir el escarnio público, pero habrá que esperar cuánto aprendimos sobre el impacto de las voces que denuncian y cuánto elegimos todavía mirar para otro lado porque es más fácil y menos peligroso.

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