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Viernes, 2 de mayo de 2014

VISTO Y LEíDO

Sudor y jugos

Un largo poema que transita la liquidez sin perder profundidad: Soñar con agua, de Estela Zanlungo.

 Por Daniel Gigena

En 2012, Estela Zanlungo (Temperley, 1958) obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes en el rubro poesía, otorgado por un jurado que integraban Arturo Carrera, Tamara Kamenszain y Damián Ríos. Incluso para la autora fue una sorpresa (pidió que la pellizcaran cuando le avisaron que había ganado el premio); su obra previa consistía en textos publicados en blogs, revistas y antologías. Pero Soñar con agua, largo poema dividido en cuatro secciones que protagoniza una mujer adulta y sola, borda con destreza una presencia intangible y a la vez definida: “Un encaje/ la virtud de ese hilo/ fascinado por lo que aún no es”. La aguja –la escritura de Zanlungo– se toma su tiempo para circunscribir escenarios (barrios, casas, dormitorios, camas), personajes ausentes o lejanos y una lírica del agua, que se manifiesta en la forma de ríos, lluvias, olas, nieblas, gotas de sudor y jugos. Toda esa poética, como savia y también como pantalla de distorsión, impregna el libro. “El ronronear del agua/ distorsiona las voces”: desde el primer poema se establece una clave para leer, en la dislocación de la poesía, la verdad o la eficacia de los textos.

“Empecé a escribir en mi adolescencia, pero no porque hubiera pasado por lecturas interesantes que me motivaran, dado que en casa prácticamente no se leía”, cuenta Zanlungo. “Sí recuerdo las siestas de infancia en casa de mis abuelos, donde yo encontraba, confinada en un galpón, una colección de la revista Selecciones de los años ’50 que era como un imán. Yo no entendía de qué se hablaba ahí, pero leía y leía en una especie de fascinación.” Esa fascinación y ese entorno colorean los poemas de su primer libro. Como se lee en “Hoy ha llovido”: “Un trazo de pincel a todo lo ancho de mi calle”. Años después participó del taller de poesía en la zona sur del Gran Buenos Aires que coordinaba el poeta Jorge Cabrera. Allí conoció la obra poética de los grandes autores sudamericanos: de César Vallejo a Juana Bignozzi, de Vicente Huidobro a Alejandra Pizarnik. Luego de un alejamiento de la escritura en los años ’90, retomó Confábula (tal el nombre del taller de Cabrera) y, luego, una clínica de obra con la poeta Liliana Lukin en la Biblioteca Nacional que le permitió dar forma a Soñar con agua.

Apuntalados por recuerdos de fotografías sepias de la infancia, con otras niñas, de umbrales, con tías que tejen, y de “la casa del sueño”, vacía ya de antepasados, los textos rinden cuenta del paso del tiempo que, simultáneamente, parece sustraer y afirmar. Las dos primeras partes de Soñar con agua, cantos de esperanza y de decepción, preparan a la mujer (al menos a “la que sabe”) para un viaje solitario. “Bien se lame la loba.// La táctica: salir del espejo/ y recostarse en el instinto/ sin ofrecer la otra mejilla.// En dirección al centro de la edad/ se esparce/ domesticada, pero dueña.” En este poema, que cierra la tercera sección “En el lugar del hombre, algo que no se lee bien”, una metamorfosis animal –que en la tradición de la literatura argentina escrita por mujeres ocupa un lugar sustancial– asume el rango de una liberación (de la espera, de la falta de señales, de la soga, de la “lengua muerta” del hombre/verdugo). Por ese motivo, la cuarta parte, “La palabra que llena la boca”, despoja los poemas de un yugo ajeno y restituye materialidad a los sentidos: “En el nudo del tacto otra escritura/ un tallo/ texto para su delicia”. Con imágenes de caos y desorden, que los poemas representan mediante elisiones, lapsus o rimas afónicas (“paréntesis para no decir/ mientras se induce tácito”), Soñar con agua deja indicios, semillas, palabras húmedas para que hablen por la autora: “Algo dirán por mí/ al escuchar esta voz”.

Soñar con agua
Estela Zanlungo
Ediciones del Dock

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