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Viernes, 22 de febrero de 2002

PERSONAJES

La vida color rojo

Era una nena cuando vio por primera vez El acorazado Potemkin. De ahí en adelante, los recuerdos de Fanny Edelman están teñidos de rojo. Comunista, militante, miembro de las brigadas internacionales durante la Guerra Civil Española, todavía trabaja para que su partido le dedique un espacio a la cuestión de género “porque no se pueden defender los derechos de las mujeres desde una perspectiva solamente clasista”. Cumplió 92 años, pero no envejece porque continúa luchando: tiene fe en la alianza entre el piquete y la cacerola, y preside el Comité de Solidaridad con Cuba.

 Por Marta Dillon

¿De qué se trata esa risa que como un punto final cierra la mayoría de sus frases? No es ironía, no es un modo de señalar algún chiste poco evidente. El suyo parece un gesto de victoria, se ríe como si asistiera a la confirmación de algo que ya había anunciado, como quien tiene la certeza de que las contingencias del aquí y ahora son poco más que eso, anécdotas de un momento que pronto serán reemplazadas por otras. Es que Fanny ha visto demasiadas cosas. Ha visto, dice, levantarse los pueblos y los ha visto caer. A lo largo de sus noventa y dos años ha recorrido el mundo desde Vietnam hasta Somalia, de Palestina a Cuba, de la China a la Argentina, su país, siempre siguiendo el afán internacionalista al que una militante comunista como ella, con 60 años de fidelidad doctrinaria, le debe su impulso. “En cierta medida me siento feliz de haber sido partícipe de esos procesos tan complejos, tan contradictorios a veces, de este siglo tan trágico y espantoso, de este siglo tan hermoso, con sus expectativas frustradas y cumplidas.” Y aun así le queda margen para la sorpresa, aun cuando dice que nunca abandonó un “optimismo que no es superficial sino basado en la concepción dialéctica del proceso histórico y humano”; dos meses completos de cacerolas y movilizaciones, de asambleas barriales y cortes de rutas la hacen abrir los ojos azules como si la pupila ocupara toda la cuenca. “Se ha puesto en evidencia un sentimiento de dignidad que me conmueve profundamente, hay un proceso general de toma de conciencia incluso en sectores que jamás habían tenido una participación tan activa y real en la vida del país. Por eso discuto mucho con mis compañeros, con los que dicen que todo es por el corralito; si la movilización fuera por eso sólo, también sería justa, pero creo que ha pasado a segundo plano. ¡Y el otro día tuve una alegría grandísima! Fuimos a solicitar firmas para que el Gobierno argentino no vote en contra de Cuba en la ONU y el apoyo de las asambleas barriales fue conmovedor.” Casi tanto, seguramente, como ver la curva de su espalda como un signo de pregunta, andando entre la gente con su planilla de firmas, haciendo oír su risa ya grave cuando alguien acepta estampar la suya, discutiendo sin pudor con quienes rechazan todas las banderas políticas. “Me siento mal, claro, ¿cómo me voy a sentir después de tantos años de militancia frente a ese repudio? Pero creo que tarde o temprano comprenderán.”

El pelo blanco prolijamente estirado y recogido en dos trenzas sobre la nuca. La camisa impecable, la pollera austera, es fácil adivinar en su porte a la niña que de la mano de sus padres, llegados uno de Moldavia y la otra de Odessa, entró al cine en una salida de domingo para ver una película recién estrenada: El acorazado Potemkin. “Aquella carrera desesperada hacia la muerte, escaleras abajo, en el puerto de Odessa, estoy segura de que tuvo que ver con mi elección política”, cuenta en su biografia editada recientemente por Ediciones Dirple: Banderas, pasiones, camaradas. No le importa saber si sus recuerdos se ordenaron así después de toda una vida dedicada a la militancia, sabe que todos están teñidos de rojo. Dice que tuvo una infancia feliz, como la “que se vive en cualquier hogar proletario”, quejugaba con sus hermanos menores, que su madre no le hizo sentir las carencias económicas, pero lo que de verdad quedó impreso en su memoria de aquellos años del principio del siglo pasado fue la huelga ferroviaria de 1917, contra el artículo 11 de la ley de Jubilaciones, que obligaba a renunciar al derecho a huelga para adquirir ese beneficio. Aquello sucedió en San Francisco, Córdoba, cuando ella tenía seis años. A los diez ya vivía en Buenos Aires, cerca del Abasto. “Me impresionaba enormemente ver el trabajo duro de la carga y descarga de las reses que manchaban de sangre la ropa de los trabajadores, el esfuerzo que ponía en tensión su cuerpo. Los hombres, mujeres y niños hurgando en los desperdicios. Ese espectáculo cotidiano me rebelaba, aunque no podía comprender las causas que lo provocaban.” Las entendió más tarde, dice, estudiando la teoría marxista a la que siempre alude, la que “dio sentido a mi vida”. La que comprendió después de haberse afiliado al partido de sus amores, en 1934, poco después de casarse y unos meses antes de dejar la música para siempre. “Estudiaba piano y recuerdo con cariño esos días en que con mis compañeros de estudios subíamos a trancos las escaleras del Colón hacia el paraíso, partituras en mano, para seguir los conciertos.” Pero de esa pasión se desprendió una vez, cuando empeñó su piano para poder pasar unos meses sin ingresos, después de que su marido se quedara sin trabajo. Intentaron volver a buscarlo, pero fue tarde. “Lloré como si hubiera perdido a un ser querido.” Se recuperó rápido, ya tenía otros desvelos. Por esa época era militante del Socorro Rojo, una organización que trabajaba para apoyar a presos políticos, “que como era la época de la dictadura del general (Agustín) Justo, eran muchos”. Ella misma fue asistida por el Socorro Rojo más tarde, cada vez que por su actividad era detenida y llevada a esas cárceles de mujeres dirigidas por monjas.

“Un día mi marido vino a casa, cuando trabajaba en el periódico de la Federación de Obreros de la Construcción, y me dijo que quería ir a España, a luchar por la República en las brigadas internacionales. ‘Me parece muy bien –le dije–, pero yo voy con usted.’ Sin saberlo, ya entonces me había definido como feminista.” Entre sus pares, Fanny Edelman es una rara avis por haberse interesado en la causa feminista desde los ‘70. De hecho, en ese momento quiso dar la discusión entre las mujeres de su partido, en Berlín, donde ocupaba la secretaría general de la Federación Internacional Democrática de Mujeres, y el no fue rotundo. “Qué te vas a meter con esas locas”, le contestaron mujeres tan disímiles culturalmente como vietnamitas, europeas y africanas de la Internacional comunista. “A mí me interesaba muchísimo lo que planteaban las Medias Rojas inglesas, las alemanas, la postura de alguna española, pero había una propaganda brutal contra ellas. Y bueno, la discusión quedó postergada, sin fecha. Pero yo empecé a leer, a buscar, a bucear. Hasta que recién en 1988 viajé a Cuba para buscar bibliografía en el Centro de Documentación de la Federación de Mujeres Cubanas y, cuando volví, empecé a dar la discusión dentro del partido porque no se puede defender los derechos de las mujeres desde un concepto únicamente clasista, hay que tener una perspectiva de género. Y así fue como surgió el libro, Feminismo y marxismo, dirigido hacia mis propios camaradas porque siempre hubo y todavía hay grandes resistencias, de hombres y de mujeres. La ideología burguesa y patriarcal tiene una gran influencia en las relaciones entre los sexos. La sexualidad ha sido un tema tabú dentro del partido creo que hasta el año 1995 y eso se nota en el funcionamiento mismo del partido. Pero hay que argumentar, hay que explicitar para que sea comprensible. Porque las reacciones son muy duras. Aunque ahora se puede escuchar mejor este planteo, todavía los temas de género no están en la agenda de la izquierda. No podemos seguir pensando que cuando triunfe la revolución las mujeres serán liberadas. No ha pasado, lo he visto en Vietnam, en Africa, en Medio Oriente, en la Unión Soviética, en Cuba mismo. En toda revolución las mujeres han luchado codo a codo con los hombres, triunfa la revolución y las cargas de la familiasiguen sobre sus espaldas. Incluso se cambian las leyes que las oprimen, pero la realidad sigue siendo la misma.”
Fanny dice que como mujer ha tenido un hogar maravilloso, “pero comprendo que he sentido la influencia de la sociedad patriarcal, la he vivido y lo peor es que no la he sufrido”. La risa con la que festeja su tardía toma de conciencia la lleva de nuevo hacia atrás en el tiempo, cuando subió a ese barco carguero que de Montevideo la llevaría a Madrid. “La experiencia en España fue trágica y maravillosa; mi marido fue corresponsal de guerra y yo seguí trabajando en el Socorro Rojo, que se dedicaba allá a la pensión de los soldados y sus familiares.” Instalada en Valencia, Fanny se sintió privilegiada. Ya había leído los poemas de Antonio Machado, ya los había anotado, incluso, al costado de sus cuadernos. Pero ahora, mientras la República se defendía, Machado era un compañero más que le encargó personalmente la “campaña de invierno” para recolectar abrigo para quienes estaban en el frente. “Tengo pasión por la poesía y por los poetas; Machado entonces tenía la enorme pena de estar con el bando republicano mientras su hermano estaba en el bando fascista. Y ahí conocí también a Rafael Alberti, a Miguel Hernández. Teníamos una casa muy linda, muy grande, de un conde, el Marqués de Montornés, expropiada claro, en Valencia. Rafael Alberti y su mujer hicieron una labor cultural maravillosa, siguieron el ejemplo de Lorca y con una carreta recorrían todos los frentes llevando la poesía. Miguel Hernández también iba al frente a leer su poesía, en el Socorro Rojo le editamos su primer libro, era un campesino tosco en apariencia, pero era maravilloso. Fue una época de gloria y de hambre. Comíamos lentejas a la mañana y a la noche, ¡cómo las odiaba!”

Es difícil no sentir envidia por la memoria de Fanny. Puede mencionar mujeres que considera “luchadoras admirables” de todos los continentes, nombres con las fonéticas más intrincadas. Pero entre sus favoritas están las que conoció durante la Guerra Civil Española: Pasionaria y Tina Modotti, aunque entonces para ella eran sólo Dolores (Ibarruri) y María. “Pasionaria estaba en la dirección de gobierno como representante del partido comunista. Era una mujer muy hermosa, yo tenía veintitantos y ella tendría 35 o 40, alta, muy garbosa, con una voz muy impresionante y un verbo más impresionante aún, movía las piedras. Ella tuvo un papel esencial en el frente de batalla porque abría trincheras con los soldados, los exhortaba a defenderse cuando Madrid estaba acosada por las fuerzas fascistas, esa famosa consigna ‘mejor morir de pie que vivir de rodillas’ la cantaba todo el mundo. La conocí mucho más cuando yo estaba en la Federación Democrática Internacional de Mujeres ocupando su secretaría general en Berlín y ella estaba exiliada en Moscú. Tenía siete hijos, cinco murieron de pequeños, le quedaron Rubén y Amaya; Rubén murió en el frente desangrado. Ella en cambio, murió muy mayor, a los 97, y hasta tres o cuatro años antes de morir andaba de aquí para allá. Cuando terminó su exilio y volvió a España, no hubo fuerza política que no la saludara, catorce cuadras de personas de pie detrás de ella, era admirable.”
Tina fue su “adorada compañera, no sabía que se llamaba así, tampoco que era fotógrafa, era María, la mujer más tierna y más dulce que había conocido. Recién cuando murió supe quién era. Me enteré por la prensa: ‘Tina Modotti murió cuando iba al hospital en un taxímetro’. Tenía una afección al corazón. Fue terrible porque para mí era una hermana, era valiente, a pesar de su fragilidad. Supe que era ella por las fotos; cuando la vi, busqué toda la prensa mexicana y comprobé que era la misma. Después busqué sus biografías y pude conocerla a fondo, después de su muerte”.
Ningún dolor fue tan grande como la caída de la república para Fanny. Aun cuando puede enumerar otros tantos dolores como la caída “del murosocialista”, las idas y vueltas del “colonialismo en Africa, aunque no podrán apagar la llamita que se encendió entonces, el dolor del pueblo palestino”, y la enumeración podría seguir en la pista del itinerario de sus viajes. Nunca duadó de la doctrina que se impuso, es capaz de explicarlo casi todo con las palabras de Marx y de Lenin aunque a veces, como un alivio, prefiera la poesía para retratar sus momentos fundamentales. Paul Eluard, Antonio Machado, Juan L. Ortiz, Nicolás Guillén, Juan Gelman, César Vallejo, José Pedroni, la lista de sus admiradas voces también es infinita. A esta altura de su vida ya no se impacienta por ver los cambios sociales que tanto ansía, y contra viento y marea asegura que la izquierda será capaz de articular este movimiento de “cacerolas y piquetes”. Si la izquierda está marginada, es por culpa de la “prensa libre”: sesenta años de comunismo dejan su marca. Y en su caso hay una indeleble: “Sé que durante la última dictadura mi partido cometió errores graves, y si de algo me arrepiento es de no haberme dado cuenta a tiempo para poder rectificarlos. Porque aunque yo estaba en Berlín, estaba dentro del partido, no me puedo hacer la zonza”. Ahora, mientras dirige el Comité de Solidaridad con Cuba, con el peso de sus 92 años sobre la espalda, sigue sosteniendo cruzadas con la misma energía que a los 20. “¿Cansada? No, de ninguna manera. Cansada me sentiría si tuviera que quedarme en casa.” Y eso, evidentemente, no está en sus planes.

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