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Viernes, 6 de junio de 2014

RESCATES

La coleccionista

Anna Atkins 1799-1871

 Por Marisa Avigliano

Un primer plano a la clorofila y un plano abierto después para que derroche herrumbre el otoño a secas. Pero este otoño de hojas desaguadas es un otoño azul. Las razones del añil se las dio Anna Atkins –considerada para muchos como la primera fotógrafa, aunque Constance Talbot, que también era de la partida, disputa el primer lugar de la mujer con una cajita de madera en mano y mirando a través de una lente– cuando copiando el procedimiento que John Herschel había inventado en 1842 hizo cianotipos de su herbario y los publicó en forma de libro (apenas doce copias exclusivas; una copia de aquella numerada edición se exhibe en un Museo de Bradford). Su British Algae (1843) se convirtió entonces en el primer libro ilustrado, un libro únicamente con fotos, sólo fotos. Atkins transformó su colección de algas, helechos y flores en imagen monocromática y eterna. El ferroprusiato mostró nervaduras, tensiones de hojas, vaivenes de pétalos y trucó aquellas plantas de archivo en un manual de arte. La dueña del diseño, la científica avant garde, regaló aherrojadas láminas ya no verdes en blueprint. Un vestido nuevo para las plantas clasificadas y el recuerdo de una maceta extravagante en el borde de las uñas limpias. Anna Children (el Atkins vino con el matrimonio) nació en Tonbridge, en el condado de Kent, su madre murió en el parto y su padre, zoólogo, minerólogo y químico, la crió entre cálculos, átomos, ácidos y bases. Educada en laboratorios, la pequeña Anna no eligió otro destino que no fuera el que dictaban las disecadas flora y fauna. La naturaleza en la mira y el calor del mechero delinearon su periplo hasta la Sociedad Botánica de Londres (una de las pocas instituciones científicas en las que participaban mujeres). Sin coartadas, la biología de la selva era definitivamente su pasión y la compartió con su amiga Anne Dixon, con quien continuó publicando nuevas series de British Algae. Siempre estaban juntas, más allá del verano de compañía y duelo por la muerte del padre de Anna, y juntas dibujaban cualquier escena de murmullos femeninos, como si las científicas botánicas ahora también fotógrafas fueran la trama celosa de una novela de Jane Austen (Anne era pariente de la escritora, prima de las lejanas). Pero las mujeres de esta novela protagonizaban sus orgullos con pipetas y pinzas porque desconocían los saberes de las agujas y los bastidores. Las dos eran huérfanas tempranas de madre, las dos descubrieron juntas el placer por investigar el reino vegetal y las dos delinearon un estilo de recolección botánica. Un estilo personal y privado, como si hubieran traducido semillas para escribir de a dos el diario íntimo de los líquenes y el diseño de un herbario carnoso de tallos trepadores lanceolados como genealogía propia. En hojas de papel azul aquellas plantas fichadas levitan anticipando otras levitaciones hechas para la cámara, como los autorretratos que diariamente sube a la web Natsumi Hayashi, la fotógrafa japonesa que quiere volar y vuela aunque el vuelo sea posible sólo en la pantalla o en el papel revelado. Lo hace Natsumi desde Tokio y lo hicieron antes Anna y Anne desde la otra isla, porque levitar para la cámara es levitar. Lo dice Barthes en su Cámara lúcida: “La Fotografía remite siempre al corpus que necesito al cuerpo que veo, es el Particular absoluto, la Contingencia soberana (?), en resumidas cuentas la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable”.

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