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Viernes, 5 de diciembre de 2003

SEXUALIDADES

¿De quién es ese orgasmo?

La noticia de que el Orgasmatrón –un implante de electrodos que accionado por un control remoto desencadenaría orgasmos en las mujeres– finalmente fue puesto a prueba con la autorización de la Administración de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos sirve de excusa para invitar a cuatro plumas masculinas que imaginan negros futuros de prescindencia femenina. No es para tanto, ni para tan poco.

Como si no hubiera sido suficiente con aquella prehistórica discusión sobre si el orgasmo correcto era vaginal o clitorídeo, como si no se hubieran trazado mapas imposibles para arribar a la meca del archifamoso punto G, ahora resulta que hay otro tipo de orgasmo, nuevo, sin fatiga, sin sudores ni lágrimas: el orgasmo que otorga el Orgasmatrón, un implante bajo la piel recientemente patentado por un tal doctor Meloy que, accionado por un control remoto provocaría el orgasmo en las mujeres. Un aparato temible si nos dejamos guiar por los textos que siguen a continuación de éste y los variados comentarios escuchados durante la semana en televisión –¿qué momento más oportuno que éste para invitar a estas páginas a cuatro varones de edades diversas aunque con fantasmas similares?–, que amenaza con volver inútil la existencia misma de los hombres –es verdad, mujeres lesbianas no han sido consultadas, pero suelen tener menos dudas sobre el orgasmo femenino– y lo que es peor, puede convencerlos de abandonar su educación para el placer. Total, todo lo que hace falta son 13 mil dólares para proveer a su señora de las mejores sensaciones. Pero es aquí cuando se hacen más necesarias que nunca unas cuantas aclaraciones: en principio, vale decir que el orgasmo es la última parte, el final –el acabóse– de cualquier encuentro sexual. ¿Por qué menospreciar tantas cosas lindas que pasan en el medio, desde besos hasta caricias, diálogos, películas vistas de reojo, disfraces, histerias varias y jugueteos de todo tipo? No es casual que haya sido un doctor –y no una doctora– quien se haya apurado a patentar tal aparatito aun antes de conseguir las suficientes voluntarias para experimentar sus beneficios. Ya sabemos que lo de ellos suele ser un camino recto, guiado por la eficiencia y por qué no la tumescencia de su instrumento, que sin arte, debemos reconocerlo, de poco sirve. ¡Y seguro que después va a haber que agradecerle a este señor el gracioso otorgamiento de nuestros orgasmos!
Hay que decirlo –como bien reconoce Carlos Rodríguez en su texto–, los hombres –ni las mujeres– no dan orgasmos, apenas si es posible, para unos y otras, ayudar a tenerlos mientras se viaja con deseo de aventura por el cuerpo del otro/a esperando que la sorpresa traiga algo más que unas cuantas contracciones mecánicas como las que promete el orgasmatrón.
¿Y si lo usamos y descubrimos que todo lo vivido hasta ahora ni siquiera se parece a un orgasmo?, inquiere una voz femenina al cierre de esta edición, sólo por plantear un dilema propio de crucigrama de domingo. ¿Y si se pierde el control remoto?, pregunta alguien más con deseos de meter cizaña. Cualquiera con edad suficiente como para haber perdido la cuenta de sus orgasmos sabe que la intensidad depende de mucho más que el estímulo directo –hasta ahora, muchachos, no ha habido vibrador que reemplace a un/a amante y miles de mujeres pueden atestiguar que son realmente efectivos–; y en cuanto a la pérdida del control... ¿acaso hay algo mejor que eso? Sí, es verdad que la realidad supera a la ficción. Pero también es posible decir que no hay ficción que supere el calor de una caricia ni eficiencia que reemplace la complicidad que genera una buena cantidad de errores. No es por agoreras, doctor Meloy, pero desdeeste humilde suplemento le deseamos corta vida a su implante y una larga, pero muy larga, a la aventura del encuentro. ¡Salud!

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