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Viernes, 11 de julio de 2014

PANTALLA PLANA

¿Dónde está mi tribu?

Orange Is The New Black, la serie de Netflix sobre una cárcel de mujeres en la que ser bonita y blanca no otorga ningún privilegio.

 Por Marina Yuszczuk

En Litchfield, ser lesbiana es lo de menos. Ser gorda o flaca tampoco tiene demasiado peso, y ni hablar de que no importa cómo te vistas cuando todas van de ambo beige o a lo sumo naranja. La juventud o la vejez ya son factores que influyen en un par de cosas. Pero ser blanca, negra, latina o asiática es la posta (¿qué, alguien pensó que los latinos también se consideran blancos?): en eso sí que se juega un destino, un lugar posible a conquistar en esa grilla predeterminada a la que ingresa cada reclusa para jugar su juego con las fichas que pueda cuando llega a cumplir su condena. Basada en una prisión verdadera en la que Piper Kerman pasó quince meses de reclusión que quedaron registrados en el libro Orange Is The New Black: My Year in A Women’s Prison, Litchfield es la prisión ficcional de Orange Is The New Black, la serie de cárcel de mujeres basada en ese libro que ya tiene su segunda temporada en Netflix y que confirma, junto con tantas otras, que lo mejor del cine de género hace rato se pasó a la tele.

En la pantalla, Piper Kerman devino Piper Chapman y adoptó la figura de una rubia con cuerpo de modelo como Taylor Schilling. No hay nada fuera de lo común en la vida que lleva la chica al comienzo de la serie, todo lo contrario: con novio, departamento y microemprendimiento en puerta (hacer jabones y lociones artesanales con la mejor amiga), Piper es un lugar común WASP aburrido pero amable, con extremos un poco irritantes cuando insiste demasiado en no consumir nada que no sea orgánico o le impone a su novio una limpieza consistente en no tomar nada más que jugo de limón por unos cuantos días. Además, Piper y su novio escritor Larry (Jason Biggs), ya llegados a la edad de las definiciones, están haciendo planes para casarse. Todo sería fluido y normal si no fuera porque la novia “tiene pasado”, y ese pasado es nada menos que una temporada en el tráfico de drogas y dinero en valijas con una novia que la metió, al mismo tiempo, en el negocio más rentable y en el lesbianismo.

Obligada a cumplir una condena que la alcanza diez años después, cuando ya se le habían pasado los años locos de tener experiencias, Piper suspende el casamiento con la idea de retomar los preparativos cuando salga en libertad, solamente quince meses después. Pero Litchfield comprime el tiempo hasta lo demencial, y la primera temporada le demostró a esa ingenua que pensar la cárcel como un paréntesis era una fantasía rosa. Si los primeros problemas de Piper tuvieron que ver con aprender a hacer caca en un baño sin puerta, el final de la primera temporada la puso ante la alternativa de limpiar a una loca white trash antilesbianas como Pennsatucky o morir en el intento. Es que Piper pasó al otro lado del espejo y se encontró con una sociedad que es la nuestra pero sin escapatoria, intensa hasta lo insoportable y, muchas veces, asquerosamente sincera, donde no le quedó otra que pelear un lugar en la trama de poder corruptísima que tiene tan comprometidas a las reclusas como a los guardias, jefes, asistentes del alcalde, cocineros y un largo etcétera del que no se escapa nadie.

Quizás el mayor logro de la serie es construir el día a día de la transformación de Piper Chapman con tanta destreza que la fascinación y el asco por el mundo que le toca se mezclan en partes iguales: una por una, Piper se tuvo que sacar todas las capas de hipocresía, cortesía, prejuicios y ñoñez que había acumulado en tantos años de vivir en un mundo donde barreras sutiles la separaban de todo lo que ahora se le viene encima. Debajo de esas capas quedó Piper salvaje y desnuda, luchando por la supervivencia, enemistada o aliada con otros cuerpos de negras, gordas, lesbianas, flacas esqueléticas, transexuales, monjas, mafiosas y latinas embarazadas y un espectro de mujeres que es casi imposible encontrar en otra parte. Y menos todavía encontrarlas así, en ese estado de paraíso negativo donde apenas las perturba la mirada masculina, aunque qué carajo es ser una mujer es una cosa que en Litchfield nadie se pregunta.

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