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Viernes, 12 de diciembre de 2003

ARTE

Ellas caminan

Como un “cuento sin tiempo” define Ana López la instalación que montó en una sala del bajo. Una muestra que nació de una charla cotidiana, buscando un camino que conduzca a la superficie de una crisis general que parecía anegar no sólo a la artista. Un paso delante del otro, dibujando el sendero que sería también una plegaria, las diminutas piezas de cerámica recrean una atmósfera que venera, como se puede rastrear en toda la obra de López, lo sagrado de las pequeñas cosas.

 Por Marta Dillon

Ellas caminan a paso lento/ salieron por fin/ son seis”, dice en el principio el relato en homenaje a seis mujeres con nombre y apellido que alguna vez, en Finisterre, allí donde terminaba el viejo mundo, echaron a andar, en círculos algunas, otras pisando sobre las maderas que atravesaron el océano. Una de ellas, Gelucha, es quien llenó de un agua bendita el corazón espinado que sobre un costado de la sala inicia el recorrido, que no es tan arduo como el iniciado hace años, pero en el fondo es el mismo. Porque ellas (Ellas, tal el título que le dio Ana López al poema y la instalación en la galería Alberto Sendrós) se enredan en los pasos de cualquiera que entre en este recinto que no es sagrado pero que invita a la plegaria para salvar a ese niño que las mujeres llevan en la punta de la procesión, un niño imaginario pero también cualquiera de los nuestros, los de cada uno, los que crecen a pesar de todo entre los escombros de un mundo fragmentado que apenas se ve desde las ventanas y amenaza desde la televisión, por ejemplo. O desde las fotos de los diarios. Son tan pequeñitas Ellas. Tanto que podrían anidar entre dos dedos, proyectando su sombra diminuta sobre la palma, dando y pidiendo refugio, una manzana señora Santana, que llora el niño, con lágrimas comunes de dolores viejos y nuevos, dolores sin tiempo como los que exorciza Ana López en esta procesión de mujeres de manto, que no son vírgenes ni mucho menos pero tampoco necesitan más para vestirse y salir al camino. Y así lo hicieron en el relato. Y ahí se las ve sobre la pared, en los dibujos en papel, unos pocos trazos, los que hacen falta para recortarse de un fondo uniforme, para adquirir una identidad y defenderla. Esos dibujos de esas tantas mujeres que acompañan la procesión, acompañaron también a la artista durante el proceso. Que es parecido a caminar pero no es lo mismo. Aunque en el fondo, en el fondo puede ser.

Ana López empezó un día a caminar también. Y fue después de una charla, fue después de haber lamido la sal de sus mejillas, de haber tocado el fondo de muchas crisis que no le pertenecieron del todo porque eran comunes, como ella, que no es madre, pensó que tal vez, si fuera posible retrotraerse al origen, a la niña, el niño que fuimos, entonces habría algo cierto que defender. Y que tal vez, sólo tal vez, de eso supieran las madres acostumbradas a lidiar con lo básico: el alimento, los excrementos, la sed, el dolor físico que hay que calmar para que el niño pueda jugar y desprenderse (separarse). Y entonces el camino que primero fue una palabra (una charla) empezó a moldearse con la huella de sus dedos sobre el barro (la cerámica) pariendo con las manos una mujer, y después otra, y otra más. Las seis primeras, a quien dedica el libro de artista que completa la muestra, su madre y sus tías, las caminantes de Finisterre, que como la punta de un cabo que empieza a desenredarse trajo también el principio de la misma artista: su infancia, los objetos de su infancia. Las manzanas de la nana que le pregunta a la señora Santana por qué, por qué llora elniño. ¿Por qué llora ella? ¿Qué es lo que se ha perdido en esa cocina de frutas de cerámica que ahora pueblan una pared blanca irradiada de luz como un altar? Lo que sea que ella busca, lo que Ellas han salido a buscar, se entrega de a dos. Porque uno no es nada. ¿De qué sirve comer si no se puede compartir el placer del mordisco? ¿De qué sirve salvar un niño si no se puede salvar otro? Y otro más. En la cocina del principio, ahora convertida en altar, la mesa es generosa. O no es.

El sol se oculta, sale la luna. Unos pasos más y un fuego encendido. El fuego y otra mujer que se acerca y cuando las primeras miran al costado ya son cientos. Como las que poblaron los soles y las lunas de la artista que buscaba una guía para sus pasos, para sus dedos, para la sorpresa del esmalte cuando sale del horno y fragua un color inesperado. Ana López, como quien busca una plegaria –”porque eso es lo que sabemos las mujeres, hablar, pedir, caminar mientras los hombres siembran bombas”– fue enhebrando palabras que enhebraban acciones. Las mujeres de su cuento, las que fueron naciendo de sus manos salieron un día en busca de la diosa inmensidad, “la savia madre de todas las cosas”. La diosa que no pudieron modelar sus manos más que como ausencia. Y así le llama la artista a esa pieza sin rostro ni cuerpo que habló en su cuento cuando el viento, que desarma y deforma –como a esas margaritas (también de cerámica) que se hincan bajo su peso y besan la línea de tierra que las sostiene– pero también amontona, se detiene. ¿Por qué la diosa es también la ausente?, ¿ausencia de lo sagrado que Ana devuelve con el gesto humilde de unas piezas diminutas? Lo que escribe –lo que se canta en la música sin fin que para esta muestra creó el bailarín Carlos Casella– son las palabras que la artista fue encontrando en el camino, mientras la luna se ponía y el sol amanecía, al rescoldo de lo que fue una hoguera y las cenizas cubrieron para que se pueda volver a encender. Cenizas sobre el fuego como el manto sobre el cuerpo de las mujercitas de Ana López que tienen voz y tienen escucha para lo que “la ausencia” (la diosa) tiene para decir. Mantos brillantes de esmalte horneado que hablan del despojo de quien se viste para salir a caminar con otros y no para distinguirse de otros. Aunque también. Y la diosa ausente habla, y la primera mujer, Maruja en el cuento, abre los brazos pequeños y escucha el rumor que dejó el viento cuando paró: “Los primeros puntos son como el arrullo que siente el pichón cuando el nido es suyo”. ¿Dónde está ese nido? ¿Qué es lo sagrado ausente? Estas mujeres, muchas, tenaces, las de cerámica y las reales, como la misma artista –que dice que sabe hablar pero también sabe hacer y aquí está la muestra y están también los muchos intentos desde la artesanía a la orfebrería, para que la palabra y el arte sean pan y sean parte– son las que caminan y las que recuerdan –como aquellas otras en tantas plazas–, las que pueden proteger un corazón espinado con sus manos juntas, como un talismán celta de esos que se consiguen en Galicia, allí donde la madre y las tías de la artista empezaron una vez a caminar. Ellas son las que pueden convertir el camino en plegaria y a eso se dedican: “Uno por delante otro por detrás –dice el cuento que dijo la voz de la ausencia– borda entre sus venas dosis de piedad. La fruta más rica debe convidar, esa es la tarea que hay que comenzar”.

“Todas se miraron ese amanecer, la primera puntada ya podían coser”.

Ellas, Ana López, Galería Alberto Sendrós, Tres Sargentos 350, hasta el 22 de diciembre.

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