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Viernes, 12 de septiembre de 2014

RESCATES

Hermeneuta del desierto

Eloísa Armella Muñoz (?-2007)

 Por Marisa Avigliano

Eloísa fue una de las primeras mujeres que en Calama cruzaron el desierto pala en mano buscando el cuerpo de su marido asesinado junto a otros compañeros, el 19 de octubre de 1973. Domingo Mamani López, militante socialista, presidía el sindicato de trabajadores de Dupont (una empresa de explosivos que ahora se llama Enaex) cuando los sicarios de Pinochet lo secuestraron, torturaron y enterraron en una fosa común y clandestina. Tiempo después y para que el rimero de cadáveres no delatara la masacre, el ejército decidió remover aquel suelo sediento. Máquinas de cinco dientes masticaron evidencias. Partes de cráneos a la derecha y polvos de pies a la izquierda se esparcieron entre los cascotes del yermo. Los cuerpos que las mujeres de Calama buscaban se habían transformado en fragmentos de huesos largos, en pepitas blancas calcinadas por el sol. Fueron ellas las primeras en descubrir que habían destrozado a sus muertos cuando recorriendo la zona iban encontrando restos de restos. Viudas, hermanas y madres –arqueólogas naturales, arqueólogas a la fuerza– caminaron durante más de veintiocho años por el desierto recolectando las astillas de la mutilación. Algunas continúan caminándolo.

En el desamparo absoluto, Eloísa Armella no tuvo trabajo durante la dictadura (la inquisición vecinal se encargó de que no lo tuviera) así que salió a barrer las calles del pueblo para mantener a sus cuatro hijos mientras con el botón del chaleco que Domingo usaba el día que lo fusilaron –y que fue encontrado en la zona de las ejecuciones– como talismán de la búsqueda sólo respiraba esperanza cuando olía el polvo del desierto. Unida desde los primeros tiempos a las mujeres de Calama que buscaban como ella y a Afeddep (Agrupación de Familiares y Detenidos Desaparecidos Políticos) fue una más en la travesía inveterada de las excavaciones y testigo rigurosa de aquel planetario de huesos en el que se había convertido el desierto chileno. Eloísa, que en una imagen aparece junto a la foto de Domingo, su traje planchado y los zapatos lustrados de la espera, formó parte de aquel grupo (con Leonilda Rivas, Vicky Saavedra y Violeta Berríos, entre otras. Violeta preside la agrupación y siempre dice que los que no quieren que se sepa la verdad “son felices cada vez que van quedando menos mujeres”) que salió a recuperar el símbolo de la vida reducido en germen, partícula indestructible y corpórea que mucho se parece a la crisálida de la que surge la mariposa cuando resurrección es sinónimo de memoria. De a dos, de a seis, Eloísa y otras mujeres caminaban mirando hacia abajo en la inmensidad árida buscando las vetas de una tumba sin nombre y desarmando escombros con los dedos para recuperar segmentos del cuerpo robado. En esa tierra sin humedad (“sientes que se abre/ la noche toda es un ruido/ de sables”, como dice la canción “Mujer de Calama” que cantan Víctor Manuel y Ana Belén) donde los ríos son de piedra y las piedras revelan secretos, se instalaron los telescopios más grandes de la Tierra (sólo hay que ver el documental Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán, y escuchar los relatos sobre cómo el lugar donde las estrellas se pueden tocar con la manos fue también el lugar en el que funcionó un campo de concentración pinochetista). Esos telescopios que permiten observar, descubrir y dar nombre a otros calcios deberían –ojalá, dice Violeta Berríos en el documental de Guzmán– traspasar el suelo, barrer hacia abajo para poder dar con ellos y entonces sí, completa Violeta, darles las gracias a las estrellas por haberlos encontrado.

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