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Viernes, 19 de diciembre de 2003

ACTUALIDAD

19 y 20: por aquí pasamos

Números, ecos y resonancias que siguen multiplicando el sentido de las jornadas de 2001.

 Por María Moreno

Porque un Premio Nobel había dicho que el tintinear era el aplauso de las cosas, cada cual fue con su cacerola por su pequeña Bastilla pero abandonado en el alivio de estrecharse con desconocidos para hacer exactamente lo contrario a la orden que los quería en su sitio dejando la plaza vacía para unas estertóreas negociaciones. En los primeros relatos de ese 19 de diciembre de 2001 se insiste en la imagen de una especie de Fénix criollo, seguramente mezcla de gorrión sarmientino y paloma maltrecha –habitante natural de la Plaza de Mayo–, de esas que salieron en estampida en el entrevero de piedras, cacerolas, camiones hidrantes, lanzagases y caballada. No, no era el 17 de octubre pero los más jóvenes fueron a palpar la sensación como si todo fuera una gran producción retro para que ellos supieran de qué hablaban los abuelos pero, como en el 17 de octubre, el escenario no se armó en la plaza sino en otro lado, como el escenario de los asesinatos de la estación Avellaneda, meses más tarde, se armaron en el Puente Pueyrredón. El escenario del 19 y 20 se armó en saqueos organizados desde helicópteros por el PJ bonaerense, perpetrados en 4 circunscripciones y dirigidos por punteros que no señalaban el pizarrón sino los supermercados para montar la gran performance del conflicto y asustar a los ahorristas con que, en vez del banco, el enemigo vendría del borde y entonces perderían además la heladera, el microondas y la nena sería manoseada; pero el tiro salió por la cacerola. Porque en unos y en otros una marea propia fue acrecentando sus flujos y adueñándose del sentido. Los pobres que se llevaban los pañales descartables y la polenta tal vez no sabían, como Artemio López, que 31 millones de personas de las clases medias y bajas transfieren al 10 por ciento más rico 27.400.000 pesos, perdiendo 300 por mes o que en las encuestas del Frenapo 300 mil votaron por el seguro de empleo y formación. Se devolvieron alargando la mano, sin usurear entre la necesidad y el deseo, parte del robo que les venían haciendo década tras década porque nadie dijo que Robin Hood lo hiciera sólo para los otros o que al hacerlo él no lo hacía en nombre de los otros y por los otros –tan Evitista él–. Pero antes, durante el mismo año, ya había habido multitud, pueblo o masa avanzando hacia esa descarga final como los 100 mil en el aniversario del golpe y los 20 mil que el 20 de junio fueron a Plaza de Mayo para protestar por los muertos de General Mosconi. Y también protoasambleas contra el shopping o la esquina sin semáforos. Y otros cortes que aumentaban antes de ser estilo.
Durante la marcha hubo ese elemento sustancial, el fuego. De papeles que siempre evocan a los de la ley, de gomas que son la materia de la barricada, pero sobre todo del por aquí pasamos. Como en la defensa precaria, la piedra extraída al propio territorio ganado, fue una manera de incorporarlo. Después, al día siguiente, vinieron los muertos, más tarde la evidencia en 30 cadáveres de la avenencia entre poder político y policía para infringir la ley que representan. Y meses después, el yo no fui de antiguos aliados, cuando las cámaras, a quienes los puritanos agoreros consideran como parte de la sociedad de la vigilancia, probaron como testigos que fueron los vigilantes los que mataron a Kosteki y Santillán. Pero antes, en esos días precisamente, había existido el rezagomilitar de los crímenes de Floresta que bien podrían haber sucedido en un kiosco (ver de dónde vino la violencia en esa ocasión: es ilustrativo para analizar la eficacia de esta ley seca criolla que es sólo para los secos).
Y si aquella multitud, pueblo o masa, según debates bizantinos, a pasos de Navidad, procedió avanzando sobre territorios hasta llegar a un centro simbólico, los cambios que introdujo también fueron territoriales en su forma de desplazamientos, ocupaciones y despliegues. Y es eso lo que armó un antes y un después. Amuchamiento organizado, posesión por refacciones, despliegues jurídicos y de comunicación, en las casas a desalojar y asentamientos; ocupación de fábricas, desalojo y retoma hasta la producción en cooperativa; desplazamiento de masas piqueteras, también de sentido y estrategias: antes el piquete velaba la huelga, es decir la protesta mediante el cese del trabajo, ahora reclama trabajo o planes trabajar. Y las mujeres directamente invirtieron sentido: el de la cacerola al ponerla en la ruta, lo que podría dar origen a un slogan más duro que el de “has recorrido un largo camino muchacha”. Y también hubo yuxtaposición entre el arte y la política en la entrega de una corona fúnebre ante la Casa Rosada en el barranca abajo de De la Rúa, en la gimnasia de rehabilitación que una mujer acorralada hizo frente a un banco culpable, en la mierda en bolsitas dedicadas al Congreso Nacional. Fernando Murat, entre otras cosas un agudo periodista de agencia, walshiano crítico y hábil analista político-literario, insinúa, aunque no lo dice en esos términos, que la cola del 19 y 20, es que en la Argentina todo crimen podría ser político. Advierte que también se trastocaron los géneros periodísticos. Y que tanto el caso Mellman como el de Floresta llamaban al policial de pequeño formato y narrativa lineal (tanto como Operación Masacre era también un policial). Sólo que había que leer entre líneas para que ambos casos enraizados con las alianzas del poder pasaran a la portada. Y cree que las biografías populares de Santillán y Kosteki, de sus obras y militancia, instalarán en el corazón culpable de la clase media una visión de los piqueteros alejada de la de una turba enmascarada que embotella el tránsito y retrasa la agenda. ¿Qué hará la clase media con eso? Como siempre habrá que esperarla mucho. Los políticos químicamente puros ven de aquellos días la disolución y la merma, la domesticación ante las urnas o la capitalización en sus ranuras de esos flujos que llegaron a ser soñados o insultados como soviets. Otros piensan que la experiencia se ha impreso en el inconsciente colectivo a modo de un entrenamiento que podría rendir sus frutos en cualquier ocasión venidera donde, de no ser por el 19 y 20, todos se quedarían mirándola por televisión al compás de una rumia sublimante. Pero eso es pensar aquellos días como una inversión a corto plazo, producto de la misma mentalidad con que la izquierda acusaba a los ahorristas de salir sólo cuando les tocaban los bolsillos, como si los piqueteros –señaló Susana Torrado en el Qué País de Martín Caparrós– no salieran también porque les tocaron los bolsillos (y estaba vacíos). Y que el “que se vayan todos” es literal –como nunca fue literal “Aparición con vida”– en lugar de ser como un haiku, no una zoncera corta sino una condensación extrema, de múltiples sentidos y resonancia fecunda.

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