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Viernes, 3 de octubre de 2014

RESCATES

La buena estrella

Reiko Okuyama ¿?-2007

 Por Marisa Avigliano

Reiko vivió algunos años de su vida en la cama, la debilidad de una enfermedad latente acomodó las almohadas del reposo entre lápices de colores y cartulinas blancas. En la soledad del cuarto la débil del barrio pasaba las horas de encierro leyendo a Shakespeare y dibujando. Hechizada por el escritor de Stratford-upon-Avon no tardó en armar su propio elenco mientras los bocetos de vestuario movían todo lo que ella no podía mover. En tiempos de buena salud abandonó edredones, convirtió a sus vecinitos en actores y llevó sus obras a la calle, vereda teatral que despuntó su vocación temprana. Pero lo que en verdad Reiko quería hacer era ilustrar libros infantiles, así que cuando la enfermedad se hizo a un lado, terminó la guerra y era hora de ir a la universidad en Tokio. Reiko, que ahora leía a Simone de Beauvoir, desobedeció ambiciones paternas y fue a buscar trabajo. En 1957 y con el diario bajo el brazo llegó a la compañía Toei Doga y dio la prueba creyendo que buscaban ilustradoras, pero cuando vieron la secuencia de sus viñetas la contrataron como dibujante de animación. Un tropiezo inesperado para un movimiento en espera. La casualidad en un error de intenciones hizo de la lectora achacosa una pionera en la historia de la animación japonesa. Las aventuras de Hols: El príncipe del Sol (1968), El gato con botas (1969), Marco (1976) y La tumba de las luciérnagas (1988) valen como prueba. La nueva intercaladora se convirtió en un elemento doblemente perturbador dentro de la compañía, sus manos que no estaban acostumbradas a pintar lo que otros dibujaban explotaban en un vivero de ideas, no había relleno en las pinceladas de Reiko, había personajes. El otro problema era su voz. Reiko era la voz peleadora cada vez que veía que una de las mujeres que trabajaba junto a ella aceptaba como propias las decisiones de los otros (“no te cases que perdés el trabajo” –la mayoría de las mujeres casadas se quedaban en su casa con el anillo en el dedo–; “no fumes que sos madre”). Aunque intentaron apartarla a sectores menos luminosos, sólo ella era quien podía trabajar junto a los experimentados animadores estrella de la compañía (Yasuji Mori y Akira Daikubara). El largometraje la estaba esperando y la jefatura de asistentes ya era suya. Pocas mujeres habían sido protagonistas en el poder de la animación. En Europa, por ejemplo, fue Lotte Reiniger la que en 1926 sorprendió a todos con Las aventuras del Príncipe Achmed. Se suman a la lista la animadora checa Hermína Tyrlová y la norteamericana Marie Ellen Bute y algunas más. La lista no es tan larga como nos gustaría.

Volviendo a Reiko, sabemos que en los pasillos de Toei Doga conoció a Yoichi Kotabe, se casaron, tuvieron hijos y siguieron trabajando –ella continuaba diseñando personajes femeninos y se atrevía a crear cada más escenas de secuencias numerosas– a pesar de los prejuicios de la época, que no aceptaban que un matrimonio compartiera trabajo y crianza estelarizados por las dificultades que imponía la propia compañía. A pesar de todo, en 1969 Reiko logró codirigir (ninguna mujer lo había hecho antes) la animación de la película Treinta mil leguas de viaje submarino. Después del éxito llegaron los años de animación comercial y sus trabajos en colaboración para los grandes estudios. A fines de la década del setenta se alejó del set de los dibujitos y se refugió en los libros infantiles, esos que quiso ilustrar toda su vida. A mediados de los ochenta, cuando la artista del animé emergente daba clases de diseño en Tokio, descubrió el grabado en cobre, pasión que acompañó sus últimos años y su regreso final a la animación, cuando en 2003 participó en Fuyu no hi (Días de invierno), un proyecto colectivo en el que treinta y seis artistas visualizaron un haiku del siglo XVII. Murió en mayo de 2007 pero el mundo no se enteró. La muerte anunciada de Reiko debió esperar hasta septiembre.

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