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Viernes, 10 de octubre de 2014

VIOLENCIAS

Sin tregua

El 5 de noviembre del 2013 a Nélida la fue a buscar su marido a la escuela en donde era vicedirectora en Sauce, Corrientes. Ella se subió al auto y él la amenazó con matarla, la golpeó, le tiró un hacha y le quebró la nariz. Ella se salvó porque se tiró del auto y se convirtió en una sobreviviente. El estuvo ocho meses preso. Pero ahora salió en libertad y Nélida, junto a sus hijos, que ahora viven en Buenos Aires, apelaron la medida para que vuelva a la cárcel.

 Por Luciana Peker

A Nélida B. le costó sangre, sudor y lágrimas llegar a ser maestra. No es una forma de decir que le costó sangre. Se casó embarazada a los 18 años. Era diciembre de 1977 y las madres solteras no estaban bien vistas. En cambio, a la violencia no la veía nadie. Su familia le pidió que se vaya a vivir con el novio y con la libreta. La espera no fue dulce. Apenas un año y medio después del primer beso, Rogelio, de 24 años, empezó a ser violento. El no paró más y ella no encontró forma ni ayuda para frenarlo. Su papá, César, intentó vengar los ojos morados de su hija con un cuchillazo entre hombres. Su papá murió, en el primer año del infierno, en 1978. Ni el duelo fue entre caballeros ni hizo efecto.

Rogelio salía por las noches de Sauce, un pueblo de Corrientes, donde la libertad tiene piernas de hombre y silencio de mujer, sin dar explicaciones ni despedirse para empezar otra vida. A ella, en cambio, le tapió con madera hasta la pequeña rendija de vidrio de la puerta. No podía ni pispiar el afuera. Y si ella se iba de la casa después de la golpiza, él violaba la orden de restricción de la Justicia y la sacaba a punta de pistola de la casa de su mamá, Elida, para que volviera. No es que la Justicia no supiera, es que no había justicia. El 25 junio de 1993, ella denunció los golpes. La Justicia caratuló el puño contra una mujer de ojos cerrados y sin más salida que su propia puerta como lesiones leves. El ring no era público, sino entre las paredes de su casa. Pero a él lo absolvieron por insuficiencia de pruebas y como papel picado para un Carnaval sin fiesta el archivo terminó triturado.

Nélida –que pide resguardar su identidad y su rostro– no encontraba otra puerta de salida que intentar agachar más, si hay más abajo, la cabeza. Hasta Nélida es un nombre propio que no le pertenecía. Rogelio le decía chancha. Y como chancha la trataba, sin comer nunca en la mesa con ella. Ella intentaba aguantar, silenciar, pasar inadvertida, perdonar. No veía escapatoria. Intentó refugiarse en la casa materna. Pero el 29 mayo del 2002 la hizo volver a punta de pistola. La Justicia también le concedió a Rogelio el sobreseimiento definitivo por abuso de armas. Igual que en las otras siete causas que marcan los antecedentes tan escritos como invisibles contra ella y contra otras mujeres del pueblo. El prontuario está a la vista. Igual que Rogelio, que pasea su impunidad.

Los hijos llegaron sin cesar y compartieron el miedo. Ella quería protegerlos. Pero no encontraba el volumen más bajo del silencio. Una golpiza que recuerda es el castigo por haber comprado una enciclopedia de Petete. Piensa si tal vez era demasiado roja, tal vez costaba demasiado dinero, tal vez albergaba demasiadas palabras. No hay tal vez que pueda explicar la violencia. Ella tenía a su bebé más chico en brazos y esquivó una botella que le apuntó directo a la cabeza. El castigo siguió sobre su espalda. Una espalda rendida a doblegarse para evitar que su vientre fértil recibiera más golpes.

Los libros volvieron a tener reprimenda. Ella terminó de tener hijos y decidió estudiar para maestra. A él nunca le gustó. Pero menos cuando el título estaba casi en las manos de Nélida. Antes que pudiera dar su último examen, armó una pila con todos sus textos y los quemó. Prendió fuego a todo el esfuerzo para ser maestra. Ella se recibió igual, con el apoyo de sus amigas de magisterio, y su mayor orgullo es que llegó a ser vicedirectora por concurso público. Los libros ya no necesitaban ser rojos y gordos. El tiempo pasaba para agilizar algunas cosas. El año pasado le entregaron una netbook y le dijeron que tenía que venir a Buenos Aires a capacitarse en aulas virtuales.

Antes de que pudiera viajar, el 5 de noviembre del 2013, él la fue a buscar –con el autito que había logrado comprarse Nélida– a las 15.30, cuando ella salía de la escuela. Nélida subió como siempre. Sin sentir que había otro camino posible. “Te voy a matar”, la saludó él. Ella miró a la traba de la puerta como única posibilidad de defensa. Y decidió tirarse a pesar de la velocidad de la ruta cuando él le anunció “Acá te vas a morir”. Las rodillas todavía le duelen del golpe de la caída. El rojo se convirtió en sangre que se esparció por el guardapolvo –el mismo que todavía conserva, quizá como prueba de la persecución, quizá como homenaje a su resurrección, quizás como una bandera de sobreviviente de la violencia machista, quizá como el emblema de su pasión por la docencia– cuando él le tiró un hacha y no cumplió con su amenaza de muerte por el mero azar de la puntería que pudo haber clavado en ese 5 de noviembre su último día. La nariz sí, entre otras cosas, le quedó quebrada.

Ese 5 de noviembre Nélida realizó la denuncia. La causa cayó en el Juzgado de Instrucción y Correccional de Curuzu Cuatiá del juez Martín Vega, que decidió dejarlo libre el 8 de septiembre, pasado en la causa por lesiones graves, amenazas de muerte y tentativa de homicidio calificadas por el vínculo. El fiscal Alberto Esper le dijo a Belén P., la hija de Nélida, que no iba a apelar la medida porque no había nada que hacer.

Nélida se vino a vivir a Buenos Aires para poder empezar una nueva vida. No le reconocieron su cargo y le dieron trabajo como docente pero con un sueldo de cuatro mil pesos menos que lo que cobraba en Corrientes. Pelea junto a Ctera, también, por la incorporación de la licencia por violencia de género. No tiene medidas de restricción ni un botón antipánico por si corre peligro. Y sí tiene miedo. “El me dijo que me va a matar y que me va a buscar hasta que me encuentre”, advierte. Y pide: “Yo quiero que esté preso o internado, si creen que no era consciente de sus actos porque tomó alcohol y medicamentos para la diabetes como pusieron en el expediente, sin hacer las pericias suficientes, pero no libre”.

Nélida está acompañada de su hija Belén, de 29 años, y de su hijo Emanuele, de 20. Ella sacó un crédito personal para poder pagar a un abogado –Fernando Soto– que apele la sentencia y revertir la libertad de quien le pudo quitar a su mamá y le impregnó la vida de violencias y de un miedo que siente latente, más presente ahora que nunca. El muestra su tatuaje en el hombro, un signo de pibe que reconstruye su vida y esculpe una identidad dibujada de cero. “No voy a seguir el mismo linaje. No le deseo a nadie la vida que tuve. Fui el que más lo enfrentó”, se diferencia con firmeza. Y con críticas a su pueblo natal –casi al borde del límite con Entre Ríos– donde “salir borracho y pegarle a tu mujer es normal” y con lecciones a la madre, a la que le explica, con una claridad plantada en una vida nueva, que ella no se tiene que responsabilizar porque es la víctima.

Emanuele es ejemplo de los hombres que sufren la violencia de otros hombres. Su papá le partió una silla cuando él descubrió que buscaba –con una identidad falsa– a sus compañeras de colegio por Facebook y les ofrecía plata para encontrarse con ellas. Hoy busca otra vida. Junto a su mamá y su hermana. Pero la sombra de la libertad ajena, que no es libertad propia, todavía los hace sentir pesadillas aunque tengan los ojos bien abiertos.

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