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Viernes, 21 de noviembre de 2014

RESCATES

Cara grande

Eleonora Duse 1885 - 1924

 Por Marisa Avigliano

Nació en el vagón de un tren, o en Viareggio, o en las vísperas de una función pueblerina por la Toscana, falsas certezas y una sola verdad: la hija de comediantes de carromato nació tan cerca de un escenario que fue natural y sencillo verla a los tres años haciendo de la pequeña Cosette en Los miserables. Debut ideal para diseñar el repertorio de un programa teatral mítico que completó antes de cumplir los veinte –como no podía ser de otra manera– con los nombres de Julieta y Electra. Después fue Thérèse Raquin (con Emile Zola aplaudiéndola desde la platea) y Margarita Gautier. Ya entonces la Duse era la primera actriz moderna, la primera en despojarse de sus recuerdos y hambres infantiles para componer un personaje. Ninguna como ella antes, casi ninguna después. Ni los desplantes amorosos de Gabriele D’Annunzio ni el apretujado podio de mejor actriz del mundo donde subían al mismo tiempo sus pies y los de Sarah Bernhardt lograron que Eleonora perdiera el rumbo de su composición: ella era la obra, ella, el personaje. Duse podía salir a escena sin maquillaje, sólo bastaba su cara grande –sí, grande, ni vasta ni infinita porque sería impreciso, cara grande es perfecto porque da idea (casi en repetición borgeana) de volumen material– para contar la historia. Un noviazgo trunco con el periodista Martino Cafiero, un embarazo perdido, un matrimonio breve con el actor Tebaldo Checchi, una hija, el amor devoto de Arrigo Boito (el libretista de Verdi y quien le presentó a Ibsen, creador de los personajes más aplaudidos de Eleonora), los engaños de Gabriele D’Annunzio (disfrutaba de que Sarah y Eleonora se lo disputaran), su amor por Isadora Duncan y su apasionado romance con Lina Poletti, completaron el mapa amoroso de la mujer que supo ser independiente (pagaba su alquiler y creó su propia compañía teatral) cuando las otras mujeres vivían del bolsillo de sus maridos.

La musa de Joyce (dicen que un portarretrato con la foto de Eleonora lo miraba desde su escritorio), los halagos de Chaplin y un Chéjov despabilado después de verla actuar son algunos de los souvenirs inspiradores que entregó la mujer que supo que debía “eliminarse” para componer un personaje. Con Febo Mari filmó en 1917 Cenere (Cenizas), una película muda ambientada en Cerdeña a fines del siglo XIX en la que personifica a Rosalía, una madre soltera que renuncia a su hijo para que no lo llamen bastardo. Desprecio y muerte completan el melodrama en el que Duse logra que actúen hasta los trapos negros que la cubren. El cuerpo en escena de Duse traspasa el tiempo, lo perfora y rompe con cualquier cliché mímico que endulzaba la antojadiza Bernhardt, a quien le gustaba decir que le atraían los aerostatos porque su “naturaleza soñadora la transportaba a las regiones más altas”, caprichos de proscenio que tan bien retrata Julian Barnes en una de las historias de Niveles de vida y que ayudan a dibujar la viñeta del juego de los siete errores o de las siete diferencias entre las dos actrices, duelo sin fin –las apuestas perduran– entre la italiana y la francesa.

La fluorescencia fantasmal de Eleonora Duse será otra vez cuerpo en unos meses cuando Alessandra Ferri la baile (será en La Scala, en un ballet inspirado en la vida de E. D. con coreografía de John Neumeier), será perpetua materia móvil en los cuentos de escenario que los actores italianos se pasan de lengua en boca y será por siempre la cara del teatro, privilegio de cara en el rictus de su aire fastuoso sin apego al tiempo ni a la moda.

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