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Viernes, 26 de diciembre de 2003

SEXUALIDADES

soy Paula

Para conseguir el diagnóstico médico que habilita la operación de los genitales, Paula Rodríguez tuvo que mentir. Dijo que deseaba cocinar, planchar, ser una mujer, en definitiva, o mejor morir. Pero la verdad es que fue el puro deseo el que la llevó hasta un quirófano chileno, un deseo antiguo que una vez concretado no define su identidad. Esta activista que vive entre España y la Argentina siempre supo quién es: sencillamente Paula.

Por Florencia Gemetro

Cuando Paula Rodríguez volvió de Barcelona, fue una sorpresa para sus amigas y amigos. Nadie suponía que regresaría algún día, y lo hizo sin anuncios, aunque en medio de una celebración: su decisión merecía ser festejada a lo grande. Llegó al país horas antes de la última marcha Glttb; y bailó y cantó hasta quedarse descalza, con un desenfado digno de quien vive con felicidad el orgullo de su goce (al menos por un instante). Unos días después operó sus genitales en Chile; y anda ahora munida de un dildo que muestra con un descaro envidiable: “Te presento a mi marido, me lo recomendó el médico para lograr la cavidad”, se ríe. El resto es historia vieja y nueva de un cuerpo diverso, múltiple, de/semejante espacio de móviles, (in)definiciones que permanecen en ella como el movimiento de lo que es, fue y querrá ser: “A modo de estrategia política travesti; personalmente, íntimamente, ni mujer, ni travesti, ni transexual: sólo Paula”.
Fue su deseo sin explicación racional, dice, lo que la condujo a soñar con la operación desde la infancia, cuando a los siete o diez años –calcula con ese error que supone la re/construcción política de la propia historia– supo que la intervención era posible a través de las imágenes de algún ignoto programa televisivo que difundía la operación como quien muestra una excentricidad, un show –o la “cura” clínica a la inadecuación entre la genitalidad y la representación mental del género– con la casi segura intención de incrementar su audiencia. “Era la solución para mí, que ya venía siendo mariquita de toda la vida”, dijo para sí. Se informó –en la medida en que esta información circula–, averiguó, investigó con amigas y compañeras de ruta.
Una operación de cambio de sexo puede salir entre 2 mil y 20 mil dólares, varía en virtud de la legislación del país donde se practique, el avance en las técnicas, el poder adquisitivo de quien tiene interés o el trabajo de los/as cirujanos/as (hay quienes atienden más la estética y quienes no, pero trabajan bien con las terminales nerviosas). A ella le costó 6 mil dólares, que reunió en euros a través de un recorrido por Italia, Francia y España, donde tramita asilo político por persecución policial debido a su identidad de género. Partió con la idea de conseguir legalidad a través de una documentación que reconozca su verdadero nombre –no el que figura en los papeles–, un empleo fuera de la calle, acceso a educación gratuita y otra salida laboral. España era un buen lugar donde probar suerte, el trabajo sexual no está prohibido, y mientras no consiguiera otro empleo podría seguir viviendo de esa actividad. Se fue hace cuatro años, nunca dejó de trabajar la calle y ha podido ahorrar, a pesar de las persecuciones por ser ilegal.
Esta furiosa pelifucsia, activista siempre –desde la lucha por la derogación de los edictos policiales hasta su actual pertenencia al Colectivo Español de Mujeres Biológicas y No Biológicas–, no se sentía encerrada en el cuerpo de un hombre, tampoco en un diálogo interno cuerpo-mente en permanente desacuerdo –estrategia sobre la que han avanzado algunas subjetividades políticas en demanda y legitimación del cambio de sexo–, no fue esa dicotomía esencialista una inquietud que la llevara a la operación. Aclaremos una cuestión: “No existe ese mito –dice– de que las personas transexuales que se quieren operar odian sus genitales o se quieren matar por tenerlos”, dice, las personas transgénero pueden o no orientar su deseo en el sentido de su genitalidad –operada o de nacimiento–, pueden o no sentirse cómodas con el sexo de nacimiento, pueden o no querer modificar su cuerpo, esto no significa que se adecuen o no a una sociedad heterosexista. Y esa movilidad, la no fijeza en una definición exclusiva sobre su sexualidad, visibiliza, cuestiona, desnuda una organización social específica en torno a los polos masculino/femenino de un orden jerárquico y dicotómico, al tiempo que abre diversas posibilidades sobre el cuerpo, la sexualidad, los géneros. La insistencia de Paula en diferenciarse de este modelo binario revela su paso por el feminismo crítico.
“Yo no quería convertirme en una mujer; si te operás por eso, personalmente creo que es un fracaso. ¿Qué es ser una mujer? ¿Tener una vagina? Soy inmensamente feliz por haberme operado, pero no quiere decir que sea más o menos mujer que antes, hice lo que a mí me gustaba sin una explicación racional o científica, es simplemente una necesidad interna, no se trata de nacer de nuevo sino de una continuación, una nueva etapa en la que no cambian ni tus sentimientos, ni tus pensamientos, como no cambia tu manera de amar, de querer, de sentir.”
La medicina, sin embargo, ha reducido el goce a una clave hetoresexista y le ha asignado un diagnóstico para regularlo: disforia de género, término clínico que reduce el deseo a un “desajuste” o “malestar”, un “problema de identidad”, un conflicto entre el sexo de nacimiento y el deseado. Conseguir un diagnóstico de disforia es requisito indispensable para acceder a la operación. “Tuve que llenar un formulario y mentir, les tenés que decir que te sentís una mujer, que querés cocinar, que querés planchar, que estás desesperada y que si no, te matás. Pero sobre el placer nadie te informa, frente a esa pregunta en algunas clínicas todavía se siguen escuchando respuestas como: ‘¿Usted quiere ser mujer o quiere disfrutar?’.”
La muchacha “disfórica” ya estaba lista para la operación, se internó sola, cuestión ésta que no recomienda a nadie: “Es necesario gritar, llorar, reír sin prejuicios junto a alguien que te garantice que eso sea posible”. Gestos que han condicionado por demás a su compañera de clínica, una travesti chilena residente en la Argentina que llegó acompañada por Gastón Pauls y todo su equipo de producción (se rumoreaba entre las habitaciones que habría recibido el dinero de la operación más 8 mil dólares por el show). Y se cruzaron a la salida, la chilena toda montada. “Una rubia hermosa, top, divina sobre sus tacos altos, y yo que no podía más con mis chatas, estresada, nerviosa; ella era todo, yo nada, claro, el tipo se habrá esmerado con una cámara enfrente; a mí también me quiso entrevistar... dejate de joder.”
Y sí, es un hecho: Paula quiere disfrutar ahora. A ese ancestral llamado se abocará en adelante, ya inauguró su vagino-etapa –como la llama– con dos muchachos, un bello jovencito –la tierna edad trae colágeno a la piel, asegura– con quien huyó de una disco con la única intención de explorar las posibilidades de su cuerpo. El veinteañero no paraba de frotarle lo que ella supone que él supuso era su clítoris. Con el otro hombre sintió algo similar a un orgasmo físico, el entumecimiento de la zona pélvica y una sensibilidad que le dio placer sin penetración, lo demás se verá con el tiempo. Hasta ahora las únicas versiones la dejan al amparo de su propia experiencia: “Las no operadas te dicen que lasposoperadas mienten, que perdés la sensibilidad, mientras las posoperadas dicen que tienen los mejores orgasmos. Yo creo que algunas chicas son un poco machistas, ellas creen que perdés el placer cuando perdés los testículos, como si hubiera una única forma de sentir placer”.

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