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Viernes, 26 de diciembre de 2014

CINE

Hermana de nadie

María Anna Walburga Ignatia inspiró La hermana de Mozart, el último film de René Féret, donde la pasión por la música impulsa a una mujer a acciones impensadas para su tiempo.

 Por Paula Jiménez España

La vida de Nannerl Mozart, o María Anna Walburga Ignatia Mozart (1751- 1829), no es solamente la suya: es la de las infinitas mujeres a las que a lo largo de la historia les fue arrebatada la pasión, por lo que sea, para ser entregadas al matrimonio y, de paso, convertidas en servidumbre doméstica. Por eso no importa demasiado si este film dirigido por René Féret y protagonizado por él y sus dos hijas, Marie y Lisa, se corresponde al pie de la letra con la realidad. Podría decirse que la construcción de la trama se apoya más en la idea de una supresión histórica que en los detalles de una biografía de corte difuso (de la cual, según los libros, sobresalen el pasajero virtuosismo musical de Nannerl –que a los 18 años debió sepultar para siempre–, un matrimonio tardío, dos hijos muertos, la pelea con su hermano que duró años y la ceguera de los últimos tiempos). La comparación con Wolfgang, que resulta inevitable, también es imposible, porque no hay con qué (aunque cierto periodismo macho pretenda argumentar absurdamente que, si Nannerl no salió ganando, no fue por una cuestión de género sino de genio), ya que en su historia todo se supone: se supone que siendo aún una niña ayudó a Wolfgang, de sólo cuatro años, con sus primeras, deslumbrantes, composiciones, se supone que su talento podría haber superado al de su hermano, y se supone que pese a no haber aprendido la escritura musical, vedada a las mujeres, logró producir obras encargadas por el histérico delfín de Francia (heredero de Luis XV, del cual la quinceañera se enamoró hasta soportar sus maltratos). “Escucho notas”, dice la chica, como si fueran voces, en la escena del film de Féret, donde le ruega a su padre que le enseñe a plasmarlas en un papel para sacárselas de adentro. Su pedido resulta estremecedor, porque se sabe de antemano que muchas de esas notas pujantes serán cruel y eternamente silenciadas. Excluida de un plumazo del mundo de la música por su inconmovible obediencia a un padre severo, Nannerl no parece haber opuesto demasiada resistencia al destino que le tocó. Sin embargo, se puede decir que la obra de Féret (que tardó, inexplicablemente, más de cuatro años en ser estrenada) pone el ojo en la potencia de su pasión musical y muestra cómo, pese a no haberla desarrollado cuanto hubiera querido, la protagonista consiguió acceder a ciertas posibilidades casi impensables para una mujer de su tiempo, como dar clases en París para los hijos de los nobles, conseguir cierta independencia económica o tocar magistralmente el violín, algo privativo de la ejecución masculina (las chicas eran confinadas al santurrón clavecín, que es como un pequeño clavicordio). Por supuesto que no falta en la película la otra clave que, a lo George Sand, define la historia de las artistas de entonces: hacerse pasar por hombre, en su caso para poder ingresar a la corte y hablar con el delfín o para tomar, de contrabando, clases en la academia. La historia narrada en La hermana de Mozart, que se centra en una gira por París que realiza la joven junto con su familia durante el tiempo previo a la edad del matrimonio, cuando es obligada a retirarse, no sorprende porque se parece a tantísimas otras en las que una mujer se ve condenada a repetir un destino espantoso contra el cual no se anima a rebelarse. En este sentido, la película resulta dramática y tremenda, pero no menos de lo que han sido esas realidades. La fotografía y la música van creando escenas poéticas inolvidables como aquella en que Nannerl mira a un mar invernal, gris y tumultuoso, que parece reflejar esa misma fuerza interior que la domina. Detrás, sobre el acantilado, está su padre mirándola desde lo alto, como queriendo controlar el infinito.

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