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Viernes, 26 de diciembre de 2014

VIOLENCIAS

El pija

Ricardo Barreda, el odontólogo que asesinó a su esposa, su suegra y sus dos hijas tiene que volver a la cárcel porque su nueva pareja, Berta, corre peligro, según un fallo de la Justicia.

 Por Luciana Peker

El femicida más emblemático de la Argentina contó que lo llamaban Conchita para dar lástima. Un hombre tildado de genitalidad femenina. Un pobre esposo bautizado de la cavidad rosa, nunca a la vista, labios adentro del interior oculto de la esencia enigmática femenina, que no se nombra si no es para mandar a la distancia recóndita de la lora o a la madre, la madre o la lora; la hermana, la madre o la lora. Conchita. Esa palabra dicha en silencio o dicha como insulto. Conchita. Ese rincón que no se viste de la elegancia de manual de vulva ni de vagina.

Ser un pija es ser un ganador, número uno, seductor, canchero, emblemático modelo masculino. El lenguaje sigue metiendo pica en las entrepiernas que diferencian los géneros y alejan la libertad de sexos. Pero, indudablemente, para convertirse en un emblema de pija Barreda hizo llamarse Conchita. Esa sola victimización de su relato (las otras testigos están muertas) le valió el calor popular de gran parte del periodismo, las hinchadas de fútbol, bandas de rock y otros fans que no pueden replicar su esposa, Gladys McDonald; su suegra, Elena Arreche, y sus dos hijas Cecilia y Adriana.

“Barreda hizo una estrategia que le dio mucho resultado en la cultura machista en la que se vocifera la idea de liberarse de la bruja. La barra brava de Estudiantes lo recibió con una bandera cuando salió de la cárcel y Gimnasia le realizó pintadas de aguante. Pero ahora Barreda volvió al lugar del que no tendría que haber salido: la cárcel. No sólo masacró a sus víctimas, sino que tuvo un fuerte deseo de sometimiento. Incluso abusó de sus hijas después de muertas, algo que no constituye delito, pero que sí es un indicador de su trato y que reafirma los testimonios que alegan que las jóvenes no llevaban amigas a su casa porque él las manoseaba y les decía barbaridades”, subraya el abogado Darío Witt, de la Casa María Pueblo.

Witt promueve la expropiación del hogar en el que asesinó a las cuatro mujeres como centro de atención y prevención para la violencia de género. El proyecto prosperó legislativa y judicialmente –ya que Barreda fue declarado indigno de suceder a su familia como pretendía, alegando que el tenía derecho a la herencia porque la última muerta era su hija– y ahora se espera que el Estado le deposite el valor fiscal de la propiedad (a un sobrino de la familia) para empezar las obras.

Barreda no sólo tenía ambición de cobrar el dinero de sus víctimas –empezó la sucesión de la casa de la calle 48 número 809 un mes después de matar a sus habitantes– el 15 de noviembre de 1992. Tampoco tenía un lugar seguro donde disfrutar de su prisión domiciliaria. El beneficio le corresponde por su edad y no porque cumplió con su condena, ya que fue sentenciado a prisión perpetua en 1995. Por eso, aprovechó el departamento de la pareja a la que conoció en la cárcel, Berta André, en Belgrano, hasta que el 22 de diciembre el juez platense de la Cámara del Crimen Raúl Dalto consideró que ella, que perdió algunas de sus facultades mentales, está en una situación de riesgo y de peligro inminente. Y por eso lo volvió a mandar tras las rejas.

El periodista de policiales Rodolfo Palacios, autor del libro Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres, Libros de Cerca, fue testigo en noches de entrevistas-cenas de la relación de Berta y Barreda. El escuchó el desprecio permanente, sus burlas porque se levantaba tarde y el apodo –especialidad de Barreda– de Chochán a la mujer que le dio cobijo. Palacios asevera que el cuádruple crimen no fue improvisado –el odontólogo se puso a estudiar criminalística y no para sacar muelas– y que no tenía remordimiento ni nostalgia. Y analiza: “Berta dijo que a Barreda le molestan las miguitas del mantel. Me recuerda al día que estaba en el departamento de Belgrano y empecé a levantar los vasos y los platos porque habíamos comido. Barreda me fulminó con la mirada y me dijo: ‘Odio que hagan eso, que levanten la mesa cuando uno no terminó de comer. Eso lo hacía una de mis hijas’”.

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