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Viernes, 6 de marzo de 2015

8 DE MARZO

Una historia propia

Si la efemérides del llamado Día de la Mujer alude a una fecha en la que se cruzan las luchas políticas con las feministas, pocas oportunidades mejores para recorrer sobre qué huellas caminan los feminismos argentinos que hoy reinventan la vida cotidiana en relaciones fecundas con el movimiento de las diversidades sexuales, corporales y de género. Esta es una historia posible de esos pasos previos, situada en Buenos Aires y desde la izquierda, para capitalizar una memoria común con tensiones que todavía existen, desde las manos dibujando en un gesto la vulva para reconocerse hasta prescindir de la genitalidad para encarnar el feminismo.

 Por María Moreno

Si lo personal es político, el estilo como singularidad o resistencia puede alejar de una historia común. Si bien la idea de que el argentino sería diferente es un mito megalómano –ah, ese estúpido chiste que dice que un argentino es el yo que todos tenemos adentro–, podríamos provisoriamente convenir en la historia de la posición de las mujeres en la Argentina con unos rasgos específicos, suerte de singularidad política o marca de fábrica que, según quién los interprete, puede tildarse de original o conflictiva: 1) la existencia de un movimiento con una rama femenina; 2) la proliferación y constancia de la psicología como carrera de mujeres, y 3) la existencia de las Madres de Plaza de Mayo.

1) En nuestra historia, a veces los feminismos actuaron en oposición a otros grupos de mujeres, como si respondieran literalmente al axioma Sandra-Celeste “mujer contra mujer”.

En un viejo afiche feminista unas gordas, una de las cuales lleva un parasol japonés y anteojos arlequín, se despiden desde un descapotable con las puertas abiertas de otras gordas que no se ven pero que deben estar detrás de la cámara. La separación no parece trágica, según la imagen se produce en un cruce de caminos. El texto del afiche, cuyo contexto se ha perdido, es emblemático: “¡Separatismo: qué pasión!

¿Cuáles fueron entre nosotras esos momentos de corte en que mujeres que se acercaron para reconocerse en experiencias comunes se separaron en nombre de otras filiaciones antagónicas? El fundamental seguramente ha sido el 3 de septiembre de 1945, cuando la Asamblea Nacional de Mujeres, presidida por Victoria Ocampo, resolvió rechazar el voto porque fue otorgado, según apresuradas palabras gorilas, por “el decreto de un gobierno de facto”. Después de que Perón ganó las elecciones, Eva pasó a presidir la Comisión Pro Sufragio Femenino. Entonces miles de mujeres seguramente, con el práctico turbante o el pañuelo anudado a la campesina y los zapatos de plataforma abrigados con democráticos zoquetes, salieron a la esfera pública. Que Evita acusara de “burguesas” a las sufragistas mientras les daba el sufragio a las mujeres plantea un tema recurrente: el de la autoadscripción. ¿Es feminista quien declara serlo o aquel/lla cuyas prácticas abren a la invención de un sujeto diverso y sexuado, individual o colectivo que determinada interpretación puede reconocer como feminista? En septiembre de 1947 se sancionó la Ley 13.010, que daba a las mujeres derechos políticos equiparables a los varones. A la urna Evita la abrió a las mujeres con una explicación estratégica: “Por Perón y para Perón”. Era su manera de enunciarlo y de conseguirlo: cierto feminismo decidió no reconocerlo.

Puede decirse que en 1943 las feministas de la Unión Democrática “devolvieron el voto”.

Según la historiadora Marysa Navarro (entrevistada en 2002), “las feministas argentinas al rechazar el voto femenino eligen la libertad entre comillas, se declaran democráticas, entran en el juego del Partido Socialista y del Frente Democrático y abandonan la lucha por el voto. Se organizan y dicen absolutamente no porque el voto no puede venir de un gobierno dictatorial. Entonces ellas pierden como en la guerra. Y cuando Evita tiene que organizar el partido lo hace con una base completamente diferente, la misma que tiene Perón, y eso tiene consecuencias gordas. Es sintomático que en las elecciones, Argentina tiene la mayor cantidad de mujeres en el Parlamento. No tendrán ninguna iniciativa pero se sienta el principio de que las mujeres tienen que estar en el Congreso, elegir y además ser elegidas. En esas elecciones fueron candidatas Alicia Moreau de Justo y Alcira de la Peña y eso es un cambio radical en la historia de América latina”.

2) Otro rasgo de estilo “argentino” en los feminismos locales fue que la peste de la psicología fue una peste femenina. Lo psi ofreció desde muy temprano una profesión accesible, un saber sobre la diferencia sin análisis de poder ni cuestionamiento del contrato simbólico entre los sexos. La APA, fundada en 1942, admitió mujeres desde el primer momento, practicando una cierta división de trabajo semejante a la doméstica: los doctores trataban a los adultos; las esposas, a los niños. Sin embargo hay en los trabajos de Arminda Aberastury y de Marie Langer, sobre todo con el pionero Maternidad y sexo de esta última, un espacio para la crítica de un feminismo en donde no está ajena la marca de Simone de Beauvoir, quien, feminista tardía, trazó eruditamente en El segundo sexo una monumental “historia del otro”.

Con la fundación de la Asociación de Psicólogos, la licenciada en cierto modo ocupó el lugar de la maestra sarmientina en número y presencia social. A menudo protegidas por el voto de abstinencia en sesión –que los doctores no siempre respetan–, las psicólogas podían atender en casa. Con el paso de las décadas se sumaron a dispositivos de control familiar y escolar, garantizaron la extensión, la publicidad y en gran medida el control institucional y el número en los momentos clásicos de escisión por las luchas de transmisión y herencia y los enfrentamientos teórico-políticos. La verticalidad en obediencia debida de las instituciones psi no fue desobedecida por mujeres que podrían haber organizado investigaciones sobre las obras de Luce Irigaray, Julia Kristeva, Hélène Cixous, teóricas del feminismo de la diferencia, que interpelaron al psicoanálisis en su lectura de la feminidad, “con Freud o contra Freud”, según la expresión de Sarah Kofman. El Foro de Psicoanálisis y Género, los trabajos de la licenciada Ana María Fernández, de Irene Meler y de la doctora Martha Rosemberg, las prácticas pioneras de María Luisa Lerer, Graciela Sikos y Mabel Burin, desde una heterogeneidad de posiciones teóricas y tareas militantes, no han consentido en ese silencio sobre los términos mismos con que la teoría psicoanalítica y psicológica define la feminidad.

Sin embargo, cabe sospechar que aún hoy cientos de licenciadas –no todas– practican en el secreto de su consultorio o sin que se les escape la palabra “feminismo” una escucha propicia para el deseo de las mujeres, en donde se revelan contra sus maestros o boicotean los dogmas que fingen sostener en sus papers.

Hipótesis para académicas un poco pop: ¿Es ese lugar dominante –al menos como cantidad– de las mujeres en el Imperio de la Psicología responsable de la veta asistencial de nuestro feminismo, de su cierto ostracismo político?

3) Una paradoja para feministas: la potencia de las Madres de Plaza de Mayo, cuya figura no cesa de ser pensada más allá de la política. En su pleno valor simbólico y en la mejor tradición de la militancia antifascista, feminista y Glttb, y aunque alguna vez recibieran una carta de una feminista radical enrostrándoles su “no feminismo”, las Madres jaquearon su rol tradicional y, bajo la injuria de “Locas”, se enorgullecieron de ella mientras que, despojadas de lo más sagrado para izquierda y derecha (los hijos y las hijas), organizaron la resistencia a la dictadura cuando más allá del género la mayoría callaba.

Esta nota intentará, a grandes rasgos, dar cuenta del feminismo en la Argentina, cometiendo la injusticia de centrarse en la experiencia porteña de la “segunda ola”, utilizando operativamente el término “género” y sin detenerse, a su tiempo, en marcar las diferencias entre “psicoanálisis” y “psicología” y poniéndose decididamente a la izquierda.

El recuadro pretende ser más que un recuadro y sí una respuesta a la frase de la investigadora Alejandra Vasallo (“Las mujeres dicen basta: movilización, política y orígenes del feminismo argentino en los ’70”): “En un país en donde toda una generación de madres aún busca a sus hijos y nietos desaparecidos, nos proponemos comenzar la travesía en sentido contrario. Queremos saber quiénes somos y qué luchas nos dieron a luz. Queremos saber dónde están nuestras ‘madres’ y qué es lo que hicieron para que nosotras construyamos sobre ello”.

Mucho más que dos (libros)

Si muchas feministas de los setenta devinieron feminólogas, si a la moderada lucha de calles vino el aula universitaria con un plus en el género, si la izquierda a veces se comporta como si no tuviera sexo, hay dos trabajos académicos que pueden llenar los baches críticos de las feministas jóvenes y ordenar las prácticas recordadas por quienes tienen palabras para hacer su autobiografía de género: “Las ‘mujeres políticas’ y las feministas en los tempranos setenta: ¿Un diálogo (im)posible?”, de Karin Grammático, y el ya citado “Las mujeres dicen basta: movilización, política y orígenes del feminismo argentino en los ’70”, de Alejandra Vasallo. La inclusión en esa historia de momentos mayores, fiestas de unas pocas, coming-out, puede ser caprichosa, pero habla del principio feminista de no jerarquización ni separación entre cuerpo y alma, gravedad y chacota, Eros y Polis.

Según la investigación de Alejandra Vasallo, la condesa italiana Gabriella Christeller, fundadora del Centro de Investigación y Conexiones sobre la Comunicación Hombre-Mujer, relación para la que se acuñó en un principio el término “parejología”, aplicada archivista de las novedades teóricas del feminismo internacional y en relación con sus diversos colectivos, y la cineasta María Luisa Bemberg, que había despuntado como feminista a través del guión de Crónica de una señora, ambas lectoras de El segundo sexo en su lengua original, se asociaron en 1970 para fundar UFA (Unión Feminista Argentina). Luego se sumarían, entre otras, Nelly Bugallo, Leonor Calvera y María Elena Walsh.

A UFA se acercaron grupos de mujeres políticas, como las pertenecientes al grupo Muchacha, del PST (Partido Socialista de los Trabajadores), que lograron incorporar algunas reivindicaciones feministas en el interior del partido, y Nueva Mujer, liderado por Mirta Henault, en su origen perteneciente al grupo Palabra Obrera.

El trabajo de Alejandra Vasallo es valioso porque cuestiona la separación radical entre mujeres dispuestas a revisar su condición en las praxis de los partidos revolucionarios y otras, a lo sumo liberales, que interpretaban a las mujeres políticas como no químicamente puras en las luchas de género, contaminantes cuando no coptadoras desde el patriarcado rojo. Si bien las escisiones fueron calculables, la militarización de las luchas y la presencia de la dictadura fueron las que cortaron devenires tal vez menos irreversibles y más complejos. Vasallo descubre en la biblioteca de UFA los libros capitales del feminismo radical nacido en los partidos de izquierda de Europa y EE.UU. como Escupamos sobre Hegel, de Carla Lonzi, Feminismo y revolución, de Sheila Rowobtham, o La infamia originaria, de Lea Melandri. Si la historiografía oculta la llegada de la izquierda a UFA para retratarla como burguesa, los títulos de esa biblioteca y las prácticas de formación mutua a partir de lecturas colectivas y talleres, de haber podido continuar en el tiempo, quizás hubieran generado en las mujeres no integrantes de partidos políticos una “marxistización” a través del feminismo y en las militantes aguzar sus críticas a lo que Lea Melandri llamó “ascetismo rojo”. No hay las unas sin las otras y es preciso mostrar los tiempos de cruce y entre nos inventivo.

En 1972 se fundó el Movimiento de Liberación Femenina (MLF), liderado por María Elena Oddone –compañera de andanzas de Néstor Perlongher–, quien sin experiencia política específica se animaba a panfletear su revista Persona en plena dictadura y aun con las amenazas de la fascista Cabildo. En el mismo año, Perlongher, que había llegado a encabezar la fracción de Política Obrera en la Facultad de Derecho, pretendió que el partido reconociera su condición de homosexual. No lo logró (dicen que entonces se fue a parar en Corrientes y Callao vestido de blanco y con capelina). El representó el ala ultra del Frente de Liberación Homosexual de la Argentina y formó parte de Política Sexual (un batiburrillo de disidentes eróticos, pedagogos y feministas de la izquierda exquisita). Cuenta la militante feminista Sara Torres que el PST intentó hacer una utilización electoralista de la cuestión homosexual: “En 1974 hicimos una campaña organizada por las feministas, el PST y el FLH por la derogación del decreto que prohibía la información y difusión de métodos anticonceptivos, a partir de lo cual se habían cerrado todos los centros asistenciales gratuitos de los hospitales. Perlongher y yo fuimos a hablar con Nahuel Moreno y el tema fue tomado por el PST, si bien de manera muy marginal”. Moreno destinó una habitación de un local en el Once para que se reuniera el Frente. En la puerta había un cartel que decía “Prohibida la entrada”.

De las orgas

En 1973 (versión Grammático), el PRT-ERP decidió lanzar un Frente de Mujeres y publicar un folleto con el título –cero glamour– “El ERP a las mujeres argentinas”. De acuerdo con el investigador Pablo Pozzi, esas iniciativas se debían a que la “rama femenina” del partido había alcanzado la friolera del 40 por ciento de la totalidad de la organización. Esos planes quedaron sepultados por banderas más urgentes o por el machismo rojo. Entonces, un grupo de mujeres militantes exigió que el Frente dejara de ser el anuncio bienintencionado y demagógico del Buró político y en un documento elaborado en el mes de julio bramó “que se dejaba de lado toda referencia a la familia, los hijos y la maternidad, para considerar a la mujer argentina como una parte fundamental de la revolución, en un pie de igualdad con el hombre”.

La investigadora Karin Grammático se pregunta si el Frente no sería una respuesta a Montoneros, que fundó en el mismo año la Agrupación Evita, que realizó entre las mujeres de barrio tareas acordes con sus tradicionales roles de madres, esposas y vecinas –las celebraciones del Día de la Madre y Día del Niño, lejos de ser sometidas a una discusión crítica, fueron importantes–, intervino en las cooperadoras escolares, colaboró para mejoras sanitarias y edilicias y, más allá de sus aparentes límites ideológicos, facilitó en el nombre de la voz de Evita la emergencia de cuadros políticos femeninos e ingreso de mujeres a la militancia.

El 22 de agosto de 1972, la masacre de Trelew interrumpió un plenario en UFA. Para las que tenían pertenencia política de izquierda, que el tema se haya considerado fuera del debate era inadmisible. Para otras, se trataba del desvío de las políticas de partido. El hijo de Gabriela Christeller sería uno de los sobrevivientes. En esa madre que creía haber perdido a su hijo, en la tensión con su filiación feminista había una figura simbólica de lo que vendría y pondría entre paréntesis la ganga del género, mientras que las Madres empezaban a rodear la Plaza.

En 1974, mujeres del FIP que habían empezado a reunirse en cuanto mujeres (una expresión de la época que ahorraba muchas explicaciones aunque provocara intensos y a menudo inútiles debates filosóficos), luego de intentar interpelar las posiciones del partido se escinden y fundan el Mofep, luego el Centro de Estudios Sociales de la Mujer Argentina (Cesma).

Grammático registra el testimonio de María Amalia Reynoso: “...El partido, sin malas intenciones, pero con una actitud netamente paternalista, impulsó a varias compañeras feministas a ocupar puestos directivos. Una de ellas incluso llegó a la máxima jerarquía: la Mesa Nacional. De esta manera, el grupo perdía compañeras pero el partido no ganaba feministas. ¿Por qué? Porque para poder avanzar en el feminismo nosotras necesitamos nutrirnos y fortalecernos ideológicamente en el propio núcleo. La compañera que pasaba a integrar los núcleos directivos quedaba aislada de su fuente. Rápidamente se desestabilizaba y pronto recuperaba los mecanismos tradicionales, especialmente los manejos `burocráticos’. Por esta razón el partido tampoco ganaba una feminista”.

Rojo labial

Se ignora en qué medida partidos de izquierda tan sordos, cuando no con un rictus de “ascetismo rojo” –como el de Lenin ante los reclamos de Clara Zetkin–, fueron interpelados por una cuestión femenina que jamás se plantearon sino como algo a resolverse cuando los empujara el efecto dominó de un socialismo triunfante, pero ahí también la sangre impidió que se renovara la pregunta por el signo de la vagina hecha seña con la mano. Las mujeres de las agrupaciones políticas de izquierda, sin embargo, muchas de las cuales se habían animado a la segunda clandestinidad en UFA, las que ablandaron sus voces en las reuniones de concienciación y encontraron palabras para decirlo, son testigos de esos momentos en que deseaban ir más allá de los polos clase o imperialismo versus antiimperialismo, por sus propias vidas, por las otras mujeres y por la revolución.

La derecha, en cambio, aún abocada a enemigos internos de mayor visibilidad y afantasmados como antipatria –sobre todo durante la dictadura 1976-1983–, no dejó de ver en el feminismo un enemigo de bajo presupuesto pero enemigo al fin. En la revista Cabildo figuró en el árbol de la subversión un local de UFA y esa supuesta e inocua tertulia burguesa de mujeres viajadas con veleidades divorcistas fue allanada.

Si la dictadura cortó esos núcleos proteicos entre feministas y gays, entre políticas y feministas, interrumpiendo nuevos avatares entre alianzas y conflictos en la búsqueda de un movimiento más amplio y capaz de ir armando un campo de conocimientos y prácticas a ser transmitidas a nuevas generaciones, la democracia volvió a ponerlos en fricción fecunda. Si bien la clandestinidad no favorece la heterogeneidad de los discursos, la polarización de la lucha –en muchos casos, militarización– no da lugar a la reinscripción de zonas consideradas accesorias, como la diferencia de los sexos, la equidad en el acceso a los lugares de conducción, la revolución de los placeres –la diversidad–, la ética reproductiva, la relación entre estética y política. Hubo, de todos modos, algunas experiencias como el frente del PRT o la Agrupación Evita.

Para algunas militantes fue el exilio el que liberó el acceso a la experiencia feminista; a menudo disueltos sus partidos o exterminados, en los intersticios de las luchas internacionales por los derechos humanos alcanzaron a sentirse interpeladas por esas que hacían con la mano en alto la señal de la vagina y denunciaban a la izquierda machista, como Lea Melandri, o se divorciaban de Lacan en nombre de ese sexo que no es uno, como Luce Irigaray.

Los compases de la democracia y su performance legal han teñido las páginas de este suplemento y hacer hoy un resumen por la efemérides sería cosa de “vaguinas”, hallazgo misógino atribuido al crítico Pablo Shanton.

Contra la tiniebla del aborto libre y gratuito a conseguir plenamente, el femicidio y la esclavitud de las mujeres que constituyen la paradoja indeseable en plena potencia femenina presidencial –“¡somos todas yeguas!”, estalla Facebook haciendo el aguante en clave humor después de tanto “yo soy” espasmódico de escritorio gorila– los feminismos hoy se mezclan con o les entran a los grupos Glltbi y hacen de la vida cotidiana en la ciudad una constante invención política y sin que se tengan que usar certificados de vagina en el origen –¿acaso Lohana Berkins no es una de nuestras líderes más proteicas?–, hasta que el nombre les queda corto, no por ninguneados sino por su creciente soberanía.

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