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Viernes, 9 de enero de 2004

PERSONAJES

La Juana y las otras

El sesenta es un colectivo, dice Juana Bignozzi con un humor ácido que la caracteriza para referirse a la generación de la que se recorta con elegancia pero a la que pertenece tanto como su amigo y colega Juan Gelman. La obra completa de esta gran poeta se editó el año pasado en este país del que se siente “desterrada” pero al que volverá, dice, tarde o temprano. Homenaje a una mujer brava que no teme cascotear mitos aunque necesite para sí el reconocimiento que a otras, según ella, les sobra.

 Por María Moreno

“Me vuelvo, me vuelvo ya. En tres, cuatro meses. Porque si me llego a morir en Barcelona, resucito para tomarme el primer avión y morir acá donde seguro me van a enterrar cerca de Luis Sandrini”, bromea Juana Bignozzi, a quien el ranking exige considerar la mayor poeta argentina viva aunque a ella en este momento le guste jaranear con la muerte. “Con lo que venda me da para vivir unos quince años y después me suicido. Pero con una 22 no. Con algún arma de la ETA porque si no capaz que le saco una oreja a alguien”, dice para definir su regreso a la Argentina luego de haber permanecido 30 años en España pero con una suerte de estampita laica de la calle Corrientes en la obra y en el recuerdo.
¿La mayor poeta viva? Se sienten ya desde aquí los chillidos de las lectoras que han hecho su propio ranking donde ganan otras. Es que alguna vez es necesario eludir el conformismo cobarde de sustituir la expresión “la mayor” por “una de las mayores”. En el caso de Juana Bignozzi, decir que es la mayor puede sonar inexacto debido a que esa calificación suele edificarse eligiendo caprichosamente entre una inmensa variedad de registros, estéticas y hasta deliberadas elecciones minimalistas. Pero ella es la mayor no sólo por su estilo sino porque su voz elige un tono mayor. Y mayor no quiere decir en este caso omnisciente o totalitario sino por encima del campo de lucha de las estéticas en juego y en el presente. No en un más allá superador sino en la perpetua construcción de un decir que aspira a la universalidad en el sentido de asordinarse en un saber colectivo.
Por eso es improductivo espolear a Juana Bignozzi tanto provocándola a confirmar su no solidaridad con la poesía feminista o a opinar sobre la cuestión del género porque volverá a la carga humorística:
–Muchas de las poetas de hoy escriben para rescatar la voz callada de su madre. En mi casa no había ningún silencio. No tuve que rescatar la voz de nadie, más bien traté de acallarla. Desde mi bisabuela en adelante todas las mujeres de mi familia trabajaron fuera de su casa. Eran obreras textiles. Las típicas fabriqueras. Mis tías, hermanas de mi padre, también. Mi padre, que venía del anarquismo, fue fundador de FORA y después se vinculó con el Partido Comunista. Mi casa era una casa donde se hacían reuniones clandestinas. Mi madre estaba en UMA –Unión de Mujeres Argentinas–. Yo hacía de correo, le llevaba la prensa a Doña Margarita de Ponce. Tal vez yo hice la vida de un hombre.
Juana Bignozzi era la única chica en una pandilla de poetas que se llamó El Pan Duro y que integraban Juan Gelman, Julio César Silvain, Héctor Negro, José Luis Mangieri y Alberto Szpumberg, varones de izquierda con los que ella hacía giras a la Brecht leyendo poesía por todos los barrios a los que cantó Castillo.
Juana ha pasado por Buenos Aires para paladear los efectos retroactivos de la aparición de su obra reunida que editó Adriana Hidalgo con el título de La ley tu ley, para seguir recogiendo los chismes que despertó su aparición en la tapa del suplemento cultural de La Nación –tan luego ella, la roja–, pero, sobre todo, en un intervalo institucional en medio de decenas de reuniones con amigos redundantes de vino blanco, recibir en su barrio de infancia La Orden del Tornillo. Entonces, como siempre, ella armó un tole tole al exclamar: “Soy la típica chica de barrio”, para agregar mientras amagaban las sonrisas orgullosas de la audiencia: “Es decir que siempre quise irme al centro”.
A pesar de haber escrito versos como “las mujeres, cual velo fundamentalista han rescatado valores derrotados con mis abuelas” o “son independientes pero no son autónomas” no es exactamente una antifeminista. En los sesenta se trataba de exigir el mismo espacio de poder en el contexto de una época y un grupo marcados por la premura, por articular la lucha en torno del conflicto de clase como, a fines de la Segunda Guerra Mundial, lo fue para Rossana Rossanda la lucha antifascista.

El sesenta es un colectivo
Juana se formó varonera en el humo de los boliches de Corrientes donde todavía tarda media hora en ir desde Callao hasta Montevideo por la gente a quien tiene que saludar. Se diría que todo Corrientes tiene aún su fotografía y que si se mira por la ventana de La Paz podrá vérsela pasar yendo al Politeama, jovencita y altiva, colgada del brazo del novio de turno. En los poemas de Juana Bignozzi se ve que una generación es más espacial que cronológica por eso no es casual que en lugar de “los sesenta” ella hable del sesenta, un colectivo que en su trayecto incluye a un número limitado de personas que excluyen otros sesenta: “De hecho, cuando se habla de los sesenta, la mitad de lo que incluye ese término a mí me resulta completamente indiferente. Cierto tipo de cosas, que tienen su absoluta identidad histórica, no integran mi generación”.
Juana es como una especie de giganta de Baudelaire, alguien imponente que parece haberse bajado de un retrato con la certeza de ser una Medici o una Sforza, para apuntar con sus ojos verdes que pueden pasar sin un respiro de la crueldad y la malicia al desasosiego y la compasión ante las imposturas renovadas de una ciudad que ve de vez en cuando. Mientras los psicoanalistas nos suelen reenviar cualquier odio hacia el dúo mayor del triángulo edípico, la Juana oral cultiva el arte de la injuria menos como ejercicio ingenioso del agravio que como una suerte de condensación casi epigramática que, de desarrollarse, se convertiría en una certera crítica literaria. “Tanta pasión por Centroamérica y de qué iba a morir sino de un virus” dice de alguien que fue llamado alguna vez –y no por ella– un pequeño burgués con veleidades marxistas, y de un viejo engagé que tiró el anillo del compromiso: “¿Qué es un existencialista sin batalla de Argelia y Mayo del ‘68?”. Acostumbrada a derramar réplicas de novela negra ante los bisontes del PC de su juventud, es, sin embargo, extremadamente frágil y se rumorea que duerme abrazada a Garfield, a quien considera un puro dientes que cuando las papas queman se abraza a su osito de peluche como ella a él.
–El otro día yo escuché en una reunión de poetas jóvenes que Gelman no debió escribir lo que escribió en los últimos veinte años y yo pensé, a mí no me lo dicen porque estoy acá. Pero me quedé fría, me sentí como aludida. Claro que yo he tratado de perder los tics de los sesenta.
¿Cuáles?
–El otro día releí mi primer libro donde escribí por ejemplo “me crecen amigos en las manos”. ¡Ay, cómo pude escribir estas cosas! Después, esa confianza de que todo cambiará. Yo me doy cuenta de que por suerte muy temprano empecé a decir que no sabía si la revolución iba a llegar y que tampoco sabía si yo iba a vivir en la revolución. Porque ese tipo de confianza es una forma de desconocimiento de la realidad. Creer en el progreso que es el peor atraso y en las mañanas de pájaros y cantos. ¡Qué horror! Siempre que veo esas cosas me acuerdo de las películas soviéticas que empezaban con un muchacho y una muchacha con unas banderas saliendo hacia delante. Y digo, ¿Dios mío, todavía estamos en el sovietfilm? Claro que yo pienso en lo que perdura. Y que hay mitos que no tienen que morir. Que todo poeta en algún momento tiene la sensación de que si él no nombra algo, eso va a desaparecer. Es como una responsabilidad. En su última película sobre el sesenta Bertolucci dice: “Yo no quiero que se olviden de una gente que soñó”.
Muchos de tus compañeros de generación no han seguido escribiendo.
–La poesía es como el vino. Dicen que uno toma vino y que a medida que avanza la edad uno deja de tomar vino y deja de hacer poesía. Es decir, la poesía es como estar en el primer año de una carrera. Al tercer año llega la cuarta parte ¿no? Pero yo creo que a muchos poetas del sesenta los ha matado lo que ha matado al Partido Comunista. Cuando dicen por ejemplo: “Bueno, los jóvenes no me leen porque son brutos”. Si no te leen es por algo, ¿no? Hay que tener un poco de cara. Yo soy miedosa, por eso soy una mujer que enseguida busca el consenso social. A mí me gusta que me llamen, me inviten, me reconozcan. Por eso cuando escuché eso sobre Gelman me asusté. Ultimamente pienso que si por ahora me salvé de esa quema del ‘60 es porque nunca me sentí vocero de una generación o no fui tan famosa como otros. Gelman decía en público que era de El Pan Duro y sacaba en nuestro sello pero no se mezclaba tanto. Tenía otra dirigencia política, otra acción cultural. A Juan yo nunca lo vi en una reunión del grupo. Me llevó una vez, me sentó ahí a esa mesa, donde estaban los de El Pan Duro y creo que no volvió nunca.
¿Alguna vez pensaste qué hubiera pasado si te hubieras quedado?
–Yo creo que hubiera sido más intensa mi obra, más dolorosa.
¿Te parece que no has alcanzado una dimensión trágica?
–No hubiera alcanzado una dimensión que no me interesa. Yo no soy una mujer desgarrada. Yo me leo a mí misma y veo que es como si no me hubiera pasado nada. No tengo grandes conflictos con el amor, con el deseo.
Dirías que sos una mujer sin tragedia.
–Yo diría que sí.
¿En tu poesía o en general?
–Para mí es una tragedia no vivir en Buenos Aires. Y es una tragedia con la que vivo hace veintipico de años. Es un sentimiento que domina todo lo que hago. Eso me impresiona. Barcelona es una sociedad muy cerrada. Hay discriminación hasta con las migraciones internas. Los hijos de los inmigrantes andaluces, que son toda la mano de obra catalana, nunca han sido integrados, viven en barrios donde no se habla castellano. Ellos los llaman charnegos. Un charnego es nacido en Cataluña de padres no catalanes. Vivo de la traducción en una sociedad racista absolutamente acosada por una inmigración que no puede, ni quiere, ni tiene los medios de integrar ni de comprender.

Como pintada
Quién hubiera sido pintada, su último libro, editado por Siesta, marca un cambio de tono en Bignozzi y un diálogo con la pintura de los grandes museos pero no hay allí nada que recuerde el gesto admirativo del colonizado genuflexo ante la imponencia de los clásicos o de los modernos que algún día lo serán, ni el de los autores más o menos autobiográficos que viajan a Europa para poder deslocalizar sus textos. En un tuteo que atraviesa géneros, espacio y tiempo, la voz de Bignozzi discute con Hodgkin el color de Venecia, le acerca el Maldonado que ella conoció en los ojos de las mujeres de su familia, desafía a Sutherland a pintarla imaginando que lo haría con un fondo turbio de cafés y trolebuses, descubre el pelo azul de su propia madre en un Leger mientras hace el recuento de sus pies de pobre y de sus manos grandes de obrera, pero la clave está en haber escrito: “Vos lo soñaste /yo los conozco /para vos el deseo /lo único posible de ser llamado eternidad”, dedicado al padre y donde Juana, en nombre de ese padre, intenta mirar ese gran arte con sus mismos ojos. No para superarlo sino para descolgar los cuadros de los grandes museos y colgarlos en la casa de Saavedra o para transportar a esa familia que tenía la aristocracia del proletariado a esos grandes museos, acercándola también para hacerla ver imaginariamente no la obra cumbre sino el hambre del pintor o de la modelo, el trabajo arduo y el sinsabor, no la testa coronada del artista sino la base material de tanta belleza.
–Yo a los cuadros los leo. Eso lo descubrí después de que hice el primer poema de Quién hubiera sido pintada. Tengo una creación rara con la pintura. En mis poemas a veces hablo yo, a veces habla el pintor, a veces habla el personaje. Si no hacés poemas turísticos.
¿Ese libro marcó también un tono en tu obra, no?
–Sí, ahora yo hablo de los poemas de pintura y de los de siempre. A ver si en el próximo almuerzo con jóvenes me dicen en la cara que no debí publicarlos.
En este viaje, ¿encontraste a la gente todavía muy alejandriana (por Pizarnik)?
–No, no me vienen a escuchar. Ya ni nos cruzamos. Te vuelvo a repetir lo que te dije otra vez: algún día alguien va a leer esa poesía como el niño miró al gran duque. Es decir, cuando se trabaje sólo con los textos de Pizarnik sin el mito, ella va a volver a su verdadera dimensión.
¿Y (Olga) Orozco?
–A mí no me interesa la capacidad de reunir esa poesía aceptable y aceptada que deja toda la obra dentro de un status, de un aplauso que va a recibir y dentro de un grupo que va a decir que está bien. No sé de dónde viene esa poesía que se supone que usa las palabras que debe usar la poesía, que trata los temas que debe tratar la poesía. Eso es cuando la cultura en vez de dar vida, mata, como el adjetivo. Yo he leído algunas opiniones sobre Olga Orozco que me dan mucha risa porque yo sé que los que las escribieron no pensaban así. Claro, con tanta obra, tantos años, vos decís, bueno, vamos a dejar de meternos con una gran poeta argentina. Espero que de mí no hagan ese juicio nunca. Que en todo caso cuando hagan un juicio sea real. No porque estoy vieja y me voy a morir o me he muerto. Hay otras poetas que sí marcaron este país como Amelia Biagioni. Pero por esas cosas injustas de la fama, una es famosa y la otra no, pero eso no tiene que ver con la poesía. Yo lamento decir estas cosas pero es así.
En uno de tus poemas la voz dice que tiene nostalgia de no haber sido una teórica, algo así.
–Yo quiero ser Josefina Ludmer.
Estás coqueteando.
–Veo que continuás la saga de mi madre.
¿Cuál?
–La de los que no creen que yo sufro.
Te creo que sufrís fuera de Buenos Aires.
–Aclaro que yo no me fui porque no tenía que comer. Entonces no tengo esa sensación de que allí me salvaron la vida. Yo me fui porque pensé que los montoneros iban a gobernar el país. Entonces le dije a mi marido: En unos años volvemos, mientras hacemos algunos cursos, viajamos, miramos arte. Pero vino el golpe y nos quedamos engrampados. Yo por eso digo que soy desterrada, no exiliada.
En esa época no reivindicabas a Rosas.
–Yo siempre cuento cómo cuando yo llegaba al Centro Editor con la Todo es Historia, Beatriz Sarlo decía: “Ahí viene Juana con las Radiolandia de la historia”. Pero hablábamos de la Vuelta de Obligado. Yo no soy nada rivadaviana. El discurso de Civilización y Barbarie es de una sensibilidad más afín a la mía. El otro día iba caminando y dije “voy a dar una vuelta por Barrio Norte”. Entonces vi una casona donde decía Asociación Rosista y me llamaron la atención unos señores muy bien vestidos y un pizarrón con los versos de Mármol: “Ni el polvo de tus huesos la América tendrá”. Y al lado escrito: “¡Ja, ja, ja!”. Porque se cumplían 14 años de la repatriación de los restos. Y eso a mí ya me reconforta. Me dije: yo he vivido para ver que al Pentágono le caía una bomba y que éstos pongan “ja, ja, ja” al lado de los versos de Mármol, entonces tengo que estar muy contenta. No por la acción tipo Bin Laden pero el enemigo al que ataca Bin Laden ha sido tan odiado que eso te reconforta en alguna medida sabiendo que ni es el método, ni es lo que sirve, ni es una acción lúcidamente humanitaria. Pero me horroriza menos la violencia de los mazorqueros que las violencias del progreso, del poder y del establishment. La de la condena social, la de la miseria, la de las jerarquías de clase. La violencia de una sociedad desigual no sólo económicamente sino que cultiva esa desigualdad que te convierte en inferior en tu país. Donde alguien que tiene dinero pierde su dinero y sigue teniendo un poder, sigue manteniendo unos privilegios. Y otro llega a tener dinero y nunca tiene los privilegios ni el poder. A mí me horrorizan esos ciudadanos de segunda, no la Mazorca. Hace poco fui a la tumba de los Ortiz de Rosas en la Recoleta. Ahí vas bastante a menudo.
–A ver tumbas. De alguno digo: ay, hijo de puta, terminaste acá, me da alegría. Pero debo tener un look proletario. Porque el otro día cuando fui salía un montón de gente porque eran las seis de la tarde de un domingo. En ese momento entraron tres muchachos y vinieron directo a mí para decirme: “Señora, ¿dónde está la tumba de Evita?”. Y otra vez una guía me siguió, me llamó y me dijo: “Señora, ¿le indico dónde está la tumba de Eva Perón?”. Tuve que decirle que no la estaba buscando. Y yo pensé: “Cuando una es pobre aunque se vista...”
¿A quiénes vas a ver a Recoleta?
–Durante muchísimos años iba a ponerle una flor a Emilio Jáuregui. Es un recuerdo como de juventud. Voy a ver a los Ortiz de Rosas, paso por Cané adonde desde muy chica iba a ponerle flores por Juvenilia. Hasta que mi papá me dijo que era un hijo de puta. Después me divierte terriblemente que Evita esté enfrente de Sarmiento. Están a un metro y medio. Es maravilloso.
¿No vas a Chacarita?
–Es que no lo aguanto. Mis padres están en el osario. Esa tierra sin nombre: ¡Es una cosa! Ellos lo quisieron así. Lo dejaron por escrito. Con esa mezcla de anarquismo, José Ingenieros, el ateísmo, la comida sana. Que no te deja la fiesta de quince años, no te deja tomar la comunión con un traje blanco, que no te deja tener una tumba. Es terrible. Te juro. Y no los tiraron al aire porque está prohibido, porque mi papá quería que lo tiraran al aire. La última vez que fui, el día que él hubiera cumplido cien años, casi me desmayé. Sentí que me moría. Pensaba: “No puedo más, me voy a morir acá y éste se va a indignar. No soportaría saber que soy tan estúpida”. Por eso yo quiero que me entierren en una tumba con una placa.
¿Y un epitafio?
–En latín ...
Pero estarás bautizada.
–Clandestinamente. Me pusieron Juana por mi abuela. Yo fui la última prima, la más chica, con mucha diferencia con el resto. Y entonces nacían primas y les ponían nombres como Helvecia o Nenúfar. Entonces cuando nací yo mi mamá dijo no. Y me pusieron Juana, por mi abuela materna que se llamaba Juana y le dijeron Juanita hasta los 90 años. Ahora ese nombre suena bien porque se usan estos nombres antiguos y fuertes. Pero yo atravesé la primaria y la secundaria sin encontrarme con una sola Juana y cuando apareció una era una chica impresentable, pobre. Y encima parece un chiste. Pensá en Gelman. Los del sesenta nos llamamos Juan y Juana.

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