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Jueves, 2 de abril de 2015

HOMENAJE > LILIA FERREYRA

Adiós, compañera

 Por Marta Dillon

Se ha muerto Lilia Ferreyra; los ojos de una testigo de nuestro tiempo se han cerrado. Sus ojos, que vieron el horror y la resistencia, que se ilusionaron en los últimos años con la recuperación de la palabra y la militancia, esos ojos ya no ven, ya no están y en ese silencio y esa oscuridad algo de nuestra historia común se repliega como si el pasado amenazara con tragarse ese presente que se grita cuando se nombra a los que se llevaron. Era la última compañera de Rodolfo Walsh, eso dicen ahora, a la hora de escribir unas palabras urgentes, las notas que pueden rastrearse en la web, el escueto obituario que se le dedica mientras su cuerpo viaja a la Biblioteca Nacional donde fue velado entre amigas y amigos, sobrevivientes como ella a la noche más oscura de la historia argentina. Pero era más que eso, Lilia era periodista, gremialista, integrante de la Juventud de Trabajadores Peronistas, era una mujer alegre que bailaba el tango como ninguna, que lloraba por su compañero desaparecido, pero clamaba por su obra robada, sus últimos papeles, los que ella ayudó a transcribir, los que rodeaban la cama donde las mejores noches de amor y sexo se acunaron al filo del miedo y de la muerte. Sus ojos claros se dejaban encandilar por el mar. El exilio en México, después de un breve paso por Brasil, la había devuelto a su amor por la arena y las olas en esos años en que su corazón en carne viva apenas podía escuchar el primer acorde del “Otoño Porteño”, de Piazzolla, porque ésa era la música melancólica que sonaba una y otra vez cuando la clandestinidad la mantenía a ella y al inmenso escritor y periodista que fue su compañero encerrados entre cuatro paredes prestadas. Con Walsh habían planeado una quinta con lechugas y bordeada de álamos en el Tigre; a su lado supo de la pérdida inminente mientras él fraguaba la Carta abierta a la Junta Militar, que fue su último acto. Ella sobrevivió, era una sobreviviente, aferrada a su cigarrillo como si fuera su única compañía, refugiada en el último escritorio de la redacción, envuelta en sus pensamientos pero sin dejar nunca de intervenir en las asambleas, solidaria y dispuesta a dejarse tender la mano. Ilusionada con un proceso político que la había llevado, justamente a ella, que había perdido lo que más quería en las catacumbas de la ESMA, a soñar con un proyecto de museo, de memoria y de recuperación histórica de ese predio como representante del Estado Nacional en el Ente Tripartito que dirigió el lugar. No fue sin costo, no fue sin discusiones, aunque ella disfrutaba de haber vuelto a manejar, comprarse un auto con el que había ganado independencia para ir y venir de su oficio de periodista a su compromiso político, su compromiso como testiga, su corazón combativo. No quería ser sólo la viuda de Walsh, aunque eso sea lo primero que se anote de ella, aunque aquel amor haya sido tan refulgente que opacaba todo lo que siguió después. Aun así se animaba, iba a fiestas cruzando generaciones y volvía a sacarle viruta al piso y vale la frase anacrónica para honrar su esmerado estilo de tango que se reconvertía en cualquier otro ritmo. Trabajó en La Opinión y en este diario, clamó por justicia en la causa ESMA, asistió a Carta Abierta, puso el cuerpo cuando en 2008 la disputa por las retenciones a la elite agropecuaria empezó a polarizar los ánimos. Después fue debilitándose, su cuerpo ya no la acompañó para nuevas aventuras, pero fue tenaz en la resistencia como lo fue en los años de sangre y fuego. Murió Lilia Ferreyra, sus ojos testigos se han cerrado, la noche es más oscura esta semana, aunque la luna esté creciendo al principio de abril porque cada vez que una testiga muere el pasado parece un animal de fauces abiertas que nos deja, a todos y a todas, un poco más solas.

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