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Viernes, 10 de abril de 2015

CINE

Parte de la religión

La vida de la pintora Margaret Keane, aquella que pinta criaturas de enormes ojos, es la trama de Big Eyes, la última película de Tim Burton.

 Por Marina Yuszczuk

Se parecen a insectos: niños de ojos desproporcionados en los que la emoción se deshace en lágrimas decorativas, y la existencia de algo así como el alma se vuelve una pregunta siniestra para el que se anime a asomarse en ese abismo. Que somos todos, porque el tamaño se impone y no es posible eludir los ojos grandes pintados por Margaret Keane, esos que alguna vez nos contemplaron desde un poster colgado en la pared de una tía o una abuela. Cuanto más grandes los ojos, se supone, más accesible el interior, pero ese parecido demasiado lustroso con el caparazón de una cucaracha despierta la duda. Por eso, aunque quieren ser tiernos abrazando a sus gatitos, no es raro que los niños de Keane hayan cautivado a un aficionado de lo levemente monstruoso como Tim Burton, el creador de un joven que tenía cuchillas metálicas en lugar de manos o de una novia cadáver con dos globos oculares casi esféricos, hundidos melancólicamente en los cuencos de su calavera azul.

Se supone que el arte no se vende en los supermercados, pero a la vez, si está en el supermercado quiere decir que es exitoso y todo el mundo lo quiere. Los cuadros que Margaret Keane firmó con el nombre de su marido y que se comercializaron como pan caliente, en posters que reproducían en serie las figuras que Margaret pintaba cambiando solamente algunos detalles –pero que podrían ser mil variantes invariantes del mismo cuadro– quedaron afuera del arte desde el principio: un país que estaba orgulloso de ingresar al arte moderno y de fiesta con el expresionismo abstracto no podía consagrar esas pinturas de nenitos tristes. Pero para Tim Burton la disquisición sobre los límites del arte es estéril, apenas un tema secundario al que le dedica una parodia suave en su película. En cuanto a él, tan en serio se tomó la obra de Keane que le encargó un retrato de Helena Bonham-Carter (la británica que es una big eyes de nacimiento) cuando todavía era su mujer y del hijo de los dos, algo parecido a lo que otros famosos como Jerry Lewis habían hecho en su momento: el mundo del espectáculo no tenía mayores problemas en verse representado en un arte tan masivo como las películas.

Y de hecho en Big Eyes, que es su obra menos personal, Burton deja de lado la parafernalia estética y hace por primera vez una película lineal, puesta al servicio de contar cómo Margaret Ulbrich (Amy Adams), divorciada y con una hija, conoció a Walter Keane, se enamoró, se casó y luego fue su cómplice en fingir durante muchos años que a los cuadros de ella los pintaba él. Ese misterio, el de la artista escondida detrás del hombre chapucero (el insoportable Christoph Waltz en un papel que le viene como anillo al dedo) que, sin embargo, le consigue un éxito enorme como publicista, está en el centro de Big Eyes tanto como la melancolía de estar separada de la propia obra, que sin el reconocimiento público no tiene otro gusto más que el del trabajo esclavo en un taller solitario. El arte no parece ser, para Burton, una ocupación del espíritu que se satisface en soledad, sino algo para decirle al mundo, y en ese sentido el éxito comercial de los ojos enormes no hace más que separarlos de su autora en la película. Que también, como tantas mujeres maltratadas, se aísla de todo, dedicada puntillosamente a mantener el secreto de la impostura de su marido, a protegerlo en cierta forma. Es que las razones para robarle la fama a su mujer parecen tan débiles (vos sos demasiado tímida, la gente no compra arte hecho por mujeres, etc.) que el único factor capaz de darles cierto peso parece que ser que vienen de un marido, el salvador que le permitió a Margaret, divorciada, pelearle al ex la tenencia de su hija. Después, aunque se liberó de Keane, Margaret se hizo religiosa y encontró en Jehová a un dios un poco más amable. Por lo menos, uno que le permitió seguir pintando.

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