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Viernes, 9 de enero de 2004

ARTE

Indomable

Artista fecunda y aventurera, con clara y orgullosa conciencia de género, capaz de utilizar con total libertad técnicas y materiales incluso desprestigiados, Kiki Smith se ha ganado una importante muestra en el MoMA neoyorquino, que incluye grabados, libros y objetos.
Su fascinación por el interior y el exterior del cuerpo, la identificación con la rama femenina del árbol genealógico humano y una perturbadora relectura de los cuentos de hadas son algunos de sus ejes temáticos.

Por Moira Soto, desde Nueva York

Aunque aquella chocante escultura de la mujer tamaño natural, desnuda y en cuatro patas, expulsando un larguísimo tereso (expuesta en el Museo Whitney hace tres años, cuya publicación en Las/12 quizá recuerde alguna lectora fiel y memoriosa), podría inducir a deducir que a la artista norteamericana Kiki Smith le encanta solazarse en la provocación, esa impresión se desvanece a medida que se conoce la variedad, calidad, originalidad y coherencia de su obra. De la que da una idea bastante aproximada la muestra Kiki Smith, grabados, libros y objetos, que se ofrece desde diciembre pasado y hasta el 8 de marzo próximo en el Museo de Arte Moderno, instalado temporariamente en Queens. Esta fascinante exposición que patentiza su condición de mujer profundamente, orgullosamente identificada con su género y sus congéneres, ha sido curada por Wendy Weitman y propone, para el 28 de enero –entre otras actividades de su agenda– una conversación entre Smith y la crítica y novelista Lynne Tillman acerca de los ejes narrativos en las creaciones de la artista (autorretrato, anatomía, naturaleza, iconografía femenina). Posteriormente, el 24 de febrero habrá una mesa redonda –“Re-contando Caperucita Roja y afines: Cuentos de hadas en arte y literatura”– con la participación de las novelistas Kate Bernheimer y Francine Prose, el profesor de literatura comparada Jack Zipes y la propia Smith, moderadas/os por la curadora Weitman. Imágenes de la muestra, biografía, textos críticos y entrevistas figuran en la página Web www.moma.org/exhibitons/2003/kikismith, que bien vale una visita, con la yapa del acompañamiento musical de Margaret De Wys, colaboradora frecuente de K. S.
Hija del escultor norteamericano Tony Smith, Kiki nació en 1954, en Nuremberg, Alemania. Creció en Nueva Jersey, Estados Unidos, donde se educó en un colegio católico, y hacia fines de los 70 se afincó en Manhattan. Desde muy chica, ayudó encantada a su padre a hacer diseños sobre cartón para sus geométricas realizaciones. Cuenta Kiki que le costó bastante aprender a leer a la edad habitual, y que finalmente lo logró “mirando las cosas y dejando que comenzaran a hablar”. Asegura que esta actitud la ha aplicado siempre a sus quehaceres artísticos, a los que compara con estar parada en algún lugar apropiado y “entregarte a vientos que te llevan en direcciones inesperadas”.
Ya instalada en Manhattan, K.S. encontró cauce para sus inquietudes políticas y sociales al integrarse al Collaborative Proyect (Colab), grupo de artistas que trabajaban comunitariamente en el Low East Side y en el South Bronx, interesados en volver el arte accesible a todo el mundo, antes que en enriquecerse. Con este espíritu de modestos empresarios, Colab presentó en 1980, en un depósito abandonado de autobuses, el “Times Square Show”, en el que participó Smith poniendo en venta las ya legendarias camisetas Corrosive (estampadas con un contundente símbolo de productos tóxicos) y vestidos (en realidad, camisetas largas) que llevaban impresos fragmentos de láminas de anatomía halladas en México, relativas al esqueleto humano (de ahí que los nombres de los huesos, dispersos en aparente desorden sobre el tejido, estén en castellano). Estas piezas, presentes en la actual expo de Queens, dan cuenta de dos de los ejes temáticos recurrentes en la obra de la artista: el cuerpo y sus órganos, sistemas y fluidos, como paisaje de enorme diversidad y vitalidad; y en el otro extremo, la muerte provocada por la destructividad humana, ya contra los de la propia especie, ya contra los animales y las plantas, interrumpiendo con alevosía ciclos de la naturaleza.

Porosa y abierta
La mujer que sostiene que sus emociones artísticas de mayor impacto ocurrieron al ver Noche estrellada de Van Gogh y el Guernica de Picasso, cuando aún era una niña, se ríe distendidamente de los prejuicios acerca de materiales y temas desprestigiados en el arte por considerarlos “femeninos”. Es que ella, cuando se le da la gana, hace deliberadamente “girlie-art”, y le gusta que sus esculturas de papel maché, cuya suavidad e ingravidez aprecia, parezcan más frágiles de lo que en realidad son (el papel machacado es el usado para archivar, duro y resistente). Y de algún modo, este “girl-material” concuerda con la idea de Smith acerca de que la piel humana es como un sobre, una envoltura porosa que nos recubre: “Solemos pensar la piel como un límite del cuerpo, una línea de frontera. Sin embargo, las cosas pasan a través de nosotros todo el tiempo, somos penetrables en la superficie. Aquel límite entre el adentro y el afuera apenas es una ilusión. En esas esculturas de papel quería hacer una forma sin contenido, una carcaza muy liviana, como si estuviese realizada efectivamente de piel”.
Por cierto, Kiki Smith no se restringió al papel para modelar y esculpir: ha usado también vidrio, bronce, resina, peltre, incluso oro. Por otra parte, en sus grabados ha apelado a procedimientos heterodoxos, acaso porque es una técnica que ha desarrollado por su cuenta y que defiende fervorosamente. Cuando le preguntaron recientemente qué artista o qué asunto trataría como curadora en una muestra, respondió sin titubeos: “Gente usando distintos métodos de grabado. Pienso que los avances de los siglos XIX y XX en esta habilidad tuvieron una gran influencia en el arte, no siempre reconocida”.
“No soy monógama”, dice Smith al referirse a sus museos favoritos, pero si tiene que elegir uno, no vayan a creer que se queda con el MoMA, el Metropolitano o el Whitney, que han exhibido o tienen obras suya en sus colecciones permanentes. No, ella se inclina por el poco presuntuoso Museum of the Moving Image de Queens, porque “se pueden crear situaciones interactivas, obtener información sobre primitivos del cine, ver a la chica de El exorcista –uno de mis films preferidos–, llevar chicos y que no se aburran”. Por cierto, a K. S. le gustan los chicos ajenos, porque no los tiene propios (“no me reproduje”, dice con un guiño). Cuando su obra remite a la fertilidad, la procreación, los atributos sexuales primarios y secundarios de la mujer, nada puede estar más alejado de los estereotipos culturales de la maternidad. “Pienso el mundo en femenino –aclara–, no en la feminidad domesticada.” Smith cree que una de las conquistas más importantes del feminismo es la conciencia de las mujeres de ser dueñas de su cuerpo, “lo que las llevó a una serie de reclamos a los representantes del patriarcado en material de medicina, religión o cualquier otra forma de represión institucionalizada. Muchos de los argumentos que intentan justificar el racismo y el sexismo tienen que ver con contradictorias percepciones sobre el cuerpo. Esto se advierte en la forma en que son denigradas algunas tareas que tienen que ver con trabajos manuales, la crianza de niños. Cuanto más cerca de la tierra están esos trabajos, menos importantes son considerados”.

Encuentros inquietantes
La atracción al parecer inagotable que sobre Kiki Smith ejerce el cuerpo humano ya se manifiesta en sus tempranas creaciones, llegando hasta el presente. Y en ese amplio contexto de grabados que representan vísceras, de sistemas arteriales simbolizados por largos collares de cuentas de vidrio azules y rojas apropiadamente dispuestos, la exaltación de pelos de diferentes zonas del cuerpo, la presencia reiterada de huesos, músculos, sangre, lágrimas, pus, grasa, saliva, orina, semen, excrementos, la antes citada mujer defecando tan generosamente –que no figura en esta muestra que casi prescinde de las esculturas– podría encajar con toda naturalidad. No en vano uno de los libros de cabecera de Smith es la clásica Anatomía de Gray y, desde luego, tampoco cayó en saco roto todo lo que ella aprendió y experimentó cuando hizo un curso de paramédica de emergencia en un hospital de Brooklyn, mientras proseguía con su actividad en el New York Experimental Glass. A la vez, este interés en el cuerpo, en su exterior y su interior, está asociado a una formación religiosa poblada de santos martirizados, carnes desgarradas, llagas milagrosas, sacramentos con sus metáforas del cuerpo y la sangre de Cristo como alimento de los fieles en memoria de la Ultima Cena.
La afirmación de su sexo biológico se expande paralelamente, incluso juntamente con la de su género como construcción cultural, a través de órganos específicos o paisajes en el bosque con vaginas, mariposas y flores; los cuentos de hadas –en particular, Caperucita– releídos con intranquilizadoras perspectivas feministas; las artesanales carpetitas de crochet que asemejan estalactitas; el homenaje a la luna con decenas de fotocopias de sus propios pechos. Porque K. S. trabaja de muchas maneras el autorretrato, pero jamás con autocomplacencia: se la puede ver como en varias fotos donde gesticula exageradamente; detrás de imágenes de anatomía, en fotos borrosas comiendo y haciendo ademanes que aluden a los cinco sentidos (un tema que ella está decidida a seguir explorando en el futuro); en Sueño, esa silueta de tamaño natural como acurrucada en posición fetal, con diseño de entramado muscular en la superficie, no es otra que la misma Kiki, imagen que ella consiguió acostándose sobre una plancha impresora.
En la serie litográfica Perlas de Banshee, prosiguen los autorretratos en alto contraste, seriados, con intercalación de calaveras y máscaras de reminiscencias africanas, mientras que en la sección Contextos femeninos, celebra tanto a Emily Dickinson como a la Virgen María o a la Dorothy de El mago de Oz. Es especialmente conmovedor, aunque para nada sensiblero, su reconocimiento a Las hijas de Lucy, que trae implícito el concepto de que todos los humanos descienden de aquella primera mujer africana, a través de una suerte de árbol genealógico exclusivamente femenino originado obviamente por Lucy, y unas decenas de muñecas de lienzo que reproducen esas imágenes del grabado.
Kiki Smith rehace poéticamente las ilustraciones de Lewis Carrol para su Alicia (es bellísimo el cuadro de la niña nadando junto a un grupo de animales en el charco de lágrimas), y con Caperucita se aventura a presentar a la niña desobediente y al lobo mirándose de igual a igual –los colores de la ropa de ella parecen reflejar los de la piel del animal, o al revés–. Más perturbadora todavía es la imagen de la tradicional protagonista de Perrault naciendo, renaciendo –junto a su abuela, ambas con rasgos y ropa similares– de la cesárea practicada al lobo (¿por el acostumbrado cazador?). De misteriosa ambigüedad resultan, por su lado, los cuadros Mujer con lobo y Mujer con león, eróticos y a la vez de sugerente violencia. Bien diferente es el sentido testimonio de amor por su gata Ginze a la que dibujó después de muerta.
Uno de los platos fuertes de la exposición de Kiki Smith es Mi lago azul, audaz plasmación de la redondez sobre una superficie plana, lograda luego de experimentar con diversas técnicas. Fotografiándose con una cámara especial mientras rotaba en un banquito, Smith atrapó esta imagen de su rostro extrañamente estirado, como un globo terráqueo cuando se convierte en mapamundi. O como una viajera del espacio desplazándose a loca velocidad.

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