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Viernes, 8 de mayo de 2015

RESCATES

La reina del aire

Maya Plisétskaya
1925-2015

 Por Marisa Avigliano

Murió el mito vivo, la mujer con nombre de excelencia, ¿quién te creés que sos, Maya Plisétskaya? es la pregunta crítica, la frase que marca rangos y baja el copete. Nadie como ella, nadie o pocas que en este caso es lo mismo que nadie. Sólo Maya. Sus obituarios le dedican tristezas rusas de otro siglo a la hija del “enemigo del pueblo” (padre fusilado, madre prisionera durante la purga stalinista) que durante un tiempo, según contó en su autobiografía, pensaba a diario en suicidarse. El infortunio y la orfandad convivieron con horas de espejo en la escuela del Bolshoi donde estudió desde los ocho años, aunque ya bailaba desde los tres. Después, la necrológica semblanza de la bailarina se pierde en palabras aladas (confusión de brazos, suspiros de cuello) que dan el salto –el grand jeté– al escenario. Cuando esto pasa, la evocación se calza las zapatillas de punta, hace bailar a las palabras y le gana al réquiem. El cisne blanco está vivo, Plisétskaya está bailando una vez más y el resplandor extenuado es signo de constancia eterna. La rebelde con inigualable técnica que desde el tapete fundaba creaciones para Yves Saint-Laurent y Pierre Cardin, la prima ballerina assoluta del Bolshoi, la heredera de Galina Ulanova, vuelve a mover los brazos y entonces creemos que sus articulaciones no son como las de todos los demás. ¿Dónde nacen los hombros? ¿Cuánto hay que medir para poder llegar hasta sus manos? Maya, Odette y Odille en El lago de los cisnes, desgajó cánones y emblemas y soportó el silbido de los murmullos –no siempre en voz tan baja– que aseguraban con la mezquindad que saborea el consuelo de los tontos que su Carmen (la del cubano Alberto Alonso) era “erótica y formalista” y que sus saltos eran sólo destreza acrobática. Un tiempo después de aquellas diatribas un sacramento certero la bautizó Reina del Aire. Y fue desde el aire desde donde creó un alma con incandescencia corporal incapaz de hostigar anhelos. Experiencia metafísica que la muestra desnuda en súbita intimidad, sin engaño ni escapatoria. Verla bailar es comprobar la correspondencia universal en metamorfosis perpetua, una revelación poética donde el cuerpo en partes espera su turno para escribir en el aire (sí, otra vez el aire) los mohines que la música dicta. La bayadera incansable lamentaba haber conocido tarde a Béjart; él dijo alguna vez: “Si hubiera conocido a Plisétskaya hace veinte años, el ballet sería hoy muy diferente”. Maya también lo creía. Le gustaba decir que nunca había trabajado, que para ella bailar era un placer, un divertimento que hacía para los demás y que podía hacerlo siempre porque sus piernas nunca estaban cansadas. Bailó hasta poco antes de cumplir los setenta años.

Nació en Rusia, se nacionalizó española y murió en Munich unos meses antes de cumplir noventa años y con las valijas casi hechas para iniciar un viaje europeo de homenajes y festejos. En el escenario era infinitamente frágil, infinitamente resistente. Dones de quien es capaz de ser un brote en mitad de la sequía. “Con la facilidad con la que yo camino ella baila”, le dice una adolescente a otra mientras la miran por YouTube. El cisne blanco está vivo.

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