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Viernes, 11 de marzo de 2005

MONDO FISHON › MONDO FISHON

La tiranía Frigerio

 Por Luciana Peker

Veo el cuerpo erguido, bronceado, estilizado, balanceado, contorneado, proporcionado, volcado sobre la arena, acomodando por partes las acomodadas partes de un cuerpo al que no le sobra ni le falta nada –como un perfecto balance– y no puedo dejar de mirar la foto de tapa como el espejo de lo que no soy ni podré ser. No es nuevo. Las tapas de revistas nos recuerdan en cada esquina que las mujeres de tapa son médanos de perfección construidos con una suma de granitos de arena –difíciles de conseguir y mucho más de juntar–, a saber: dietas para verse flacas, cirugías para verse sexies, bronceado para verse atractivas, aceites para que el atractivo brille, gimnasia para que el brillo no decaiga, aparatología para reducir, lentes de fotógrafos para aumentar lo reducido que después –si las dietas, las cremas, los bisturí, la oxigenoterapia, pilates, los maquillajes y las poses no convierten en ideales– la aspiradora electrónica del photoshop convertirá en ideales modelos de sí mismas. Y –lo peor– en modelos para las demás.
Los retratos de las mujeres en verano son castillos de arena. El ideal de belleza cambió tanto que ya no se muestra mujeres bellas, sino mujeres –llanamente– ideales. Pero además, la imagen ¡ni siquiera! es todo. Hay más. La producción de la belleza ahora es tan clara, tan evidente –las modelos contando que marca de yogurt comen o no comen, que agua toman y cuántos litros, mostrando en las revistas en qué burbuja de calor se encierran a hacer bicicleta, o con que electrodos se enchufan en la guerra preventiva a la celulitis– que la producción de la belleza se convirtió en una ideología en sí misma.
Veo a Andrea Frigerio en la tapa de Caras con una belleza que envidio –¿alguien puede ajenarse a ver el espejo de lo que uno desearía y no puede ni podrá ser y no desear serlo?– pero no me sorprende lo que veo: una belleza estilizada, repartida, ni muy muy ni tan tan, entre la arena del verano. Me sorprende –oh sorpresa– lo que dice: “A partir de los 40 las mujeres tenemos el cuerpo que nos merecemos”.
Glup. Trago la frase como un KO en medio de mi estómago –mucho más abultado del que Andrea Frigerio nunca se permitiría–. No sólo no tengo ni lejanamente su cuerpo. No lo tengo porque no me lo merezco. Rezo por novena vez en el día el padrenuestro de la culpa por la no dieta / la no tonificación / la no producción propia que me devuelve el resplandor de los espejos ensombrecidos de la calle (nada peor que verse de refilón en la ventanilla subida de un taxi) hasta que vuelvo a repasar la frase símbolo de Frigerio. Antes la belleza –al menos– era un don. Ahora es producida. Antes era una bendición (presente o ausente). Ahora es una elección (también presente o ausente). Los mecanismos de mercado que forman la producción de una mujer bella son tan explícitos que no ser una mujer bella –para el mercado, al menos– es fruto del desinterés, la falta de voluntad (para no comer), de coraje (para no operarse) o de medios económicos (para no ir a un centro de estética) a hacerse bella.
Frigerio dixit las mujeres tenemos el cuerpo que nos merecemos (y, por ende, no tenemos el cuerpo que no nos merecemos). No es un título más de una mujer –envidiablemente– bella. Es el resumen del auge de la ideología capitalista más simple y naïf: No trabajan los que no quieren, no son ricos los que no se esfuerzan y, ahora también, no son (somos) lindas las que no (nos) producimos que, por ende, no estamos (ni estaremos nunca) en edad de merecer.

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