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Viernes, 13 de febrero de 2004

YO, PECADORA

Los celos

No nos digan que la tintorería no es el mejor de los pretextos para pesquisar cuando algún detallecito –él está como ausente, se fue sin dar un beso, se olvidó del aniversario, está llegando más tarde por la noche– despierta y alimenta nuestras sospechas: o él ya no quiere como antes, o –lo más probable– está con OTRA. Ya tenemos, pues, una buena excusa para hacer lo que otras veces hemos hecho por pura y sana curiosidad: dar vuelta bolsillos de pantalones, sacos, impermeables, abrigos. Como no encontramos nada (salvo algún billete de dos pesos del que tomamos posesión, alguna facturita inocente del vino que compró a la vuelta, un par de papelitos de esos que te dan en la calle con la promo de un canilla libre...) y ya estamos en incontrolable tren investigador onda Sherlock Holmes, vamos –si lo tiene– a su escritorio, revisamos cajones, abrimos una agenda que resulta ser de 1999, miramos en su mesita de luz, en el libro que está leyendo a ver si anotó de apuro algún teléfono... Nada de nada: cómo se nota que el tipo es cuidadoso. Olfateamos la camisa que usó ayer, quizás otras prendas más íntimas: ni perfume desconocido ni la más mínima huella de rouge. Seguro que es una de esas naturistas, orgánicas, ecológicas que sólo usa jabón Espuma porque es neutro y no tiene olor. La verdad, como celosas sufrimos más de cuatro veces, pese a lo que diga algún francés discursivo.
Una amiga, psi de bolsillo a la que confesamos nuestras cuitas, nos sobreinterpreta: es un fenómeno de proyección lo que nos hace dudar de él, porque conocemos todas las razones que él tendría para dudar de nosotras. Nada que ver, ella no entiende que apenas se trata de que aspiramos a la absoluta y total exclusividad, y que el sufrimiento de la duda es enorme. Otra con resabios psicobolches a la que consultamos para que desdiga a la anterior, nos pontifica que lo nuestro es un sentimiento burgués... Bah, cómo se nota que nunca sintieron la mordedura de los celos, ese ataque a mansalva que nos pone en trance. Ese miedo a dejar de ser imprescindibles, a ser desposeídas. ¿Qué hacer? ¿Lo seguimos disfrazadas? ¿Contratamos a un detective privado? ¿Esta noche cuando llegue, o mejor mañana que es San Valentín le ponemos a todo volumen Ne me quitte pas, de y por Jacques Brel?

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