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Viernes, 23 de noviembre de 2012

EL MEGáFONO

La Justicia y la violencia sexual intrafamiliar

 Por M. V.

“No se puede hacer nada, está todo hecho para que ellos ganen.” Así dijo mi hija, once años, víctima de abuso sexual infantil, hace dos semanas.

Ellos. Su progenitor, su abuela paterna. Tal vez todos los ellos.

Le pregunté por qué decía eso: “¡¿No te das cuenta?! Porque si realmente la jueza estuviera pensado en mí, ya se habría solucionado, y vos hace años que vas y venís haciendo cosas. Ya está, mamá”.

Siguió diciendo, en llanto silencioso, de adulto vencido que ha visto demasiado:

Que nunca va a tener hijos, porque no quiere elegir un marido que pueda hacer con sus hijos lo mismo que su papá con ella.

Que si tiene hijos, su papá, abuelo de esos hijos, puede insistir en verlos como la abuela hace con ella y eso –que los vea– sería horrible, y no quiere que pasen por la misma situación que ella ahora.

Que la dejen en paz. Que no puede más.

Que por qué la jueza y la defensora no la escucharon cuando les dijo que no, y tuvo que salir corriendo del despacho desesperada y llorando: “Ayudame, mamá, me quieren convencer para que vea a mi abuela”.

Que por qué, si ya les dijo, insisten e insisten.

Lástima que tenga tan claro lo que muchas madres sabemos y no nos animamos a aceptar ni a decir de viva voz:

Que no se puede hacer nada. Que está todo hecho para que ellos ganen.

¿Qué es lo que pasa en la Justicia argentina para que una nena de once años tenga esta lucidez?

Pasa que está viviendo toda una infancia prisionera de esa Justicia: ocho años, contados desde sus tres años y medio. Y la condena sigue, sigue.

Pasa que mi hija, y con ella cientos de niñas y niños víctimas de violencia y de abuso sexual intrafamiliar, sufren la violencia, todavía más dañina, de ser tomados por los funcionarios judiciales como meros objetos y no como sujetos pensantes, sufrientes, resilientes y deseantes.

Pasa que todos estos niños y niñas aprendieron desde muy chiquitos que son carne de cambio. Primero en manos de sus abusadores. Después, y aun más perversamente, en manos de quienes tienen la obligación de pensarlos como sujetos y protegerlos.

Aprendieron que no importan, que no pueden esperar que los defiendan funcionarios de la Justicia que los auditan y no los escuchan porque lo que dicen está en las antípodas de lo que quisieran oír, o que ponen a un traumatólogo forense a cargo de pericias ginecólogicas, o que les dicen que lo que les pasó en realidad no les pasó, que es la mamá quien dice que les pasó.

Todos estos chicos y chicas saben que la ley es letra muerta para ellos, que deben luchar contra fuerzas más grandes que las de un solo perverso: en silencio, llorando, huyendo del despacho de una jueza, o gritando su impotencia.

Mi hija también dice que cuando cumpla dieciocho va a hacer una gran fiesta: bye jueza, defensora, peritos, padre y abuela.

La fiesta de su liberación.

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