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Viernes, 11 de junio de 2004

A MANO ALZADA

Pocas luces

De la iluminación ilustrada a las versiones del “corte” en el siglo XXI

 Por María Moreno

La luz es metáfora de conocimiento y libertad. Por eso el doctor Pinel liberó al loco de sus cadenas con el mismo ademán con que abría las ventanas de la celda para permitir la entrada del sol. Platón sitúa en una negra caverna a los adoradores de ídolos, y el conventillo argentino del siglo XlX fue asociado a una “gusanera” precisamente por su permanente oscuridad, la real y la que oponía resistencia a la luz del Estado moderno. La luz que parece entrar con el médico al cuarto oscuro en el cuadro Un episodio de fiebre amarilla del uruguayo Juan Manuel Blanes es la de la Ilustración, la que el higienismo de los médicos protopolíticos del ochenta aplicaron en nombre de la reorientación de las aguas servidas y de los indeseables para la ficción nacional. En tiempos en que Buenos Aires se dirigía hacia su futuro construyendo sus encierros para los expulsados del ser nacional –cárceles, manicomios, depósitos de contraventores–, la luz era signo de haber pasado por el siglo de las luces: el que puso en suspenso a Dios uniendo enciclopedia y razón. Por ahí debió acuñarse la palabra “lumbrera”, o se dijo del que tiene una idea que “se le encendió la lamparita”. El doctor Estévez, director del Hospicio de Alienadas en tiempos de los crímenes del Petiso Orejudo, pensaba que la luz podía suplir tanto a las cremas de belleza como a la cirugía mayor, a la morfina como al chaleco de fuerza. Nada como un buen baño de luz de arco voltaico –afirmaba– para estimular la circulación, reanimar el apetito, curar la artritis, matar los microbios de la tuberculosis y pigmentar la piel. Nada más moderno y eficaz que los baños eléctricos, contrariamente a los baños turcos y romanos donde el paciente se ve obligado a aspirar las exudaciones malolientes de sus compañeros de cámara. Estévez tenía en pleno loquero una flamante batería de aparatos de corriente galvánica, farádica, galvano-farádica, máquinas estáticas para la franklinización, corrientes de Morton o estáticas inducidas, corrientes de alta frecuencia o autoconducción y corrientes sinusoidales y para la cromoterapia, cuyos detalles daba en sus cartas a las Damas de Beneficencia que no entendían una palabra y no visitaban el hospicio por temor a que un cortocircuito las dejara a oscuras, mientras las “enajenadas” sometidas a la luz prendida y a las descargas eléctricas mantenían el cutis color bilioso y morían del mal del siglo. Estas descripciones barrocas hoy suenan a orgía. ¡Qué imágenes angustiantes para el ministro De Vido!
Porque nadie vive con la luz de los ojos del amor, colgarse de la luz de afuera parece el mínimo indispensable para que la heladera permita el ahorro por la compra de la mercadería al por mayor, la luz de una lámpara, el hacer el nocturno luego de trabajar de repositor en el mercadito, y mirar el mundo cuando todas las puertas parecen cerradas, a través de la radio o de la tele, esos demonizados que también tienen la capacidad de contagiar la protesta. Entonces en La Matanza y en Morón se decidió matar al mensajero atacando a los empleados que descuelgan o desconectan o puede que sea la mafia ladrona de cables profundos, pero –como en los saqueos del 2001– atrás vienen los espontáneos a los que se dejó sin ese mínimo para vivir, que es la luz para verse las caras. Porque aun el apagón al gobierno de De la Rúa, la mayor performance política antes del arte conceptual expresado por el Que se vayan todos, exigía tener instalación eléctrica y una perilla para participar. Cuando, en el ‘99, el corte vino de Edesur, no se parecía a ningún arte: puso en peligro a los enfermos, arruinando remedios, interrumpiendo tratamientos o paralizando quirófanos, inutilizó productos de pequeños comerciantes y pudrió alimentos perecederos en épocas en que la cocina a carbón y el candelabro parecían superados por la adquisición de artefactos domésticos en cómodas cuotas y la ciencia había progresado hasta límites inimaginables décadas antes, pero siempre que hubiera algún enchufe cerca. Y, como siempre, el lenguaje acusa recibo: “corte” tiene un sentido diferente si la empresa descuelga a un colgado, o desconecta a un moroso, o si se trata del de una ruta al paso de la luz de baliza del chaleco piquetero. No es la misma “energía” la que desaparece cuando se acaba el último kilovatio comprado a veinte cuadras para darle de comer al Cashpower que la que se pierde cuando se falta a la sesión de reiki.
Cuando Torcuato Di Tella hizo declaraciones que anteponían el hambre a la cultura estaba desempolvando una falacia muy popular, hija ilustrada de “alpargatas sí, libros no”, como si de no reeditarse las obras completas de Sarmiento en edición barata o de no preservar del deterioro la sala de incunables de la Biblioteca Nacional, derivara automáticamente dinero para llenar de insumos un hospital de la Puna o se abriera un nuevo comedor escolar por cada 12 casillas de villa miseria. Según Nabokov, la vida tiene los argumentos más increíbles, de ahí que la cultura y su metáfora, la luz, parecieron, en el mismo período, exponer un destino común de apagón. Ahora, en los dos terrenos –las nuevas designaciones en la Biblioteca Nacional, la vuelta de los culturales a Canal 7, el programa de emergencia para la crisis energética– se espera la nueva fecundidad de una metáfora exhausta y de la material luz eléctrica. Y habrá que prender una vela porque, como comprobó De Vido al apretar el botón rojo de la turbina principal de la Central Embalse, al principio pasa una alarmante nada que se parece a un fiasco equivalente a cuando, para la mejor foto, no se enciende el flash: el arranque completo de una usina –o de un “yacimiento” como denominó Horacio González a lo guardado en la Biblioteca Nacional de la que es vicedirector– demora tiempo.

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