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Viernes, 31 de diciembre de 2004

A MANO ALZADA

Adiós

 Por María Moreno

Seguramente Susan Rosemblatt comprendió muy temprano la importancia publicitaria de que sus iniciales se repitieran como las de Marilyn Monroe. Por eso eligió el seudónimo de Susan Sontag. ¿O se trataba de resignificar la terrible combinación SS? La naturaleza la ayudó: su mechón de pelo blanco es un logo de identidad como la bizquera de Sartre o el turbante de Simone de Beauvoir.
Susan Sontag, que murió esta semana, era una mujer de izquierda a quien le gustaban las intervenciones espontáneas, en la línea del Yo acuso de Zola, pero hechas menos en los términos de personalidad corajuda y pieza oratoria, aunque con la misma intención de “dramatizar el hecho de tener una conciencia”. Ha dirigido Esperando a Godot en Sarajevo, ha denunciado la letalidad de la metáfora en la enfermedad, como forma de control político y como mito sobre la personalidad (La enfermedad y sus metáforas, El sida y sus metáforas), ha estado en Vietnam y en Chiapas poniendo el cuerpo, quizá con menos ilusiones progresistas de estar a tono con la historia y del lado de los vencidos que bajo las premisas de su admirado Antonin Artaud: toda constatación sobre la conciencia debe ser también una constatación sobre el cuerpo. En su caso, habría que precisar que también debía ser al revés.
Como feminista, Sontag no creyó en el ghetto de la identidad ni en la necesidad de una toma de posición exclusiva. Pero fue audaz cuando, en uno de los momentos en que más se solía acallar ciertas cuestiones políticas tradicionales en las luchas feministas como durante una guerra, ella denunció que las 170 clínicas que en su país practicaban el aborto bajo el lema “libre elección” recibieron sus sobres de ántrax emitidos directamente desde Virginia y no desde algún centro “contaminador” del terrorismo.
Es fácil reconocer en su fe intelectual la huella de Sartre, pero lo es menos por el compromiso que por la diversidad de sus objetos de curiosidad: la cultura popular, la fotografía, el porno, la guerra. En un día de 1975, Edgardo Cozarinsky entró al hotel de la Trémoille de París por Susan Sontag. Iba a ponerla en presencia de Victoria Ocampo, a quien ella definiría más tarde como la mujer que la precedería en la lucha por la liberación femenina. La impresión de Victoria fue tan imborrable como la que tuviera años antes frente a Virginia Woolf. Como en aquella ocasión, Victoria asoció la inteligencia de otra mujer a una imagen andrógina. En Susan alucinó “una figura alegórica para un nuevo Miguel Angel”. Reconoció, un poco apabullada, esa inteligencia cultivada, rabiosamente política e inequívocamente ubicada a la izquierda. Luego hizo un diagnóstico al adjudicarle “el esplendor de las piedras preciosas bien talladas y limpias”. El efecto de Sontag fue tan fuerte que Victoria se declaró “embobada a la manera de una madre que perdió de vista a una hija de meses y se la encuentra, de improviso, adulta y encarnando un sueño (sueño que para la madre no pasó de serlo, aunque para alcanzarlo recorrió mucho camino y desafió monstruos mitológicos)”. El recuerdo de Victoria Ocampo de Susan Sontag insiste en detallar las ventajas que el ídolo recién adquirido ha tenido a lo largo de su vida y todo el texto –publicado en La Nación– repetirá la fórmula: señalar la diferencia entre haber recorrido un camino escarpado –y para colmo con falda hasta los zapatos– y haber recorrido otro empedrado y con blue jeans: “... Pero esto de ahora son tortas y pan pintado, si se compara con lo de ayer, que conocí, y con lo de antes de ayer, que por fortuna no conocí. Las épocas de mi lucha fueron inverosímiles. Por suerte, Susan ha despertado en un mundo en que ya había tenido lugar el choque de las sufragistas inglesas y norteamericanas –una minoría– con sus adversarios. Léase, con la mayoría aplastante de los hombres y no pocas mujeres (empezando por la reina Victoria). El camino para Susan estaba más expedito”. La síntesis era algo pedante, Susan vivía lo que Victoria había pensado. Pero puede reconocérsele a Victoria el haber visto el aura futura del Miguel Angel nunca realizado.
Cuando Susan Sontag se alineó con los EE.UU. en la guerra del Golfo, recibió duras críticas. No toda la violencia era igualmente reprobable, no todas las guerras son igualmente injustas. Contra la guerra, ¿quién no lo está? Pero, ¿cómo se pueden detener los gestores del genocidio sin hacer la guerra? Ante un mal radical, la guerra es un mal menor: eran sus argumentos.
La posición de Sontag ante los atentados a las Torres fue diferente. Ya no se alineaba con los EE.UU. en nombre de razones iluministas, donde parpadean entre misiles las palabras “libertad”, “humanidad” o “mundo libre”. Las comillas que les puso a estas palabras en sus declaraciones fueron la baliza de su nueva posición. “Las voces autorizadas a seguir de cerca este acontecimiento –escribió– parecen haberse unido en una campaña destinada a puerilizar a la opinión pública. ¿En dónde está la admisión de que éste no fue un ataque ‘cobarde’ contra la ‘civilización’, la ‘libertad’, la ‘humanidad’, el ‘mundo libre’, sino un ataque contra EE.UU., la autoproclamada superpotencia del mundo, cometido como consecuencia de determinados intereses y acciones estadounidenses? ¿Cuántos ciudadanos estadounidenses están al tanto del actual bombardeo de EE.UU. contra Irak?”
Ante el dolor de los demás es un texto donde Susan Sontag ya no es nueva pero sigue pensando contra sí misma, releyéndose para ponerse en cuestión, utilizando estratégicamente las impasses de su enfermedad para atacar a Bush y seguir enseñando con su propia existencia.
La incomodidad del intelectual contemporáneo radica en la imposibilidad de pensar en términos binarios fenómenos de enorme complejidad y en el marco del sometimiento a las urgencias de los medios de comunicación, donde el silencio suele leerse casi siempre como abstención, pocas veces como resistencia. Susan Sontag pocas veces se abstuvo, no le importaba ennegrecer su alma bella. Y se puede sospechar que su pensamiento sobre Albert Camus la comprometía a ella misma: “En Camus no encontramos arte ni pensamiento de primera calidad. La extraordinaria aceptación de su obra sería explicable por una belleza de otro orden, la belleza moral, descuidada por la mayoría de los escritores del siglo. Otros escritores estuvieron más comprometidos, fueron más moralistas. Pero ningún otro aparece con más belleza, más convicción en su profesión de interés moral. Desgraciadamente, en el arte la belleza moral, como en la persona la belleza física, es extremadamente perecedera”.

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