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Viernes, 27 de mayo de 2005

A MANO ALZADA

(Excarcelación no es impunidad o de cómo separar la paja del trigo aunque el dolor nuble la vista)

 Por María Moreno

El agrupamiento a través de lazos de sangre con víctimas del terrorismo de Estado es el modelo rector de los que hoy perciben en las víctimas del gatillo fácil o del femicidio sistemático las raíces políticas de delitos que, en primera instancia, las agencias de noticias sitúan en la sección policiales. Habrá que recordar que las integrantes de ese modelo rector –al margen de los exabruptos de Madres de que se salen de madre– siempre se limitaron a azuzar a la justicia para que ésta se mantuviera a la altura de sus principios. Jamás la justicia por mano propia intentó relevar esa función. Y una de las sutilezas de sus transformaciones ha sido el hecho de pasar un legado que permite reaglutinarse en alianzas más allá de las de la sangre y escindirse de acuerdo con diferencias políticas: el campo de discusión actual en y no sobre el campo de los derechos humanos –aún maculado por las estrategias de la política, donde la palabra del lado de la víctima deja de ser la del alma bella– indica un avance democrático. La polémica alrededor de las condiciones y función de un Museo de la Memoria y la autocrítica en el interior de las organizaciones políticas de izquierda de los años setenta hablan de una voluntad de justicia profunda.

Los padres de las víctimas de Cromanón heredan de aquel modelo rector, al haber perdido aquello por lo que sin duda darían la propia vida –de ahí su incondicional persistencia en la lucha– y el hincapié sobre la justicia jurídica. Hasta aquí toda semejanza con las víctimas del terrorismo de Estado. Sin embargo, en estos días esa semejanza fue erróneamente extendida, a través de la insistencia ciega en el castigo ejemplar, la impotente política del ojo por ojo / diente por diente y la agitación hasta el infinito de la figura del chivo expiatorio, a las figuras de la impunidad como equivalente a la no vigencia de los derechos humanos. Habrá que ponerse pedagógicos como ya lo hicieran con más autoridad el juez Eugenio Zaffaroni y la jueza Carmen Argibay para señalar las diferencias entre impunidad y excarcelación: por la primera figura un presunto culpable de delito no es juzgado, es decir no pasa por la instancia de la justicia o no es condenado, por la segunda un presunto inocente vive fuera la prisión hasta su juicio. Esto tampoco es idéntico a la cárcel domiciliaria cumplida por ancianos delincuentes de Estado, como el comandante Massera, cuyo archivo criminal inconfeso –injusticia involuntaria de la decrepitud biológica– ha sido dañado por un accidente cerebrovascular. Chabán no es un asesino sino un eslabón en una cadena de responsables donde el azar de la tragedia determinó la muerte de casi 200 personas. La decisión de los jueces fue ejemplar en la medida en que abre el camino a una reforma de la justicia donde la privación de libertad de personas aún sin condena favorezca a los que pagan por aquellos por lo cual no han ido condenados (de cinco privados de la libertad por prisión preventiva, en la provincia de Buenos Aires, cuatro no están condenados).

María Julia Alsogaray, nos guste o no, como señaló la jueza Carmen Argibay, ha cumplido con su condena ya que, según la ley, una persona condenada a tres años de prisión puede obtener la libertad condicional a los ocho meses. En el caso de María Julia, han pasado veinte. En charla personal, Marta Dillon observaba cómo la homologación entre castigo y cárcel dejaba intacta la figura de esta institución como pudridero, escuela de violencia y animalización de los privados de su libertad; es más, parecía confirmar esas condiciones como las ideales para armonizar con la palabra “castigo”. También comentaba la necesidad de que las penas tuvieran un cierto correlato con el delito. En María Julia, por ejemplo, la pena podría ser el desembolso económico. Como integrante de H.I.J.O.S. ella ha podido simbolizar, al igual que muchos otros, el deseo de venganza a través de una demanda de justicia incluyente y no limitada al fuero judicial y abarcable a la sociedad toda. Simultáneamente, a través de sus crónicas ejerce un modo de justicia parajurídica, tradicional en los cronistas populares, donde recoge las evidencias para una crítica de la cárcel como institución “regeneradora” basadas en el testimonio de los que se elevan por sobre su condición de privados de la libertad para tramar una historia de la resistencia. El presidente Kirchner, que favoreció ejemplarmente los derechos humanos y la restitución de la función simbólica a través de rituales políticos fundacionales como el pedir perdón en nombre del Estado y recuperar en su representación los predios y el edificio de la ESMA, anunciando en su lugar la próxima fundación de un Museo de la Memoria, al vetar demagógicamente la decisión de los jueces y, en el mismo período, apurar la decisión de la inconstitucionalidad de las leyes de perdón y obediencia debida –en su conferencia en la Feria del Libro, habría dicho que no era deseable esperar hasta el bicentenario–, alienta a leer dos instancias legales diferentes como equivalentes y asimilables a un gesto de su voluntad personal. De este modo, dos decisiones de la justicia son intervenidas a través de una errónea gala de no tener pelos en la lengua y coraje individual. Recién ocurrida la tragedia de Cromañón, Zaffaroni señalaba la ira y el deseo de venganza –compulsivamente traducible en justicia– como inevitables y comprensibles en el duelo por un ser querido. Ahora alerta sobre la impaciencia en el campo de las decisiones jurídicas y, aunque no mencione el duelo, quizás utilice esta palabra para proponer al tiempo, no como equivalente al olvido, sino como aquel elemento que permita las transformaciones necesarias para que el cumplimiento del axioma político “juicio y castigo a los culpables” no sea excluyente del más radical “Nunca más”.£

(A pedido de la columnista y sólo porque es mencionada, la editora aclara que, como siempre, las columnas de opinión responden a las reflexiones de quien las firma)

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