las12

Viernes, 22 de septiembre de 2006

URBANIDADES

Un remiendo para la historia

 Por Marta Dillon

Fue hace más o menos diez años. Mi hija andaba entonces montada sobre sus rollers igual que si fueran zapatillas y se reía de cualquier cosa tapándose la boca con la mano como si buscara evitar que se le escapara el secreto que la hacía carcajear, casi siempre en complicidad con alguna amiga. Eso le permitía no aburrirse por tener que seguir a su madre a reuniones y trabajos, contigencia que suelen padecer hijos e hijas de madres solteras o con escasos recursos para pagar a alguien que los cuide en casa. Yo trataba de mantener una conversación de adultos mientras ella pasaba como un viento entre sillas y escritorios, escuchando y aprendiendo a veces más de lo que hubiera querido o necesitado. Después, claro, venían las preguntas.

—Mamá, ¿qué pasaría si ahora volvieran a gobernar los milicos?

—No van a volver, hija.

—¿Por qué?

—Porque nadie quiere que vuelvan.

—¿Qué?, ¿cuando mataron a mi abuela había gente que los quería?

—Y... sí.

—¿Y ahora por qué no?

No me acuerdo cuáles habrán sido mis palabras para explicarle el modo en que habían cambiado las circunstancias políticas e históricas, pero sí me acuerdo, cómo olvidarlo, que mi discurso de madre, mientras manejaba seguramente, que era lo que más hacía, de un lado a otro, no la convenció.

—¿Pero qué va a pasar si vuelven?

—No van a volver.

—Pero si ustedes dicen todo el tiempo que los asesinos están sueltos.

Ustedes era una referencia a H.I.J.O.S., en cuyas asambleas mi hija se aburría olímpicamente a pesar de sus patines, pero no dejaba de escuchar ni de leer entre líneas lo que nosotros mismos sentíamos como una amenaza.

Me acuerdo que preguntó y repreguntó hasta que me obligó a una salida elegante para tranquilizarla: tuve que decirle que, en todo caso, si volvían los milicos, nosotras tomaríamos el primer avión bien lejos de ese improbable desastre. Fue una estrategia, sinceramente no estaba segura de estar diciendo la verdad, pero en esa conversación, que después supe se ha repetido en muchas casas, la conciencia de la impunidad cayó otra vez sobre mi conciencia como un piano desde un décimo piso. Ella, tercera —¿o segunda?— generación de “víctimas” de la última dictadura, era capaz de sentir miedo porque estaba creciendo en un país, en medio de una sociedad, incapaz de coser las heridas con el hilo de la justicia.

Hoy, mientras preparábamos el almuerzo, un rato antes de sentarme a escribir, me dijo, como al pasar:

—¿Viste lo de Etchecolatz, mami?, ¿no está buenísimo? ¿Vos escuchaste las cosas que dijo ese tipo?

No pude evitar recordar aquella otra conversación con respuestas incompletas y apuestas a la voluntad más que a los datos concretos. Mi hija es ahora una mujer en la que la niña se cuela todo el tiempo. Si una mira para atrás, diez años son un suspiro en el viento y sin embargo es un tiempo suficiente para escribir otra historia y ser testigo de ella. Si me lo hubieran preguntado hace diez años no hubiera podido contestar más que desde el empecinamiento que se podría juzgar y castigar a los culpables. A algunos, es cierto, pero quedará escrito para las y los que vendrán que el hilo de la Justicia puede tensarse de generación en generación y que las palabras que faltan también irán llegando. Tener la chance de convertirme en querellante por el secuestro y la desaparición de mi madre –y por cada uno de los delitos que se cometieron en ese trance– significa esa oportunidad: la de empezar a poner palabras justas para tantos silencios. Volver a buscar a los vecinos, a los testigos, pasar la historia en limpio aunque a veces se sienta el peso del tiempo jugándoles trampas a la memoria y al dolor, también, de ser una mujer de 40 años que extraña a su mamá y siente la bronca intacta por su ausencia.

¿Podré saber alguna vez quiénes entraron esa madrugada de octubre en mi casa para llevarse a mi madre y a dos de sus compañeros? ¿Se podrá encarcelar exactamente a ésos? Las respuestas son difusas, pero lo cierto es que es posible intentarlo. Es posible para mí, ahora que soy adulta, contar lo que pasó para que quede inscripto no en un libro o en un informe de comisión –hablando de Conadep, recomiendo leer la última revista Barcelona y su “parque temático Sabato”, para refrescar la memoria– sino en un juicio en el que seré actora y que empezará a coser, otra vez y de otra manera, la profunda herida en mi corazón. Y en tantos otros corazones envueltos en esta trama, en este tejido que llamamos sociedad.

Compartir: 

Twitter

 
LAS12
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.