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Viernes, 16 de septiembre de 2005

CLASIFICADOS › CLASIFICADOS

20 pesos. Sin límites

 Por Roxana Sandá


Nunca supuso que en el caldo de las sobremesas domingueras iba a conocer el gusto infame que adquiere la carne al mercadeo, esa que eligen los índices sucios de tinta negra cada vez que recorren el mapa confuso de los clasificados. La revelación estuvo a cargo de un amigo, invitado mes por medio a comilonas caseras que recorren asados, vinos tintos, mujeres y televisión; en ese orden y casi siempre a contrapelo de otros deseos femeninos.

Clima jocoso, momento apropiado para falsas confesiones sobrevaluadas en anécdotas “picantes”, el tipo se despachó esta vez con nuevos detalles de sus incursiones al universo de los saunas y los “privados”, esos departamentitos de cuatro por cuatro en Belgrano, Flores o el Once, con rotación de chicas por cuarto y por hora.

Ella, que venía siguiendo el tema con seriedad de lectora de diario alarmada por “el fenómeno”, pestañeó en ese tic característico que se les escapa a las tímidas cuando les sobreviene el asco siempre declarado en la boca del estómago.

Y entonces, como quien definitivamente quiere la cosa, el tipo de mes por medio relató (¿con alegría?) que estaba frecuentando un departamento en Belgrano. “Una cueva”, donde trabajaban un par de pibas, “nada del otro mundo” pero “pendejas, me parece que menores, aunque a estas minas nunca les sacás la edad”. Dijo que las había descubierto en la sección “servicios para el hombre y la mujer” de los clasificados del fin de semana, que llamó y lo atendió “una con voz de veterana”, que él le dio algunas vueltas a la conversación “para no parecer desesperado” y que la otra lo alentó para concretar visitas de futuro próximo, “esta misma tarde, si querés”, en las que podría acceder “a todo lo que se te ocurra, sin límites”, y por “sólo 20 pesos”. El, que nunca en sobremesas domingueras había llegado a revelar con qué miserias paliaba su aburrimiento, advirtió sobre las bondades de esas “pendejas” de edades indecibles al momento de ejecutar “disciplinas eróticas, fetichismo, lluvia dorada, intercambio de arneses y un poquito de violencia, apenitas una presión para que no se retoben”.

No podría precisar si fue el choque de unos vasos intentando brindar por la performance del invitado o el timbre de calle que anunciaba la llegada de un heladero fuera de estación: sólo recuerda que se vio a sí misma empujada hacia la mesa, escupiendo en la cara de los presentes (al cabo sus amigos) que esos cuerpos se retuercen en una desaprensión de 24 horas, traídos bajo engaños de que nunca volverán a sus vidas de exclusión porque había leído –y lo creía– que casi siempre son cuerpos empobrecidos de nenas correntinas, misioneras, formoseñas y paraguayas que llegan a Buenos Aires para hacer de putas esclavas, que les cobran multas si no trabajan a tiempo completo, que amenazan con matarlas a ellas o a sus familias si se les cruza por la cabeza escapar y que las obligan a drogarse o a abortar para no entorpecer el negocio. Y que si el tráfico seguía creciendo era porque existían miles de desgraciados como su amigo, a los que les tiembla el pulso de alegría a veinte pesos la penetración. –Dejate de joder, che, que no es tu vida y no es para tanto –creyó escuchar al Negro solo o a coro, aunque no estaba segura porque le habían empezado a rechinar los dientes. De miedo: en ese instante tuvo la inexplicable sensación de que esas chicas y ella habían perdido algo, lo mismo, y que ya nadie se los devolvería.

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