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Viernes, 12 de octubre de 2012

VISTO Y LEíDO

La superficie de la línea

Un libro para llevar bajo el brazo en el largo paseo de la vida o para dejar que sea él el que nos lleve a dar la vuelta al mundo a través de sus acertados apuntes.

 Por Marisa Avigliano

Es difícil describir el método de trabajo y análisis de John Berger, aunque sus alcances y ventajas resulten evidentes. Consiste, desde el comienzo, en una oposición a los estudios tradicionales y lo hace así porque en Berger el exilio no ha sido en vano: cada centímetro de Alta Saboya o de Provenza se miden a su favor, en contra de las distinciones “reaccionarias” de la vieja escuela, en contra de sus razonamientos y paradojas típicas. La aprehensión de Berger ha tomado partido por efusiones y efectos de cuño barthesiano. Sabe cómo apoderarse del tema con una apreciación casual. Hay muchas en este libro, y todas impactan, acatan con cierta nobleza la dirección de la veta de una certidumbre efímera, pasajera. Hay en Sobre el dibujo una cantidad tan absorbente de apuntes certeros, que leerlo equivale a dar una especie de vuelta al mundo sobre la superficie empapelada de la línea y su sostén, el continuo. Una vuelta que nos permitirá además descubrir los matices y los valores en obras dibujísticas como las de Van Gogh, Watteau, Marisa Camino, Juan Muñoz y el propio Berger –sobre todo en su relato sobre el dibujo del padre muerto–. Pero hay más, es un libro que, en dimensión única, pasa de “contar un dibujo” a contar la experiencia –subjetiva, introspectiva– de hacerlo. Es un desperezarse narrativo que a nada conviene más que a la conducta ensayística. Por eso, si quisiéramos vivir o salir a pasear con un libro, éste es el ideal: persuade sin insistir y enseña sin empeñarse en convertir al lector en un “buen alumno”. Entre los ensayos que Gili reunió para esta edición (algunos ya fueron publicados en otros libros) me detengo por un rato en la correspondencia de trazos entre Berger, que sabe unas pocas palabras en español, y Marisa Camino (Madrid, 1962), que apenas sabe algunas en inglés. Marisa Camino y John Berger tienen una complicidad reveladora. Por suerte, no de intimidades (esa recompensa absoluta a la falta de introspección), o por lo menos no de las intimidades de las que se ocuparía alguien que entiende con suspicacia la palabra “relación”. Las intimidades en este caso se componen, como le gustaría a Deleuze, de otras intimidades adyacentes, de “agenciamientos”, como lo demuestran, entre otras cosas, estos ensayos que tanto revelan sobre la red de implicancias acarreadas por quien no levanta la vista del papel trazando una línea. No se trata de la soberanía del trazo, aunque Berger dedica palabras atinadas a Watteau y sus drapeados, sino de un curso de continuidad que parece inaugurar Paul Klee, y que Marisa Camino recorre, atenta a su apellido, a pie o en su bicicleta de carrera. Es lo que permite que Berger observe, a su vez, desde una perspectiva exagerada (nunca sabemos cuándo o dónde cambia el crítico la voz por la del narrador), la abstinencia manual de una restauradora profesional que sabe perfectamente cuándo y cómo empieza su tarea de artista. El papel que Marisa Camino fabrica tiene la organicidad misma de sus diseños, la fibra rústica de su industria. Por eso en sus cartas y dibujos no aparece mano alguna. El fuego es la sustancia de su obra, como el tiempo. Y como ocurre a menudo con quienes se atreven a hacer algo más (o algo menos) que jugar con ellos, la tentación consecuente y sucesiva consiste en dejar que uno u otro nos consuma. De manera anecdótica, Marisa Camino parece tomar recaudos o protegerse de una extinción prematura. Y le promete a Berger un viaje a Stromboli subordinado a la supremacía del volcán. No hay que olvidar, sin embargo, que de allí emergieron intactos, después de seguir las instrucciones de Arne Saknussem, los personajes de Viaje al centro de la Tierra, de Verne. Cuidado y bon voyage.

Sobre el dibujo

John Berger

Gustavo Gili

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