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Viernes, 19 de julio de 2002

ARQUETIPAS

La trepadora

 Por Sandra Russo

No tiene ningún talento apabullante, por lo menos no lo tiene a la vista, o sea: si lo tiene, lo sabe ella y lo saben sus allegados, pero a simple vista es una chica normalita, controlada, en sus cabales, dueña de sí. Tan dueña de sí es, o parece, que nunca se acerca a la gente a la que no le conviene acercarse. Tiene el foco puesto en su carrera (¿qué será?, ¿será abogada?, ¿será arquitecta?, ¿será periodista?), y acumula millaje con esmero. Aunque nada de lo que hace es descollante, sabe cómo hacerse lugar, cómo hacerse valorar, cómo hacerse llamar, porque ella nunca llama. Fue la primera premisa laboral que aprendió: hay que esperar que llamen, hay que mostrarse desinteresada, hay que estar aparentemente distraída, hay que estar siempre súper ocupada en otra cosa, para que quien llame comience a desear ser atendido, para que quien llame comience a desear la cacería.
Ella es pichoncita, parece como recién salida del horno, y sabe combinar su inexperiencia con cierta eficacia que deja traslucir en su actitud corporal. Se para derecha. Tiene el pelo brillante. Su ropa y su maquillaje siempre están impecables. Ha logrado que su aspecto denote al mismo tiempo modernidad y un aire clásico, y ha conseguido esa ambivalencia en terrenos mucho más espinosos que el aspecto. Sus contenidos también son duales, como quien dice “soy de derecha pero de izquierda”, o viceversa.
Siempre hay alguien dispuesto a protegerla cuando quien la protege amenaza con dejar de hacerlo. Ella no siempre paga esos favores con intimidad, pero a veces sí. “¿Y qué tiene de malo?”, se pregunta cuando percibe que a su alrededor hay gente que la observa con recelo. El protector de turno le gusta de verdad, ella no finge, no es falsa, no miente, todo lo contrario, si es fresquísima, es diáfana, es auténtica. A ella le gustan de verdad esos hombres que van facilitándole las cosas, que van empujándola hacia arriba. Le gustan tanto que de ninguna manera se va a privar de demostrarlo, porque ella cree ciegamente que quien la empuja hacia arriba y arriba son una sola y misma cosa, y ella tiene su norte más claro que nadie nada nunca. Ella incluso sospecha –¿pueden creerlo?– que alguna gente no la quiere porque tiene las cosas demasiado claras.

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