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Viernes, 31 de agosto de 2007

TALK SHOW

De tripas ¿corazón?

 Por Moira Soto

Políticamente incorrecta, polémica, incómoda, arriesgada: así se refirió buena parte de la crítica local al reciente estreno cinematográfico Black Book, de Paul Verhoeven. Un culebrón entretenido, superficial y esquemático sobre las andanzas rocambolescas de Rachel Stein, una judía holandesa que canta lindo en alemán (ella dice en algún momento que “antes” actuaba en un cabaret) y que sobrevive casi de milagro durante la Ocupación en Holanda. Lo del milagro no indica que Rachel sea una santa (“La Virgen no tuvo nada que ver”, diría Mae West, quien tampoco era muy católica) ni nada que se le asemeje.

Con un instinto de vida a prueba de nazis buenos y malísimos, y de colaboracionistas de lo peor, la desenvuelta y rendidora Clarice van Houten salta de una emoción a otra con suma plasticidad y hace los deberes que le encarga una Resistencia de pacotilla (éste no es un film cómico, vale aclarar). Pero primero se aprende versículos del Nuevo Testamento (“Yo soy la luz del mundo y aquel que me conozca tendrá la vida eterna”, etcétera) para pasar por católica y luego de salvar por azar el pellejo en una emboscada, salta a la cama de un apuesto capitán nazi, maduro y bonachón, pero suficientemente ladino (se aviva pronto de que ella tiene teñido el pelo de la cabeza y –ja, ja– el de la entrepierna que la chica “pela” sin complejos, como dijo un cronista radial) al que tiene que seducir para infiltrarse en los servicios de inteligencia –o algo así– de los invasores. Descocada para la época y las circunstancias, antes se saca las ganas con un miembro (presunto) de la Resistencia, al que se le trasparenta que no es trigo limpio.

Ya sabemos que la realidad imita el arte y que puede superar a la ficción, pero mientras que la vida real se puede permitir (es un decir) desprolijidades y desorganización, la ficción –en el registro que sea– debe resultar verosímil dentro de su sistema. Y he aquí, entre otros muchos ejemplos del mismo tenor, que esta historieta de los despachos donde se interroga a los detenidos y se hacen festicholas, que están directamente conectados con la mazmorra que da al río (¡y a donde se llega fácilmente por la otra puerta del baño de damas!) parecería poco convincente aun en la telenovela más imaginativa. Por lo demás, Rachel –que ahora se llama Elli–, de traje de soirée, cuando regresa de los pantanosos calabozos se lava los pies mugrientos con los tacones puestos, usando el chorro del inodoro, sin una gota de jabón. Teníamos noticias de que Verhoeven –aunque eficaz realizador de Bajos instintos (1992) que se volvió ineficaz al hacer Showgirls (1995)– no es un tipo ni sutil ni detallista, pero en Black Book (¿por qué en inglés si el título original, en todo caso, está en holandés?) se pasa de vivo contando con la suspensión de la incredulidad del público, atornillado a la butaca gracias a la velocidad con que pasan las cosas, los géneros (cinematográficos), las vueltas de tuerca. Todo con buen diseño artístico y cierto despliegue: cuando hacen falta aviones surcando los cielos y arrojando bombas, ahí están puntuales, y cuando se requiere de una multitud para celebrar la Liberación, los extras se multiplican. Y desde luego, si se trata de impactar apaleando con saña a Rachel y luego zampándole un baldazo de pis y caca (producidos por las personas acusadas de colaboracionismo, detenidas con ella), Verhoeven –tan lanzado él– no vacila un instante en mostrar la escena completa (con lo cual, la Carrie de Stehpen King y Brian de Palma se vuelve una semilla de comino).

Obviamente que la chica se va salvando de todas, siempre a ultimísimo momento y aunque quede colgada de un pincel: al decir esto no se destruye el suspenso porque en la apertura la vemos enseñando en Israel en época más o menos contemporánea y luego encontrándose con dos niños que le dicen mamá, se van y ella –que está igualita– pone cara pensativa, como de flashback. Sí, sí, señoras y señores, éste es un largo muy largo (dos horas y 25 minutos) flashback que, con simpático estilo anticuado desde la hechura, narra los recuerdos de Rachel, que suceden en perfecto orden cronológico, tersamente, sin el menor salto temporal, sin reiteraciones ni confusiones tan típicas de la memoria humana.

¿Dónde estará la incorrección política de Black Book? ¿En su forma desenfadada de banalizar el tema de la ocupación nazi en Holanda? ¿Hasta cuándo la muletilla canchera de elogiar lo políticamente incorrecto porque sí, en obras huecas y desprovistas de todo compromiso ideológico o moral? Porque si vamos a hablar de films controvertidos en serio citemos Portero de noche (1964, el síndrome de Estocolmo llevado a un extremo arriesgadísimo) o Lili Marleen (1981, con sus nazis inofensivos y sus judíos ricos fuera de peligro y sus soldaditos nostálgicos oyendo radio). Y si se trata de otros enfoques de la atroz etapa nazi, que no idealicen a las víctimas ni exalten la Resistencia ni presenten a los nazis como un bloque compacto de maldad pura y dura, se pueden mencionar –sin agotar la lista– film como Lacombe Lucien (1974) y Au revoir les enfants (1987) ambas de Louis Malle, El otro señor Klein (1976, de Joeph Losey, sobre el antisemitismo ambiente en el París ocupado) y sobre todo Europa Europa (1992) de Agnieszka Holland, producción que narraba con preciso humor las verdaderas aventuras del joven Solomon Perel, un judío alemán que se pasó casi toda la guerra fingiendo ser ario, en una academia para la formación de jóvenes hitleristas. Y en teatro, merece ser citada la pieza El coraje de mi madre, de George Tabori, que desarrolla las peripecias vividas por la progenitora del dramaturgo recientemente fallecido, cuando ella era muy joven y se salvó de una muerte casi segura gracias a la mano que le dio un oficial nazi, que además era vegetariano.

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