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Viernes, 13 de diciembre de 2002

TALK SHOW

Genio femenino

 Por Moira Soto

Papá, por amor de Dios, no me mates”, dicen los biógrafos que rogó en español María Malibrán a Manuel García, una noche de 1826, sobre un escenario neoyorquino cuando culminaba la representación del Otello de Rossini. La cantante, de 18 años, había visto relumbrar un puñal de verdad en la mano de su padre y maestro, intérprete del celoso moro. Acostumbrada a un estilo tiránico que incluía largas horas de ejercicios, imposiciones y amenazas, María creyó que esta vez era la definitiva. Hija mayor del destacado tenor español, María había sido forzada a extender su registro natural de contralto al de soprano, adquiriendo en esas clases torturantes una técnica prodigiosa. Aterrada por el maltrato, también aprendió por su cuenta a cantar llorando para no interrumpir la lección, un recurso único que luego a aplicó a sus celebradas actuaciones líricas.
Vida corta, excesiva, agitadísima la de María de la Felicidad García: a los 6, ya estaba en Agnese, de Paer, en Nápoles; a los 17, reemplazó a Giuditta Pasta, otra soprano legendaria; a los 18 se casó en Estados Unidos con un falso banquero y mala persona, Eugene Malibrán, del que pronto se separó, ya liberada de la férrea tutela paterna; a los 20, en el Théâtre Italien de Paris obtuvo un suceso arrollador haciendo Semiramis de Rossini, siguió con Mozart, volvió a Rossini; al año siguiente ya estaba conquistando Europa al tiempo que incorporaba a su repertorio a Bellini, Beethoven, Donizetti...; a los 22, conoce al violinista belga Charles de Bériot –joven, guapo, melanco, talentoso– y se le declara sin más, él retribuye ese amor fulminante y como todavía no se pueden casar, viven su romance públicamente, quebrando convenciones y escandalizando a muchos.
Esbelta y airosa, de óvalo perfecto y oscuros ojos almendrados con reflejos de oro, María Malibrán (en la imagen), además de cantar como las diosas diseñaba sus vestuarios, escribía relatos, componía música. A pesar de sus crisis depresivas, lejos estuvo de hacerse la diva: sensible, generosa, consciente de las desigualdades sociales, ayudaba a cuanto necesitado se le cruzara y en sus ratos libres, de negro y sin darse a conocer, visitaba a enfermos en los hospitales. Adorada por el público, reconocida por reyes y príncipes, admirada por grandes escritores (Musset, Victor Hugo, George Sand, Stendhal) y músicos (Liszt, Chopin, Bellini...), María Malibrán, que había tenido un hijo antes de poder casarse con Bériot, fue víctima de su propia entrega al canto: estando en Manchester, embarazada de nuevo, se cayó de un caballo (también era excelente jinete) y en lugar de guardar el reposo indicado, intentó cumplir sus compromisos: cayó desvanecida en escena y, diez días más tarde, moría a los 28.
Este personaje excepcional ha inspirado numerosas biografías y novelas, esculturas y pinturas, por lo menos dos films (La Malibrán, de Sacha Guitry, y La muerte de María Malibrán, de Werner Schroeter) además de la cantata In morte di María Malibrán, de Donizetti y otros compositores. La semana pasada se presentó en el teatro Avenida la ópera As Malibrans, de la brasileña Jocy de Oliveira. Un verdadero lujo de creación, interpretación y puesta en escena que apenas duró dos noches. La sobresaliente compositora, pianista y artista multimedia ofreció así la tercera parte de una trilogía que se centra “en los valores de lo femenino”. Apelando a la figura de la Malibrán, víctima de abusos paternos, Oliveira –con esplendor visual y musical– también pone de manifiesto rasgos comunes en los personajes femeninos de la ópera tradicional (Ofelia, Ifigenia, Desdémona) sometidos a la autoridad patriarcal y a menudo conducidos al sacrificio. Un espectáculo deslumbrante.

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