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Viernes, 15 de enero de 2016

Deseo y decepción

 Por Fermín Acosta y Morgan Lucas Disalvo *

Pensar al mito del* vampir* supone estar ante una figura compleja, porque aloja problemas y ansiedades colectivas de la modernidad, tales como el dilema de la aristocracia versus la burguesía y nuevas formas de movilidad social; el miedo al parásito y al agente otrificante que ocupa un cuerpo, un territorio y un sentido, el binomio heterosexualidad/homosexualidad, el problema de la disolución de las sociedades premodernas y la figura del tirano, la regulación biopolítica de la sexualidad de la mujer, el orden urbano versus el orden rural, el antisemitismo y el miedo al* extranjer*, entre otras formas de temores extendidos que perviven hasta el día de hoy. El teórico Jack Halberstam, en su libro Skin Shows: gothic horror and the technology of monsters, podemos caracterizar al monstruo como una categoría que pone en crisis el orden de la belleza, la normalidad, la humanidad y la identidad, afirmando que la novela gótica viene a funcionar como una tecnología de demarcación de lo que, se supone, se constituiría como las formas de lo anormal. El monstruo constituye una máquina significante en términos de género, raza, nacionalidad, sexualidad y clase. En este sentido, la facultad polimorfa de l*s vampir*s y su capacidad de hacer de este deseo de reinar en la fuga algo sumamente erótico, representa uno de los lugares más reconocibles del universo gótico. Si la piel ocupa un lugar central en el terror gótico y más tarde en el cine de terror, es porque, como explica Halberstam, es un lugar que viene a establecer una frontera y un pasaje plástico en los cuerpos, la raza, el género, que envuelve a la identidad, límite poroso entre lo humano y lo inhumano, entre lo vivo y lo muerto, lo animal y lo no animal. El vampiro viene a cruzar esa frontera con su apertura, su propósito es abrir el cuerpo para hacer emerger la sangre y dar paso a un yo que siempre son much*s otr*s. Un* vampir*, estado liminar entre lo vivo y lo muerto, puede cambiar de forma a deseo y voluntad (niebla, murciélag*, gat*, lob*), y a su vez, puede hacer de otras personas vampir*s, compartiendo algo de la propia subjetividad otrificante a los confines “seguros” de l*s human*s. El modo de efectuar esta alteración y transacción de fronteras está revestido de una voluptuosidad inmersiva: el pasaje es negociado por un beso de sangre, por un ritual íntimo, por un préstamo de inmortalidad al que el cuerpo y el alma se ofrecen. Lo que l*s vampir*s trafican, de una forma sumamente erótica que deja satisfechos por igual a la muerte y al placer, es una posibilidad inagotable de ser otr*s y  de circular a través de otr*s. No es de extrañar que, en tanto figuraciones espectrales de estas extrañas formas de negociación entre identificación y deseo (un deseo furtivo de hacerse otr*s, un pasaje entre otr*s que resulta indeciblemente placentero y revitalizador), l*s vampir*s contacten con el deseo lésbico, bisexual y otras multiplicaciones sexogenéricas. Particularmente hay ciertos tropos culturales de la bisexualidad (ciertas imágenes ligadas a formas de vida disolutas, nocturnales, licantrópicas y a su densidad subterránea, impronunciable, predatoria de fronteras) que le cuadran a l*s vampir*s a la perfección, sobre todo en relación con ciertos órdenes de profilaxis moral y social. Al igual que como l*s vampir*s, se puede pensar en l*s bisexuales no como personas confundidas, sino como personas que gustan de confundir a otr*s, imagen que puede ser ligada a un legado de iconografías de individu*s huérfan*s y desertor*s de los regímenes de la luz del día y “las formas claras”.   La vampira forma parte de lo que para la teórica feminista cinematográfica Barbara Creed constituye como una las figuras de lo monstruoso-femenino, es decir, encarnaciones culturales de lo abyecto donde la mujer emerge como una amenaza destructora del orden (siempre de hombres blancos cis heterosexuales). Hablar de lo femenino monstruoso como categoría supone hablar en términos de fronteras que se corren; para esto, retomando a la teórica feminista Julia Kristeva releída por Creed, la idea de lo abyecto es muy útil, porque denomina aquello que encarna un colapso de sentido, el lugar de lo indecible. La mujer vampira tiene su auge en el cine de los años setenta, que es cuando cobra más relevancia dado que, para Creed, hay una conexión directa entre este subgénero del cine y los movimientos de liberación de mujeres, que tendieron a incrementar las ansiedades colectivas en torno de una expresión excesiva de la sexualidad femenina. En ciertas creencias de la cultura occidental, la sangre ha figurado como un elemento capaz de revivir a otros seres o con la capacidad mágica de otorgar vida. Las vinculaciones entre la sangre y la luna, características sine qua non del universo vampírico, han sido señaladas numerosas veces a través de paralelismos entre el calendario lunar, la influencia de la luna sobre el planeta tierra y el calendario menstrual. En The roots of civilization, de Alexander Marshack, podemos encontrar que el calendario lunar, que consiste en trece lunas de 28 días cada una, fue originalmente basado en el ciclo menstrual. Por tanto, hay una vinculación denodadamente directa entre el universo de la sangre menstrual y los orígenes del mito de la vampiresa: “algunas culturas antiguas también asociaron la luna llena y el derrame de sangre mensual con la figura de la serpiente; las tres (luna, serpiente y ciclo menstrual) se articulan a través de instancias en que lo viejo se transforma en lo nuevo: la luna se mueve a través de un ciclo, el de la nueva luna; la serpiente muda y renueva su piel, y los sujetos que menstrúan renuevan su sangre”. * Docentes, realizadores audiovisuales. Integrantes del equipo Micropolíticas de la desobediencia sexual en el arte, de la Universidad de La Plata.

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