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Viernes, 19 de agosto de 2005

ANA MARíA MONZóN. HOSPITAL ESTéVEZ.

Lo que enseñan las locas

 Por Roxana Sandá

Cuando cumplió los 50 le asestaron una jubilación de oficio que en la provincia de Buenos Aires justifica la ley de emergencia económica y administrativa; por cierto que ese 1º de agosto del año pasado Ana María Monzón fue la única enfermera en el hospital neuropsiquiátrico Estévez, de Temperley, que recibió la baja a disgusto y se advierte también que inició una causa judicial por violencia laboral contra el actual director del lugar, Julio Ainstein; pero ésos son bretes para otras discusiones.

Hasta la fecha mencionada y durante treinta años, esta mujer que a los 13 participó en la primera cruzada sanitaria y a los 18 decidió seguir los pasos dados por su madre, enfermera también del Estévez, aprendió y enseñó que “las locas” podían convertirse en sujetos activos de su propia historia.

“Creo que las autoridades del hospital nunca se acostumbraron a mí. Los problemas siempre surgieron porque teníamos formaciones diferentes: a los 18, cuando empecé a trabajar, ese sitio era un asilo. Un día me puse los pantalones cortos y decidí sacar a las pacientes de las salas donde estaban postradas para hacer gimnasia, pero la práctica fue cuestionada por las autoridades y me sancionaron por provocar a los hombres que trabajaban en el hospital. En realidad, para ellos la verdadera provocación era pensar que las pacientes fueran personas que merecían una oportunidad.”

Sin embargo, las resistencias también se palparon –y persisten– en las reacciones de otras enfermeras que se negaban “a sacar a las que ellas llamaban ‘sus pacientes’ de las salas para hacer gimnasia en esa época o para realizar los talleres que generamos veinte años después. Fue un trabajo infernal poder abrir las salas, porque las enfermeras psiquiátricas se apropian de los internos, los bañan, les dan la medicación y tienen el resto del tiempo para ellas. Y para las autoridades eso es eficiencia”. Ana y algunas compañeras observaron en el trato diario las múltiples e invisibles formas de anulación a que eran sometidas esas mujeres con sus capacidades alteradas, no dormidas, y que les desbarataban hasta el derecho primordial a la identidad. “En el adentro las internas dejan de tener nombre y se convierten en mamita, nenita, chiquita, negrita; así las llaman las enfermeras, que también las visten con lo que encuentran, las desvisten, las bañan o las peinan como si se tratara de cosas que se limpian y vuelven a depositarse en su lugar.” Tanto despojo las llevó a pensar el proyecto que en 1994 se convirtió en Crear, un programa de coordinación en recuperación recreativa, educativa y artística, “que discutíamos con las pacientes fuera del horario de trabajo, en asambleas celebradas en el comedor médico, un lugar que desmitificamos y terminamos ganando para todos y todas”. De allí nacieron los talleres de diferentes disciplinas que ayudaron a transformar el manicomio-territorio de aislamiento en un espacio útil pensado como una propuesta real de salud mental.

Hoy, el Crear es definido “el jardín de infantes” –frase acuñada por el ex director del hospital Carlos Linero– de lo que cinco años más tarde nació como Prea, el programa de externalización que ganó conocimiento público hace un par de temporadas televisivas con Locas de amor. A todas luces exitoso, aunque nadie pueda explicar a ciencia cierta por qué se dispuso que el 1º de septiembre próximo cierre el centro de día, una de las patas fundamentales del proyecto.

Diez dedos gruesos enumeran el libre acceso de las pacientes a los talleres, el saludable exilio de las internas, el jardín maternal, la confección personalizada de ropa que las liberó de floripones estallando sobre escoceses imposibles. “Los cambios, los de la política, dieron vuelta las cosas y de alguna manera la medicación volvió a tapar todo. En el medio caí yo, me fui, sufrí y lloré durante todo un día, pero nunca tuve contradicciones porque habíamos logrado movilizar al setenta por ciento de las internas sobre un universo de 1200 y al final del camino aparecía el orgullo de que nuestro trabajo se lo llevaba puesto la paciente.”

Un hijo de 18 años, una niña de 7 en proceso de adopción y el espíritu contenedor de Ana María, único sostén de esa familia que “hacemos funcionar a modo de consejo”, soportan cualesquiera sean las incomodidades de la realidad que por estos días se manifiestan en la búsqueda voluntariosa de trabajo. Como enfermera, qué más.

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