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Viernes, 4 de enero de 2008

Las colas, el ano y el capital

 Por Omar Acha (*)

Hay que distinguir entre la “cola” y el “ano”. Cola o culo incluyen el ano, aunque la referencia pueda ser opaca, pero también a los glúteos. Si hablamos del ano, entendiendo por eso no sólo el orificio sino también el recto, hay sin duda una historia simbólica, es decir, de las regulaciones sociales de su uso, no sólo en su función de excreción, sino también en la de zona erógena. Por ejemplo, son famosas las condenas a la sodomía en la Biblia. O también han circulado en dibujos y bajorrelieves escenas de sexo anal de las culturas antiguas, incluidas las occidentales. O la persistencia del rechazo de la satisfacción anal que sostiene la noción de perversión en la teoría psicoanalítica.

No obstante, si pasamos al terreno de las prácticas sexuales reales, la historia es muy distinta. Allí el horror al ano se despliega en una multitud de usos que se ajustan bastante mal a los cánones eróticos oficiales. Lo importante es considerar los cambios que ocurren en el tiempo, de acuerdo con las sociedades y sus jerarquías. En la antigua Roma un ciudadano tenía permitido tener sexo anal, pero ejercido sobre inferiores sociales como los esclavos de ambos sexos. No se trata sólo de un órgano con una función fisiológica. Es también un arma de representación del otro. Esto es claro en el uso del “les rompimos el culito” de las canchas de fútbol, pero también fue y es un instrumento de insulto a un enemigo. Sucedió en las persecuciones medievales a las “sectas” heréticas, a las que se les atribuía, entre otras cosas, la sodomía. También comunistas y nazis se acusaban mutuamente de ser homosexuales. Si hoy el tema está tan presente es porque esta sociedad también hace del cuerpo una mercancía, que exhibe, vende y transforma. El culo no podía estar exento de la fuerza del capital.

Sin duda que los tiempos contemporáneos han modificado la tradicional relación de penetrador y penetrada. En parte por la difusión de las prácticas homosexuales, pero también por la generación de instrumentos o prótesis que permiten que una mujer pueda sodomizar a un varón, incluso partes del cuerpo que no eran usualmente pensadas para la penetración anal, como el puño o el antebrazo (en el fist-fucking) son indiferentes a la diferencia anatómica. Técnicamente podría haber, en ese sentido, una superación de la presunta barrera con la sexualidad lésbica. El debate es si eso reproduce el “falocentrismo” o lo desbanca, al mostrar que ese pequeño trozo de tejido, que es el pene, es sólo eso. Lo cierto es que la progresiva flexibilidad de las prácticas sexuales, entre ellas las gays, favorecen un relajamiento, justamente, de la defensa del ano, pequeña fortaleza que pretende conservar la homofobia.

Me parece que la preferencia de las colas en las imágenes se transforma muy rápidamente. Por ejemplo, son un fenómeno estacional, como en el lema “las colas del verano”. Y no tanto por una suerte de deseo masculino o femenino por mirarlas, sino por las estrategias de promoción mediática. No estoy seguro de que las revistas argentinas presten una atención particularmente intensa a las colas. Si las comparamos con las revistas brasileñas, pienso que las locales se dividen bastante entre las dos zonas de objetualización del cuerpo femenino: las tetas y la cola. Si pudieran mostrar en las tapas las vaginas, habría que ver cómo se reordena ese ajedrez que los varones, como género dominante, diseñan para lucrar con el cuerpo femenino. En Brasil las colas, sobre todo en las revistas directamente pornográficas, suelen ser más grandes y son situadas en un plano fotográfico que las hace más importantes que el rostro. En la Argentina ese ángulo es menos dominante. La misma dificultad de hallar un patrón estable aparece en las revistas eróticas gays, donde la cola, el pene erecto o los pectorales coexisten con el rostro en una fluencia notable.

Ahora bien, ¿son deseos de ver tal o cual parte del cuerpo los que llevan a esa presentación? ¿O son los productos los que crean el deseo? Viejo problema, probablemente insoluble, de cómo nace el deseo. ¿Qué se imagina en una cola? ¿Firmeza, juventud, lozanía? Pero eso es también un producto de la publicidad. ¿Cómo sabemos que una cola celulítica y caída no produce más placer, en la cama real, que la vendida por una modelo en una revista? Yo no apostaría nada al respecto.

(*) Historiador, docente en la UBA, investigador del Conicet y autor del libro El sexo de la historia.

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