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Viernes, 28 de marzo de 2014

Yo violada

Aún no había cumplido los trece años y tenía un novio de más edad que yo, tanto que él ya había pasado los dieciocho... Nos escribíamos cartas, tardamos meses en darnos un solo beso en los labios. Y poco más en comenzar a abusar de mí.

Yo era virgen, él decía que también. Nuestro amor era tan grande que teníamos que ser uno, debíamos hacerlo para confirmar que era una relación de verdad, el sexo era la prueba elemental de amor. Eso me decía a diario.

Para esa inolvidable primera vez quería llevarme a un lugar inhóspito, en pleno campo, bajo la luz de la luna. Quedamos a las 22 hs en punto pero yo no quería ir y, como no era capaz de decírselo, me puse unos zapatos de plataforma con los que tendría la excusa perfecta: imposible andar por el campo con estas sandalias. Apenas llegué y al mirarme los pies comenzó a gritar, arrojó rabioso una lata contra la pared... Porque mi desgana significaba que yo no sentía nada por él, que nunca lo había querido, que estaba por pasar el rato, que no lo tomaba en serio. Amenazaba con dejarme.

Sí, al día siguiente llevé ropa cómoda...Y fui. No quería, tenía miedo, no sabía ni lo que estaba haciendo. Y fui. Desatando desde entonces un sinfín de abusos y chantajes. Comenzaba mi infierno secreto.

Aquella tarde refrescaba y subiendo a su casa quiso subir en ascensor, yo de ningún modo quería. Me dijo que no fuera tonta, que no iba a dejarlo así, que un poquito solamente. Detuvo el ascensor, me arrinconó contra los cristales, me rompió las medias por debajo de la pollera. Me metió su asquerosa e indeseada pija hasta que se cansó mientras yo apretaba con fuerza los ojos deseando que todo acabara pronto. Luego desbloqueó el ascensor y todo siguió como si nada. Si eso era el amor, me preguntaba por qué todo el mundo parecía buscarlo.

Una noche mientras paseábamos me propuso ir a un sitio tranquilo para fumarnos unos pitillos a escondidas, así que nos dirigimos a un viejo parque junto a las vías del tren. Había llovido y la tierra estaba mojada, nos sentamos sobre un gran tronco de madera caído. El quería saber si alguna vez había chupado una pija, aunque era evidente que no. Antes de que me diera apenas tiempo a responder ya sabía lo que vendría después... Hacerlo como prueba de amor. Y sí, así fue. Sentí un asco tan profundo que aún hoy recordarlo me revuelve las entrañas. Quería enseñarme, en ello residía su perturbado morbo, en mi absoluta inocencia, en mi confianza ciega, en mi fragilidad emocional, en mi desprotección.

Decidí acabar con aquella relación algo más de un año después, por tantas razones que ya apenas puedo recordarlas...Me suplicó ser mi amigo, y mientras aún lo intentábamos, nos encontramos una tarde en la plaza. Decidimos dar un paseo para charlar, ya que yo ese día había discutido con mi mejor amiga y necesitaba desahogarme. Caminando vi que nos dirigíamos al inhóspito campo de la primera vez, me explicó que sería bonito recordar juntos aquellos viejos tiempos, una vez más le creí sin querer hacerlo (...)

¿Alguna vez intentaron evitar que alguien las toque? Me refiero a esas formas sutiles pero decididas de nuestro cuerpo para dirigirse en dirección opuesta a quien nos roza, al mismo tiempo que ese alguien duplica la fuerza ejercida para retenerte. Es como un lenguaje mudo en el que quieres huir sabiendo que no podrás escapar, pero tu cuerpo se niega a aceptarlo.

Continuaba llorando, ya no sabía si por mi amiga, por verme allí de nuevo con él, por todo lo que me esperaba... Empezó bajándome el hombro de la camiseta, me besaba y acariciaba con tal ansiedad que me arañaba la piel.

Dije: “no quiero”, “por favor, no quiero”. Lo susurré amablemente. Lo afirmé amenazante. Lo grité desgarrada.

Me respondió que entonces para qué lo había llevado hasta allí, que para qué me había puesto la camiseta de cuadros de escote en la espalda, que por qué ahora disimulaba como si no me gustara, que le llevaba calentando desde el primer momento.

Yo seguía llorando, él se ponía el condón torpemente, alumbrado ya apenas por algunas farolas lejanas. Rompió la cremallera de aquel pantalón amarillo que jamás he vuelto a ponerme. Una vez más apretaba los ojos con fuerza para desaparecer, pero esta vez no podía frenar las lágrimas que se derramaban sobre mi pecho semidesnudo con la ropa arrancada.

Me gritó: “Deja de llorar ya, joder, que me cortas el punto”. Y yo lloré con tanta fuerza que sacó su pija de mi cuerpo lleno de rabia, tiró el condón a un charco y me dijo que ahora me volvería sola hasta mi casa (...) Pero ya nada me daba miedo y comencé a andar a toda prisa por aquellos caminos en la noche cerrada. No podía dejar de llorar, me agarraba fuertemente los brazos para intentar tranquilizarme, me corté los pies con decenas de cristales rotos. Sólo quería llegar a casa.

Conseguí dormir entre escalofríos y sudores, pero me despertó su llamada a primera hora: me estaba esperando en el centro médico para que me facilitaran la píldora del día después. Al parecer había olvidado comentarme que el condón de la noche anterior estaba roto. Creí que en ese momento morirme sería la mejor de mis suertes. Sin fuerza me arrastré hasta el centro médico, con ojeras y los pies llenos de heridas, con un intenso dolor en la vagina y mi profundo miedo. No me la dieron por ser menor de edad. Recorrí todas las farmacias y centros de planificación familiar, nadie me dio aquella maldita pastilla.

Con poco más de 14 años le grité su final en mi vida, si estaba embarazada y decidía continuar jamás conocería al fruto de mis entrañas, que jamás lo vería, que se alejara para siempre. No sé de dónde saqué las fuerzas para hacerlo. Y en apenas 48 hs me vino la regla... Liberándome para siempre.

Durante años he recibido regalos, fotografías enmarcadas, cartas, llamadas, mensajes, mails... Más de 10 años después he tenido que bloquearlo en todas las redes para que dejara de acosarme, he tenido que esconderme en festivales y lugares públicos, ha dormido varios días en mi portal esperándome, ha recorrido pueblos detrás de mí para fingir un encuentro casual.

Durante años pensé que tu pareja no podía violarte, que eso sólo lo hacían extraños con una navaja. Nadie me avisó de todas las formas de violencia que ejercerían contra mí y contra mi cuerpo de mujer.

Nunca denuncié, jamás me he sentido segura ni protegida para hacerlo. Sé que su venganza sería terrible, y que la ley no me protegería de ella. Una sociedad machista tácitamente permite esta barbarie, mira hacia otro lado, legitima el abuso poniendo siempre insuficientes medios de prevención y protección. Quien me hizo vivir esta pesadilla es una persona que vive plenamente integrada en esta sociedad enferma, trabaja y tiene una familia, sale de fiesta con sus amigos, colabora con las ong, podría ser cualquiera de los treintañeros con los que te cruzas por la calle. l

De Feministas ácidas, de Irene Redondo www.feministasacidas.com

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