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Lunes, 18 de octubre de 2004

FúTBOL

El eterno sueño de Rivada

Era wing en Huracán de Tres Arroyos y jamás hubiera imaginado ver a su querido equipo en Primera. Casi tres décadas antes de la hazaña, cuando él tenía 27, fue secuestrado y desaparecido. Esta es la historia.

Por Gustavo Veiga

Carlos Alberto Rivada era uno de esos wines que vivía en armonía con la raya de cal. Un puntero derecho que, al decir de ciertas voces, “hoy podría jugar en la Primera de Huracán de Tres Arroyos”, el club donde se formó. Y también un deportista que se destacaba en el básquetbol. El “crédito local”, afirmaría un lugareño de esa ciudad, corazón triguero de la provincia de Buenos Aires que se levanta a 500 kilómetros de la Capital Federal.
“Siempre fue un delantero con desborde, muy completo, que además jugaba para la selección de Tres Arroyos. Era uno de los mejores de la época. Incluso había despertado el interés de clubes de afuera. Recuerdo que una vez Huracán jugó en condición de visitante contra Racing de Olavarría y estaba obligado a ganar, porque había perdido 3-2 como local. Fue allá e igualó la serie con el mismo resultado. Y, para desempatar, tuvieron que patear penales. Carlos hizo un gol en la definición...”, evoca Juan Alberto Poteca, un relator de fútbol nacido en Tres Arroyos, ex periodista del diario La Voz del Pueblo y que compartió con Rivada muchos momentos durante su juventud.
Aquel extremo habilidoso que despertaba tantos elogios en la zona jugó el último partido de su vida contra Estación Quequén, el campeón de Necochea, la noche de su desaparición. En la madrugada del día siguiente, el 3 de febrero de 1977, la enfermera María Rosalía Fernández halló abandonados a un chico de tres años y a una beba de sólo cuatro meses en la puerta del Hospital Pirovano de la ciudad. Eran los hijos de Rivada y su esposa, María Beatriz Loperena, nacida en un pueblo vecino: González Chaves.
Pocos días después de que secuestraran al matrimonio, el club Huracán se dirigió por escrito al comandante del V Cuerpo de Ejército, el general Osvaldo René Aizpitarte, para requerirle información sobre el paradero de su futbolista. Un párrafo de la nota citado en el libro 22. Los tresarroyenses desaparecidos, de Andrés Vergnano y Guillermo Torremare, y editado por El Periodista de Tres Arroyos, transmite una absurda versión sobre la dictadura militar: “En pleno vigor de los derechos constitucionales de todo habitante del país, consideramos un deber de autoridades y ciudadanos proceder a un exhaustivo examen y análisis de lo sucedido, lo que demuestre la vigencia de tales derechos, el fundamental de los cuales es la libertad”. El texto está firmado por quien era presidente de Huracán, el doctor Roberto Seghezzo, y su secretario, Abel J. Pérez.
El 4 de julio de 1982 y sin haber conseguido ni un dato sobre el destino corrido por su hijo Carlos y su nuera María Beatriz, falleció Héctor “El Chivo” Rivada. En su juventud había sido arquero de Villa del Parque –otro club de Tres Arroyos– y además presidente de la Asociación de Básquetbol de la ciudad. Sólo le quedó el consuelo de haber recuperado a sus nietos, Diego y Josefina, gracias al hallazgo de la enfermera Fernández.
“La familia Rivada es muy querida y respetada. Los padres tenían una sastrería y casa de deportes que, si mal no recuerdo, representaba a la marca Sportlandia. Carlos era un muchacho muy simple y había estudiado para técnico electromecánico en el Colegio Industrial. Un día nos cruzamos en la plaza del centro de la ciudad. Yo venía de misa y él iba caminando con el bolso porque esa tarde jugaba contra Boca de Tres Arroyos, el gran rival de Huracán en aquellos años. No me caben dudas de que fue uno de los mejores futbolistas de esa época, que hoy hubiera integrado cualquier equipo”, sostiene Poteca, quien siguió a Rivada por algunos pueblos de la provincia, donde dejaba las huellas de su gambeta.
Los periodistas deportivos locales destacarían esas condiciones en enero de 1977, el mes anterior a su desaparición. Aquel wing jugaba todavía por la camiseta y también para costear sus estudios universitarios en Bahía Blanca, donde se recibió como ingeniero electrónico. Allí había conocido a María Beatriz, una profesora de letras, con quien se instaló en Tres Arroyos. Hasta la fecha de su secuestro, los dos gozaban “en su vida de relación o en las actividades profesionales que ambos desarrollaban, del mejor de los conceptos”, como sostenía La Voz del Pueblo en su edición del 3 de abril de 1977.
Rivada tenía 27 años cuando tomaron por asalto su casa, contigua al comercio de indumentaria deportiva que tenía don Héctor y que se llamaba “Los mellizos Rivada”. Su padre radicó la denuncia en la Comisaría 1ª de Tres Arroyos el 4 de febrero de 1977 –que quedó caratulada como privación ilegítima de la libertad y hurto, ya que a Carlos le robaron su camioneta Fiat multicarga– y, desde ese día, no cesó de buscarlo por todo el país. Se entrevistó con autoridades militares y navales, les cursó telegramas al dictador Jorge Rafael Videla y a su ministro del Interior, Albano Harguindeguy y hasta le envió una carta al cardenal Raúl Primatesta, quien le respondió su mensaje con un piadoso “el señor lo bendiga y fortalezca”.
En los archivos de la Conadep, Carlos Alberto Rivada figura con el número de legajo 4345 y la inscripción de que nunca pasó por un centro clandestino de detención. Aquel puntero de mirada despierta y que bien podríamos imaginar despegándose con un quiebre de cintura de la raya de cal dejó su marca en el fútbol de Tres Arroyos. Si hoy estuviera entre nosotros hubiera jugado en sus sueños junto al Novillo García, Izquierdo y los dos hermanos del apellido difícil, Dragojevic. Los mismos que, 27 años más tarde (la misma cantidad que él vivió), ascendieron a su Huracán querido hasta el escalón más alto del fútbol argentino para entreverarse con River y Boca.

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