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Lunes, 3 de agosto de 2009

CONTRATAPA › A PROPóSITO DEL RETIRO DEL FúTBOL DE JUAN PABLO SORIN

Graffiti futbolero

Fin de una prolífica trayectoria global: pasó por Argentinos, Juventus, River (6 títulos), Cruzeiro, Lazio, Barcelona, Paris Saint-Germain, Villarreal, Hamburgo, otra vez Cruzeiro. A los 33 años, Juan Pablo Sorin (100 partidos en selecciones nacionales, 25 en juveniles, 75 en mayores; campeón panamericano en Mar del Plata, campeón mundial juvenil en Qatar) dijo basta. Recuperado de las lesiones que lo agobiaron en los últimos tiempos, asegura haber elegido un momento en el que se encontraba físicamente bien para decidir el retiro. La gente de Argentinos quiere que vuelva a la cuna futbolística. El sueña con un partido homenaje en la cancha de Juan Agustín García. Ahora tendrá más tiempo para dedicarle a otra de sus pasiones: la literatura. Se cerró un ciclo para un excelente marcador de punta, se abre otro para el promisorio hombre de letras que empezó a insinuar en algunos textos publicados en el sitio www.mediapunta.es. Reproducimos aquí uno de sus cuentos.

 Por Juan Pablo Sorin

Se juntaban por una señal en la calle. En la misma calle donde jugaban cuando eran chicos. No era una reunión formal, no. Ni siquiera se comunicaban vía e-mails o teléfonos. El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un graffiti sobre la pared del baldío. Allí, donde habían llevado a sus primeras novias y a la gordita Luisa que les había repartido alegrías, como un payaso de pueblo, a cada uno de ellos. No se comunicaban vía e-mails o teléfonos. El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un graffiti sobre la pared del baldío.

Entonces, el dibujo con aerosoles, alegorías a veces fluorescentes, otras blanco y negro. En general había una pelota, pero eran originales, a veces amorfos y otras infantiles o también ridículos, para qué mentir. Siempre en el Pasaje Sombras, cada mes, había un tipo de 35 años creando imágenes urbanas. Algunos pensaban que era una tribu de arte moderno o artistas sin galerías donde exponer. Sin embargo, era mucho más que eso, significaba volver a la infancia, volver a encontrarse con los viejos amigos.

Parecía un juego, una simple diversión. Pero vale aclarar que ellos no tenían comunicación alguna entre sí. No se veían para comer en la semana o se juntaban en la casa de alguno a ver Fútbol de Primera. No existieron más relaciones cotidianas luego de aquel torneo final Argentino del ’84. No se volvieron a juntar nunca más. Se perdieron el rastro.

Hubo una pelea determinante que empezó a fragilizar ese lazo entrañable que habían izado entre sus manos. No fue durante la final que ganaron, ni durante los partidos previos, no. Fue en la fiesta que organizaron los intendentes de San Timo para los campeones. Ahí vino el lío de polleras, decía el técnico del equipo, un tal Luigi. Que la flaquita es mía y que la “Colo” tuya, le repetía el Marcio al Pitu.

Pero cuando el alcohol corre en la venas, cuando las miradas o bifes de chorizo chorrean, no hay leyes. Y no hubo orden ni respeto por aquello que habían acordado en la combi antes de llegar. Se pudrió todo. Volaron las botellas y hasta la gente del lugar; queriendo calmar, se enganchó en el revoleo de trompadas y cabezazos de esos pibes borrachos de la Capital. Fueron en cana. Durmieron con el gusto de la sangre en sus caras, todos separados y sus familias tuvieron que viajar hasta San Timo para rescatarlos del calabozo. Fue un escándalo en el barrio y todos le apuntaron al Marcio y al Pitu, los galanes sin premio de doncellas, de aquella velada tumultuosa. Entonces empezó el periplo, alguno se marchó del barrio, otro empezó con el estudio y así sus vidas se fueron dividiendo. Que una novia regañona, que el trabajo, que la rutina glotona y tal vez hasta la ideología fueron diferenciando sus porvenires.

Hasta que un día, veinte años más tarde, coincidieron dos de ellos caminando nostálgicos por ese lugar tan suyo, tan propio, que nunca se perdió, por el Pasaje Sombras. Y tuvieron la idea de juntar al resto. No tenían direcciones y ahora los teléfonos tenían 8 cifras y no 6 como cuando niños. Entonces surgió la idea de un cartel, una señal en ese sitio donde imaginaron y desearon que en algún momento todos pasarían. No podía ser un encuentro porque sí, o una cena formal después del antecedente final. En la ciudad una vez por mes se celebraba un torneo para equipos de 7, en lugares itinerantes, y por el fútbol ninguno diría que no. El Androide pintó el primer graffiti y se abrazó con el Torto, que tenía unas ganas locas de jugar y ver a los pibes, de lo que siempre hablaba en su casa con sus tres nenes. Faltaban tres semanas, tiempo suficiente para saber si su amistad había sido tan fuerte, si su fortaleza espiritual aún marcaba sus vidas, si realmente todos harían el esfuerzo en nombre del recuerdo. Dejaron su ilusión librada al destino.

Aquella tarde la temperatura marcaba dos grados y se veía desembarcar de los coches a los integrantes de los equipos inscriptos para el torneo. Estaban casi todos, pero faltaban los del equipo “Pasaje Sombras”.

El primero en llegar fue el Marcio con un bolso azul, su pelo virulana como siempre y cara de bueno. Retumbaban las voces del gimnasio y se sentó en el buffet a esperar a su equipo, medio descreído ante la mirada de los organizadores. Fueron llegando de a uno y las emociones iban creciendo en la atmósfera. El Androide inquieto y con arrugas ya; el Torto panzón y alegre; el Loco contando chistes; el Manu pelado y ya cambiado para jugar; el Negro callado, pero el más conmocionado de ver al resto; y sobre la hora vestido de traje llegó el Pitu. “¡Mirá al muñequito de torta!”, gritó el Loco y todos se terminaron de aflojar, se abrazaron mil veces como en un baile a ciegas y se fueron al vestuario a seguir la tradición, como si nunca se hubieran separado. Mientras se cambiaban, se observaban como si no se conocieran: “¡20 años, máquina, es mucho tiempo, che!”, y apurados por el torneo se decían: “Mirá lo viejo que estás, y vos la busarda que tenés, papá! Che, el Negro va a llorar eh!”.

El equipo de la niñez saldría a escena otra vez. Ganaron los primeros dos, pero al tercero fueron eliminados por un equipo joven que los mató físicamente. Pero eso fue sólo un detalle; luego de la ducha se metieron en una parrilla a comer. A la cena cayó el técnico Luigi con su estómago estropeado y los pelos blancos a cuestas. Chuparon y morfaron como la primera vez, no querían que se terminara nunca esa noche. Antes del brindis, el Loco se paró y dijo tapándose la cara: “¡Che, Marcio, cómo te robó la novia el Pitu, eh!”. Se hizo un silencio estremecedor, el aire se paralizó, el Torto se lo comió al Loco con la mirada, pero esta vez, mientras el Pitu le pedía perdón a Marcio de rodillas, se cagaron de risa y se volvieron a abrazar y lo obligaron al buitre del Pitu a pagar la comida por ser el culpable de tantos años perdidos.

–Che, Androide –gritó el Loco–, la próxima hacé un mapita, que tu letra es horrible.

Siguieron las anécdotas y las carcajadas. Se hicieron las cuatro. Recordaron jugadas, pibes olvidados, padres pesados, antiguos amores, goles de galera y bastón. Se pusieron al día. Todos cumplieron la promesa de no decir nada en casa y seguir con su clave: los graffitis, que no dejaban huella. Luego se mostraron orgullosos las fotos de los hijos. Tenían los ojos brillosos. Más tarde agarraron los bolsos. El Manu movió la cabeza sin poder creerlo todavía y se perdieron por distintos rumbos. La noche era fría, la niebla comenzaba a subir antes del amanecer.

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