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Lunes, 2 de noviembre de 2009

CONTRATAPA

Por el peso de la pasión

Osmar Domínguez fue por dos décadas uno de los principales referentes del levantamiento de pesas. Cuando empezó, pensaba que las barras tenían dos bolas macizas en las puntas, como en las historietas. A los 71 años sigue enseñando su disciplina en un frío gimnasio de Turdera.

 Por Eugenio Martínez Ruhl

“Yo quiero hacer eso”, le dijo a su amigo, señalando con el dedo a un morrudo que intentaba infructuosamente levantar una barra olímpica cargada con varios discos de peso.

Vestido con la ropa que usaba en su trabajo en el camión frigorífico, y aún sorprendido por ver que la barra en cuestión no tenía en sus puntas, como en las historietas, dos bolas macizas de peso, sino que cargaba una especie de discos negros, Osmar Domínguez acababa de encontrarse, de chocarse casi, con lo que sería de ahí en más la pasión de toda su vida. Con la disciplina que lo haría consagrarse más de veinte veces campeón argentino y en dos ocasiones sudamericano, además de darse el lujo de subir al podio en su categoría en el Mundial de Perú de 1971. Con la especialidad que todavía hoy, con 71 años y un físico realmente impresionante, lo hace vivir.

Pero aquel día de 1957, su compañero –ya avezado en la cuestión de las pesas– le dijo que no, que para eso había que aprender técnicas, entrenarse, entrar en calor. “¿Estás loco? Te vas a herniar”, casi que lo retó. No obstante, Domínguez tenía ya, con 19 años, la determinación que todo el ambiente del levantamiento de pesas le admiraría en los años siguientes. Insistió hasta que su amigo accedió. Le explicó los rudimentos básicos para levantar la barra y la cargó con poco peso. Domínguez aceptó y, mirando de vuelta al morrudo de al lado, pensó: “Ese gordito estaba intentando cargarse 80 kilos. Las reses que yo llevo del frigorífico al camión pesan 200, tengo que poder igualarlo”. No se equivocaba. Subió sin problemas lo que su compañero le había puesto a la barra y le pidió que le agregara más. Así una, dos, tres veces, hasta que llegó a los 80 que quería tirar el aficionado, quien para ese momento ya miraba toda la escena de reojo.

Se dio cuenta de que, en la otra punta del gimnasio, el instructor lo había estado observando. Pero no se había acercado. Como tenía que irse a trabajar, saludó a su amigo y salió del club. Ya había caminado unos 80 metros cuando escuchó: “¡Muchacho! ¡Eh, pibe!”. Era el entrenador. “Si dentro de dos días todavía se puede mover después de lo que acaba de hacer, venga que le voy a enseñar algunas cosas.” “Cuente con eso”, respondió, confiado, Domínguez.

Volvió. Claro que volvió. Y no se fue nunca más.

El joven, nacido el 13 de diciembre de 1937, mostró grandes progresos en pocos meses. En seis pasó de quinta categoría a primera. De ahí en más compitió siempre en los grandes torneos y, en una carrera de veinticuatro años, se quedó con todos los campeonatos argentinos, la máxima competencia del ámbito nacional, en los que participó.

Se ganó el respeto de todos desde Temperley, un club considerado “chico” en la actividad. Boca, GEBA y Vélez lo fueron a buscar. Le ofrecieron un sueldo y entrenamiento de elite para sumarlo a sus filas. Nunca aceptó. Prefirió los fierros fríos y la antigua institución celeste. Eligió a los amigos del club de barrio por sobre los compañeros de los grandes establecimientos. Había crecido en el monte, en el interior de Córdoba, rodeado de caballos y de tierra. Tal vez por eso se sentía más fuerte así, sin tanto lujo y tecnología. Y de hecho lo era.

Llegaron los títulos. En el ámbito nacional y en el sudamericano. Se codeó con los mejores del planeta en el Mundial de Perú 1971, donde representó a la Argentina. Aunque en la categoría B –en la que participaban los atletas sudamericanos–, se volvió de Lima con un trofeo de tercer puesto. Se cansó de ganar. Fueron veinticuatro años de triunfos. En silencio, festejando sólo entre amigos.

Sentado en el escritorio de su gimnasio, en el club Alumni de Turdera, Domínguez intenta ocultar, detrás de sus anteojos de marco moderno, la emoción que le genera hoy, a más de cincuenta años, recordar esa primera vez en el gimnasio, cuando conoció a aquel entrenador. Es una situación que una y otra vez se le vino a la cabeza a lo largo de su vida. “Fue el comienzo de todo”, dice. Pero enseguida salva el momento con una sonrisa, con alguna anécdota de sus años de competencia, con algo gracioso. Chapado a la antigua para algunas cosas, no quiere que se le note la emoción.

Su actualidad no es muy distinta. Se lo nota lleno de energía. Sigue rodeado de fierros, pesas, máquinas. Ya no tanto para su propio uso como para la transmisión de sus conocimientos. Nunca abandonó su deporte. Hace años dejó de competir en el levantamiento, pero siguió en actividad con el fisicoculturismo, en la categoría veteranos.

Aquel profesor que le propuso, casi como un desafío, volver a presentarse dos días después de su primer contacto con las pesas fue el gran Mario Stavron, eminencia en la materia, fallecido hace muchos años. El que, tras ese encuentro inicial, se transformó rápidamente en su referente y amigo del alma. “Anímese y véngase al torneo”, le insistió Stavron a Domínguez poco tiempo después de empezar a entrenarlo. El profesor enseguida se percató de que el pupilo tenía futuro. Y el alumno aceptó.

Fueron juntos y a Domínguez le pasó lo que les pasa a muchos cuando comienzan a competir. Los nervios lo traicionaron y falló en las tres primeras chances de levantar, lo que implica quedar descalificado.

No dijo mucho Domínguez.

Pero, eso sí, volvió a su casa y no fue más al gimnasio. “Pensé: ‘Para esto no sirvo’”, cuenta con una sonrisita. Stavron fue a buscarlo y, tras no poder convencerlo, pidió a sus padres que lo ayudaran a persuadir al forzudo.

No pasaría mucho tiempo para que Domínguez se transformara en el principal referente nacional de su categoría, mediano pesado. Y para que se destacara también en el ámbito sudamericano. En esa época, el hombre seguía ganándose la vida en el camión frigorífico. En 1979 compró las máquinas, las pesas y las barras e instaló su propio gimnasio. En esencia, el mismo donde hoy trabaja todos los días, enseñando lo que aprendió en su larga y exitosa carrera.

El mismo donde, en un momento de la entrevista, acepta un pedido que no es tal. Ante una referencia del cronista a los rudimentos del levantamiento de pesas, se incorpora de su silla, saca de un rincón un largo palo de madera con el que practican los principiantes y se pone en posición para mostrar cómo él hacía los dos ejercicios básicos. Entusiasmado, explica cómo hay que ubicar las piernas y los movimientos que componen los ejercicios de arranque y envión. Y después los ejecuta, tal y como si estuviera en un certamen. Sorprende la explosividad con que los realiza. Es la de un joven treintañero.

Domínguez mira con un dejo de orgullo en los ojos. Cuando recibe los elogios de los que observan, se avergüenza. “Ufff, cómo me pincha la rodilla cuando lo hago”, dice, intentando cambiar de tema. Pero enseguida se incorpora y sale caminando rápido. La verdad, no parece que le haya dolido nada.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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